1 de enero de 1986. Era una fecha histórica; desde los periódicos, las emisoras de radio, los carteles publicitarios, los anuncios de televisión, se nos bombardeaba con la misma frase «ya somos europeos».
Europa tiene hambre de unidad. Con una lucidez ansiosa vislumbra en la unión de sus pueblos el único camino para su reafirmación y supervivencia. En medio de la lucha sorda de los dos imperialismos internacionales, el americano y el soviético, la pequeña Europa es victima de una invasión cultural y comienza a preguntarse si tuvo alguna vez una identidad propia.
La entrada de España en la Comunidad Económica Europea es un paso, pero no nos engañemos: la unidad de Europa, tal vez implique la unificación económica y política, pero no se reduce a ella. Casi treinta años lleva existiendo la CEE y aún las disensiones son más profundas que los criterios comunes.
La existencia de Europa es fruto de una historia común. Hoy el reto consiste en no permitir que el azar configure nuestra historia en los próximos años.
Volver a nuestras raíces, reconocerlas en las huellas que han dejado en cada una de las naciones que la constituyen es el modo de reconocernos semejantes al descubrirnos partícipes de un patrimonio común. El comienzo de un futuro comunitario real.
Pensar hoy en Europa es deslizar la vista por un mosaico multicolor de razas, pueblos y culturas. Un salto brusco de un extremo al otro del mapa puede resultar desconcertante. De norte a Sur, ¿qué une a un escandinavo y a un mediterráneo?; de Este a Oeste, ¿qué tienen en común ingleses y húngaros?, ¿es que Europa fue alguna vez algo consistente y homogéneo?
En sus orígenes ciertamente no. Gentes distintas procedentes de sitios diversos se asentaban de forma dispersa en las tierras que hoy habitamos y no tenían siquiera conciencia de constituir pueblos definidos. Pero una de estas tribus tenía ante sí un futuro histórico inimaginable. Del seno de Etruria, en Italia, surgiría Roma. Conquista tras conquista este pueblo ocupó Europa, parte de Asia, el Mediterráneo... por donde pasaban, su organización férrea, lenta pero paulatina, tan sólida como las propias carreteras que construían, y que aún hoy se mantienen intactas, iban dejando huella. Europa heredaría de Roma una lengua, el latín, el derecho y la estructura social.
UN SUEÑO LLAMADO EUROPA
La descomposición interna del imperio, la presión de los bárbaros desde las fronteras y un factor sorprendente, el cristianismo, minaron las bases del gigante y precipitaron su ruina. Visigodos, ostrogodos, vándalos... decenas de pueblos procedentes de Asia, de donde eran desplazados por los hunos, ocuparon Europa. La antigua cultura latina y el primitivismo de estos invasores se superpusieron dando origen a una multiplicidad variopinta. El latín se fragmentó en lenguas romances, cada naciente país empezó a desarrollar una cultura propia; pero un factor contribuyó definitivamente al mantenimiento de la unidad esencial de lo que ya se perfilaba como Europa frente a Asia y al África musulmana: el cristianismo.
A lo largo de la Edad Media Europa soñó con la unidad: sabía que ésta era posible porque sus pueblos creían lo mismo, luchaban por lo mismo. Esta fe era tan inmediata, estaba tan íntimamente entrelazada con la vida de las naciones, que motivaba incluso el abandono del hogar, del pueblo, de la nación. Así nacieron las largas peregrinaciones, lugares de oración y de búsqueda de Dios, pero también de reconocimiento mutuo, de fecundísimo intercambio cultural. Así nacieron las cruzadas, en defensa del ideal común frente a la amenaza musulmana. Así se perfiló el contorno de Europa hasta el Finis terrae: esa España que, en el límite de Europa, convivió ocho siglos con los árabes.
Sólo desde este planteamiento pueden entenderse el Renacimiento Carolingio, el sueño del Sacro Imperio Romano-Germánico, las mismas guerras imperialistas de Carlos I: de forma más intuitiva que racional, muchas veces torpe o injusta, los europeos anhelaban la configuración de un futuro común porque se sabían hermanados en la fe.
EL SOL GIRABA EN TORNO A LA TIERRA
Así las cosas, la historia evoluciona y Europa entra en la modernidad: es el Renacimiento. Se ha querido ver en este desplazamiento de la atención colectiva hacia la antigüedad clásica un rechazo del llamado teocentrismo medieval. Se ha querido olvidar un pequeño pero significativo detalle consistente en que el Renacimiento fue cristiano.
Sólo desde la maduración de la concepción cristiana del hombre salvado por Dios, del hombre hijo de Dios y centro del universo, que superó la indignidad romana de la esclavitud y la concepción pagana del hombre, víctima de los dioses y del destino, puede comprender se una revolución tan gozosa, -tan entusiasmada por el hombre, hasta el punto de considerarlo el centro del universo- como el Renacimiento. Cómo sería este concepto del hombre central, que dio lugar, en una versión tan aberrante como comprensible, a la persecución de Galileo Galilei, el científico que se atrevió a afirmar que la tierra -el planeta del hombre- giraba en torno al sol, y no viceversa.
Se volvió, sí, al arte antiguo, al saber griego, a los humanistas clásicos, pero el hombre renacentista estaba bien distante del espíritu pagano que originó la tragedia griega: la representación de un mundo desesperanzado, predestinado, donde la libertad era algo impensable.
No en vano Hispanoamérica sería, a partir de 1492, la receptora de esta concepción renacentista. Al contrario que la colonización norteamericana, donde los invasores extirparon desde su misma raíz a las poblaciones indígenas para imponer su modo de vida, Iberoamérica fue el resultado de la fecunda fusión de la población oriunda y los conquistadores españoles y portugueses. Si la conquista, no cabe duda, costó muchas vidas, como empresa militar que en gran parte fue, sin embargo nos quedan claros testimonios de la revolución cultural que supuso, de los conceptos humanistas que trajo consigo. Entre estos innumerables testimonios de españoles, criollos, indígenas, se cuentan un Bartolomé de las Casas, que dignificó la condición del indio, unas reservas jesuíticas donde la vida armoniosa de comunidad entre indios y españoles se hizo real o un Francisco de Vitoria que concibió un derecho internacional basado en la justicia, la igualdad y el respeto mutuo y cuyas repercusiones se apuntan todavía hoy en los derechos humanos, reconocidos internacionalmente.
EL OLVIDO DE LA TRADICIÓN CRISTIANA
Pero la historia renacentista irá, casi imperceptiblemente, cambiando de ritmo. Del optimismo basado en la liberación del hombre, firmemente asentado en su cristianismo, se pasará, poco a poco, a una paulatina eliminación de Dios de la esfera de atención. No es que ya no se crea en Dios, es, tan sólo, que toda la esperanza se pone en el hombre: en la mente del hombre, en la razón. El racionalismo, el iluminismo, son la apuesta definitiva por el progreso basado en la ciencia y en la técnica, la concepción de un ser humano autónomo, capaz de transformar el mundo con su mente y con sus manos.
Nacidos en la Europa cristiana, los grandes racionalistas no se consideran ateos, pero este deísmo vago que confiesan está bien alejado del Dios bíblico cristiano que tiene contado «cada pelo de la cabeza de sus hijos», que les sigue por el desierto y que abre el mar para ellos. Del laicismo racionalista al ateísmo sólo hay un paso: el olvido de la tradición cristiana.
Porque un Dios que no sirve al hombre es un Dios inútil: es el opio del pueblo.
Paralelamente, y desde el siglo XVII, asistimos a un progresivo desarrollo del alcance del estado. Las especiales circunstancias que, por poner un ejemplo, rodeaban a la ciencia y a la técnica, sus costes, sus dimensiones cada vez mayores, cada vez más alejadas del hombre de a pie, motivaron el que fuesen absorbidas por el estado, quien las controla. De mero facilitador del progreso social, éste se convertirá paulatinamente en el gestor mismo del desarrollo, se multiplicó y creció hasta convertirse en una gigantesca máquina administrativa y burocrática. Y, en sentido inverso, el ciudadano quedó impotente, alienado frente al estado, incapaz ante el tremendo engranaje que lo controlaba. He aquí el origen de esa sensación, tan actual, de que el curso del mundo, de la historia, no está en nuestras manos, de que no podemos hacer nada para cambiarlo.
Consecuencia lógica de todo esto es la sensación de impotencia y de desesperanza. Sólo queda el vivir lo más ajeno posible a los problemas, no permitir que nos turben, olvidarnos de ellos empleándonos a fondo en la indiferencia y el individualismo. La otra conclusión consiste en deducir que la relación entre pueblos es una relación entre estados. De este modo sólo es posible la unidad europea mediante tratados intergubernamentales. Esta interpretación se prolonga hasta nuestros días.
Y hasta la primera mitad del siglo XX el hombre europeo vivió la quimera del progreso. La revolución industrial, el avance de la ciencia, sirvieron para convencerle cada vez más de ello. Sólo hasta la primera mitad del siglo XX. Porque, paradójicamente, Europa no había perdido la íntima esperanza de volver a ser una. Y en hijos monstruosos de este gran ideal se erigieron los imperialismos con temporáneos.
Un Adolfo Hitler vigoroso, pleno de confianza en el hombre, enamorado de la mente y la fuerza, inflama a un pueblo entero con el ansia de unidad imperial. Una unidad que no es ya la multicolor mezcla de pueblos distintos pero hermanos, sino el imperio del fuerte que aplasta al débil. Dios había muerto, era el tiempo del superhombre, el nuevo ídolo se llamada la raza.
EUROPA, ¿DESDE EL ATLANTICO A LOS URALES?
De la eclosión del fascismo y el nazismo amanecerá, un día de 1945, una Europa destrozada; económica y moralmente empobrecida. El mito del progreso se había desvanecido súbitamente: de entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial nacerá el existencialismo. El paso del héroe ario dejará tras de sí un hombre solitario, sin destino, desesperanzado. El hombre europeo había perdido la fe en sí mismo.
El temor a un estallido bélico semejante a cualquiera de los vividos motivará la Carta de las Naciones Unidas: «Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas: decididos a salvar a las siguientes generaciones del azote de la guerra, que en dos ocasiones en el curso de nuestra vida ha traído incontables sufrimientos a la humanidad... ».
Dos hechos fundamentales constituirán entonces los dos caminos que desde entonces tomaría nuestro continente: los países del Este, codiciados desde hacía décadas por la Unión Soviética, quedaría definitivamente anclados en el área de acción de ésta: nacían el telón de acero y el muro de Berlín.
En segundo lugar, y ante la amenaza soviética, la Europa occidental se alía con los Estados Unidos. La paz, esa paz nacida del miedo, que no es sino tregua, se hacía a costa de la unidad europea. En pocos años Europa Occidental y Europa Oriental pasarían a olvidarse e ignorarse mutuamente como si veinte siglos dé historia común no hubiesen existido.
La situación ha llegado hasta el extremo de que no se concibe la unidad europea sino en el seno de la unidad occidental y, a su vez, esta última se basa exclusivamente en una coalición política entre estados, sin una realidad cultural común. En estos términos se plantea hoy la entrada de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte: «Todos queremos potenciar la unidad europea, para ello hemos de hacer una cosa previa: estar en la OTAN» se llegó a decir recientemente en el debate parlamentario español sobre el tema de la Alianza Atlántica.
Curiosamente, sin embargo, los principios que en San Francisco inspiraron la creación de las Naciones Unidas, continuaban siendo los más genuinamente europeos. La carta fundadora hacía referencia a la dignidad de la persona, a los derechos humanos, a la justicia, al progreso social, a la paz y a la tolerancia. ¿Por qué, a pesar del nihilismo y el existencialismo, esta reafirmación de la fe en el hombre?: porque Europa no había olvidado lo que aprendió de su tradición y de su historia.
¿QUÉ ES EUROPA SINO LOS EUROPEOS?
Si, actualmente, al ver las enormes diferencias que nos separan, los intereses tan diversos, y hasta opuestos, que inspiran los debates internacionales, el hombre europeo llega a dudar de la existencia de eso que se llamó Europa, y comienza a pensar que -en medio de la guerra fría Este-Oeste- ya no queda nada que él pueda decir acerca de la dignidad y el respeto al hombre, es porque ha perdido la conciencia de esta historia.
Nuestra cultura se caracteriza precisamente por la pérdida de la memoria histórica. Se vive para el instante y se consumen frenéticamente aquellas doctrinas que instan a olvidar lo viejo y a vivir el presente. Pero ninguna revolución nace de la nada. Por eso mismo el hombre moderno es incapaz de propuestas ha perdido la creatividad, está cansado. La revolución nace de la maduración de la historia: es el fruto final de una planta antigua. Olvidar nuestra historia es volver la espalda a una larga investigación sobre el hombre. Unas veces infructuosa, otras, fallida, pero otras muchas culminada con éxito. El hilo argumental de la vida de Europa ha sido el hombre, porque en el hombre puso toda su fe cuando, por la encarnación de Cristo, descubrió la grandeza a la que había sido llamado, aquélla por la que merecía la pena luchar.
En esta fuente que es la historia de sí misma Europa encontrará aquello que es genuinamente suyo, lo que la constituye fundamentalmente y lo que la hará valiosísima ante el resto de las naciones. Y será esto lo que la encamine hacia su vocación de unidad, latente a lo largo de los siglos.
El paso hacia la unidad no es de los gobiernos, no puede ser estatal. Son los habitantes de este continente, los hombres que han pensado y luchado en común, los que han de reconocerse mutuamente en el entusiasmo por el hombre. Después, serán incapaces de permanecer en la apatía y la indiferencia mutua. Hombres así recuperarán su sentido de hermandad hacia las naciones del Este, recobrarán el gusto por su propia identidad y, desde ella, lucharán por un mundo mejor.
Paradójicamente, en medio de los balbuceos hacia la unificación, asistimos a una desvirtuación de los valores que, surgiendo de la misma Europa, la han caracterizado: en nuestra sociedad la fidelidad a la naturaleza humana ha degenerado en un «naturalismo» donde la instintividad es la regla moral, la tolerancia y el respeto se han convertido en el relativismo, donde todo vale porque nada nos importa realmente; el amor a la paz se traduce en un olvido cómodo donde ya nada causa indignación, la búsqueda de la felicidad se manifiesta en el hedonismo.
Y, sin embargo, en manos de los hombres europeos, que tan hondo han encerrado su conciencia, que tan difícil hacen descubrir entre ellos lazos en común, está la única posibilidad real de construir, de nuevo, la unidad.
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