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Huellas N.1, Marzo 1986

NUESTROS DÍAS

Ya éramos europeos

Ana Martín y Cristina Lopez Schlichting

1 de enero de 1986. Era una fecha histórica; desde los periódicos, las emisoras de radio, los carteles publicitarios, los anuncios de televisión, se nos bombardeaba con la misma frase «ya somos europeos».
Europa tiene hambre de unidad. Con una lucidez ansiosa vislumbra en la unión de sus pueblos el único camino para su reafirmación y supervivencia. En medio de la lucha sorda de los dos imperialismos internacionales, el americano y el soviético, la pequeña Europa es victima de una invasión cultural y comienza a preguntarse si tuvo alguna vez una identidad propia.
La entrada de España en la Comunidad Económica Europea es un paso, pero no nos engañemos: la unidad de Europa, tal vez implique la unificación económica y política, pero no se reduce a ella. Casi treinta años lleva existiendo la CEE y aún las disensiones son más profundas que los criterios comunes.
La existencia de Europa es fruto de una historia común. Hoy el reto consiste en no permitir que el azar configure nuestra historia en los próximos años.
Volver a nuestras raíces, reconocerlas en las huellas que han dejado en cada una de las naciones que la constituyen es el modo de reconocernos semejantes al descubrirnos partícipes de un patrimonio común. El comienzo de un futuro comunitario real.


Pensar hoy en Europa es desli­zar la vista por un mosaico multi­color de razas, pueblos y culturas. Un salto brusco de un extremo al otro del mapa puede resultar des­concertante. De norte a Sur, ¿qué une a un escandinavo y a un medi­terráneo?; de Este a Oeste, ¿qué tienen en común ingleses y húnga­ros?, ¿es que Europa fue alguna vez algo consistente y homogéneo?
En sus orígenes ciertamente no. Gentes distintas procedentes de sitios diversos se asentaban de forma dispersa en las tierras que hoy ha­bitamos y no tenían siquiera con­ciencia de constituir pueblos defi­nidos. Pero una de estas tribus te­nía ante sí un futuro histórico ini­maginable. Del seno de Etruria, en Italia, surgiría Roma. Conquista tras conquista este pueblo ocupó Europa, parte de Asia, el Medite­rráneo... por donde pasaban, su or­ganización férrea, lenta pero pau­latina, tan sólida como las propias carreteras que construían, y que aún hoy se mantienen intactas, iban dejando huella. Europa here­daría de Roma una lengua, el la­tín, el derecho y la estructura social.

UN SUEÑO LLAMADO EUROPA
La descomposición interna del imperio, la presión de los bárbaros desde las fronteras y un factor sor­prendente, el cristianismo, mina­ron las bases del gigante y precipi­taron su ruina. Visigodos, ostrogo­dos, vándalos... decenas de pueblos procedentes de Asia, de donde eran desplazados por los hunos, ocupa­ron Europa. La antigua cultura la­tina y el primitivismo de estos in­vasores se superpusieron dando ori­gen a una multiplicidad variopin­ta. El latín se fragmentó en lenguas romances, cada naciente país em­pezó a desarrollar una cultura pro­pia; pero un factor contribuyó de­finitivamente al mantenimiento de la unidad esencial de lo que ya se perfilaba como Europa frente a Asia y al África musulmana: el cristianismo.
A lo largo de la Edad Media Europa soñó con la unidad: sabía que ésta era posible porque sus pueblos creían lo mismo, luchaban por lo mismo. Esta fe era tan inme­diata, estaba tan íntimamente en­trelazada con la vida de las nacio­nes, que motivaba incluso el aban­dono del hogar, del pueblo, de la nación. Así nacieron las largas peregrinaciones, lugares de oración y de búsqueda de Dios, pero tam­bién de reconocimiento mutuo, de fecundísimo intercambio cultural. Así nacieron las cruzadas, en defen­sa del ideal común frente a la ame­naza musulmana. Así se perfiló el contorno de Europa hasta el Finis terrae: esa España que, en el lími­te de Europa, convivió ocho siglos con los árabes.
Sólo desde este planteamiento pueden entenderse el Renacimien­to Carolingio, el sueño del Sacro Imperio Romano-Germánico, las mismas guerras imperialistas de Carlos I: de forma más intuitiva que racional, muchas veces torpe o injusta, los europeos anhelaban la configuración de un futuro común porque se sabían hermanados en la fe.

EL SOL GIRABA EN TORNO A LA TIERRA
Así las cosas, la historia evolu­ciona y Europa entra en la moder­nidad: es el Renacimiento. Se ha querido ver en este desplazamien­to de la atención colectiva hacia la antigüedad clásica un rechazo del llamado teocentrismo medieval. Se ha querido olvidar un pequeño pe­ro significativo detalle consistente en que el Renacimiento fue cristia­no.
Sólo desde la maduración de la concepción cristiana del hombre salvado por Dios, del hombre hijo de Dios y centro del universo, que superó la indignidad romana de la esclavitud y la concepción pagana del hombre, víctima de los dioses y del destino, puede comprender­ se una revolución tan gozosa, -tan entusiasmada por el hombre, has­ta el punto de considerarlo el cen­tro del universo- como el Renaci­miento. Cómo sería este concepto del hombre central, que dio lugar, en una versión tan aberrante como comprensible, a la persecución de Galileo Galilei, el científico que se atrevió a afirmar que la tierra -el planeta del hombre- giraba en torno al sol, y no viceversa.
Se volvió, sí, al arte antiguo, al saber griego, a los humanistas clá­sicos, pero el hombre renacentista estaba bien distante del espíritu pa­gano que originó la tragedia grie­ga: la representación de un mun­do desesperanzado, predestinado, donde la libertad era algo impen­sable.
No en vano Hispanoamérica se­ría, a partir de 1492, la receptora de esta concepción renacentista. Al contrario que la colonización nor­teamericana, donde los invasores extirparon desde su misma raíz a las poblaciones indígenas para impo­ner su modo de vida, Iberoamérica fue el resultado de la fecunda fu­sión de la población oriunda y los conquistadores españoles y portu­gueses. Si la conquista, no cabe du­da, costó muchas vidas, como em­presa militar que en gran parte fue, sin embargo nos quedan claros tes­timonios de la revolución cultural que supuso, de los conceptos hu­manistas que trajo consigo. Entre estos innumerables testimonios de españoles, criollos, indígenas, se cuentan un Bartolomé de las Casas, que dignificó la condición del indio, unas reservas jesuíticas donde la vida armoniosa de comunidad entre indios y españoles se hizo real o un Francisco de Vitoria que con­cibió un derecho internacional ba­sado en la justicia, la igualdad y el respeto mutuo y cuyas repercusio­nes se apuntan todavía hoy en los derechos humanos, reconocidos in­ternacionalmente.

EL OLVIDO DE LA TRADICIÓN CRISTIANA
Pero la historia renacentista irá, casi imperceptiblemente, cambian­do de ritmo. Del optimismo basa­do en la liberación del hombre, fir­memente asentado en su cristianis­mo, se pasará, poco a poco, a una paulatina eliminación de Dios de la esfera de atención. No es que ya no se crea en Dios, es, tan sólo, que toda la esperanza se pone en el hombre: en la mente del hombre, en la razón. El racionalismo, el ilu­minismo, son la apuesta definitiva por el progreso basado en la cien­cia y en la técnica, la concepción de un ser humano autónomo, capaz de transformar el mundo con su mente y con sus manos.
Nacidos en la Europa cristiana, los grandes racionalistas no se consideran ateos, pero este deísmo va­go que confiesan está bien alejado del Dios bíblico cristiano que tie­ne contado «cada pelo de la cabeza de sus hijos», que les sigue por el desierto y que abre el mar para ellos. Del laicismo racionalista al ateísmo sólo hay un paso: el olvido de la tradición cristiana.
Porque un Dios que no sirve al hombre es un Dios inútil: es el opio del pueblo.
Paralelamente, y desde el siglo XVII, asistimos a un progresivo de­sarrollo del alcance del estado. Las especiales circunstancias que, por poner un ejemplo, rodeaban a la ciencia y a la técnica, sus costes, sus dimensiones cada vez mayores, ca­da vez más alejadas del hombre de a pie, motivaron el que fuesen ab­sorbidas por el estado, quien las controla. De mero facilitador del progreso social, éste se convertirá paulatinamente en el gestor mismo del desarrollo, se multiplicó y cre­ció hasta convertirse en una gigan­tesca máquina administrativa y bu­rocrática. Y, en sentido inverso, el ciudadano quedó impotente, alie­nado frente al estado, incapaz an­te el tremendo engranaje que lo controlaba. He aquí el origen de esa sensación, tan actual, de que el cur­so del mundo, de la historia, no es­tá en nuestras manos, de que no podemos hacer nada para cambiar­lo.
Consecuencia lógica de todo es­to es la sensación de impotencia y de desesperanza. Sólo queda el vi­vir lo más ajeno posible a los pro­blemas, no permitir que nos tur­ben, olvidarnos de ellos empleán­donos a fondo en la indiferencia y el individualismo. La otra conclu­sión consiste en deducir que la relación entre pueblos es una relación entre estados. De este modo sólo es posible la unidad europea median­te tratados intergubernamentales. Esta interpretación se prolonga hasta nuestros días.
Y hasta la primera mitad del si­glo XX el hombre europeo vivió la quimera del progreso. La revolu­ción industrial, el avance de la cien­cia, sirvieron para convencerle cada vez más de ello. Sólo hasta la primera mitad del siglo XX. Porque, paradójicamen­te, Europa no había perdido la ín­tima esperanza de volver a ser una. Y en hijos monstruosos de este gran ideal se erigieron los imperialismos con temporáneos.
Un Adolfo Hitler vigoroso, ple­no de confianza en el hombre, ena­morado de la mente y la fuerza, in­flama a un pueblo entero con el ansia de unidad imperial. Una unidad que no es ya la multicolor mezcla de pueblos distintos pero herma­nos, sino el imperio del fuerte que aplasta al débil. Dios había muer­to, era el tiempo del superhombre, el nuevo ídolo se llamada la raza.

EUROPA, ¿DESDE EL ATLANTICO A LOS URALES?
De la eclosión del fascismo y el nazismo amanecerá, un día de 1945, una Europa destrozada; eco­nómica y moralmente empobreci­da. El mito del progreso se había desvanecido súbitamente: de entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial nacerá el existencialismo. El paso del héroe ario dejará tras de sí un hombre solitario, sin destino, desesperanzado. El hombre euro­peo había perdido la fe en sí mis­mo.
El temor a un estallido bélico semejante a cualquiera de los vivi­dos motivará la Carta de las Nacio­nes Unidas: «Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas: decididos a salvar a las siguientes generacio­nes del azote de la guerra, que en dos ocasiones en el curso de nues­tra vida ha traído incontables sufri­mientos a la humanidad... ».
Dos hechos fundamentales constituirán entonces los dos cami­nos que desde entonces tomaría nuestro continente: los países del Este, codiciados desde hacía déca­das por la Unión Soviética, queda­ría definitivamente anclados en el área de acción de ésta: nacían el te­lón de acero y el muro de Berlín.
En segundo lugar, y ante la ame­naza soviética, la Europa occiden­tal se alía con los Estados Unidos. La paz, esa paz nacida del miedo, que no es sino tregua, se hacía a costa de la unidad europea. En po­cos años Europa Occidental y Euro­pa Oriental pasarían a olvidarse e ignorarse mutuamente como si veinte siglos dé historia común no hubiesen existido.
La situación ha llegado hasta el extremo de que no se concibe la unidad europea sino en el seno de la unidad occidental y, a su vez, es­ta última se basa exclusivamente en una coalición política entre estados, sin una realidad cultural común. En estos términos se plantea hoy la en­trada de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte: «Todos queremos potenciar la uni­dad europea, para ello hemos de hacer una cosa previa: estar en la OTAN» se llegó a decir recientemente en el debate parlamentario español sobre el tema de la Alian­za Atlántica.
Curiosamente, sin embargo, los principios que en San Francisco ins­piraron la creación de las Naciones Unidas, continuaban siendo los más genuinamente europeos. La carta fundadora hacía referencia a la dignidad de la persona, a los de­rechos humanos, a la justicia, al progreso social, a la paz y a la tole­rancia. ¿Por qué, a pesar del nihi­lismo y el existencialismo, esta rea­firmación de la fe en el hombre?: porque Europa no había olvidado lo que aprendió de su tradición y de su historia.

¿QUÉ ES EUROPA SINO LOS EUROPEOS?
Si, actualmente, al ver las enor­mes diferencias que nos separan, los intereses tan diversos, y hasta opuestos, que inspiran los debates internacionales, el hombre europeo llega a dudar de la existencia de eso que se llamó Europa, y comienza a pensar que -en medio de la gue­rra fría Este-Oeste- ya no queda nada que él pueda decir acerca de la dignidad y el respeto al hombre, es porque ha perdido la conciencia de esta historia.
Nuestra cultura se caracteriza precisamente por la pérdida de la memoria histórica. Se vive para el instante y se consumen frenética­mente aquellas doctrinas que ins­tan a olvidar lo viejo y a vivir el pre­sente. Pero ninguna revolución na­ce de la nada. Por eso mismo el hombre moderno es incapaz de propuestas ha perdido la creativi­dad, está cansado. La revolución nace de la maduración de la histo­ria: es el fruto final de una planta antigua. Olvidar nuestra historia es volver la espalda a una larga inves­tigación sobre el hombre. Unas ve­ces infructuosa, otras, fallida, pero otras muchas culminada con éxito. El hilo argumental de la vida de Europa ha sido el hombre, porque en el hombre puso toda su fe cuan­do, por la encarnación de Cristo, descubrió la grandeza a la que ha­bía sido llamado, aquélla por la que merecía la pena luchar.
En esta fuente que es la histo­ria de sí misma Europa encontrará aquello que es genuinamente suyo, lo que la constituye fundamental­mente y lo que la hará valiosísima ante el resto de las naciones. Y se­rá esto lo que la encamine hacia su vocación de unidad, latente a lo lar­go de los siglos.
El paso hacia la unidad no es de los gobiernos, no puede ser estatal. Son los habitantes de este continen­te, los hombres que han pensado y luchado en común, los que han de reconocerse mutuamente en el entusiasmo por el hombre. Des­pués, serán incapaces de permane­cer en la apatía y la indiferencia mutua. Hombres así recuperarán su sentido de hermandad hacia las na­ciones del Este, recobrarán el gus­to por su propia identidad y, des­de ella, lucharán por un mundo mejor.
Paradójicamente, en medio de los balbuceos hacia la unificación, asistimos a una desvirtuación de los valores que, surgiendo de la misma Europa, la han caracterizado: en nuestra sociedad la fidelidad a la naturaleza humana ha degenerado en un «naturalismo» donde la ins­tintividad es la regla moral, la to­lerancia y el respeto se han conver­tido en el relativismo, donde todo vale porque nada nos importa real­mente; el amor a la paz se traduce en un olvido cómodo donde ya na­da causa indignación, la búsqueda de la felicidad se manifiesta en el hedonismo.
Y, sin embargo, en manos de los hombres europeos, que tan hondo han encerrado su conciencia, que tan difícil hacen descubrir en­tre ellos lazos en común, está la única posibilidad real de construir, de nuevo, la unidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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