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Huellas N.05, Mayo 2022

PRIMER PLANO

Una gratuidad que contagia

Ignacio Santa María

La historia de varios amigos de CL que, a partir de la lectura del manifiesto sobre la guerra, deciden viajar hasta Ucrania para recoger familias de refugiados y acogerlos en España. Un gesto audaz que, según sus protagonistas, brota de «la gracia de una Presencia»

Desde que el calendario marcó aquel fatídico 24 de febrero, como en un macabro deja vú, la pantalla del televisor volvía a proyectar imágenes de guerra, horror, desolación y la huida apresurada de miles, cientos de miles y, con el paso de los días, millones de refugiados. Esta vez no es Siria, sino Ucrania la que llama con desesperación a las puertas de Europa.
Nueve días después del inicio de la invasión rusa, tenía lugar el retiro de Cuaresma de Comunión y Liberación en el colegio Paraíso de Madrid y se hacía público un manifiesto en que se lanzaba esta pregunta: «Y a nosotros, ciudadanos normales sacudidos por este horror y constreñidos a mirar más allá de nuestros quehaceres cotidianos, nos martillea una pregunta: “¿qué puedo hacer yo?”».
Muchos de los asistentes al retiro volvieron a sus casas con esta pregunta resonando una y otra vez en su interior. Uno de ellos era Juanan, dueño de una pequeña empresa informática, que no podía dejar de pensar en su deseo de acoger a refugiados ucranianos. Además, le había llegado por WhatsApp un mensaje en la que una ONG animaba a apuntarse a una base de datos con este fin. Al día siguiente confesó su inquietud a su mujer, Raquel, quien, para su sorpresa, le respondió que ella también estaba pensando lo mismo. Sus hijos, un chico de 15 años y dos niñas de 13 y 9, les oyeron hablar de esto y durante días los estuvieron persiguiendo para insistirles: «¿Os habéis apuntado ya?».
Una de esas tardes, Juanan y Raquel quedaron con sus amigos del grupo de Fraternidad. Juanan iba a hablarles de su deseo de acoger a inmigrantes ucranianos, pero antes de que despegara los labios, otro amigo y después otro más manifestaron su misma inquietud. «Desde entonces nos hemos visto envueltos en un torrente de vida», asegura Rafa, otro de los que estaban allí esa tarde. «El Señor, a través de nuestro pequeño y pobre sí, ha hecho suceder milagros entre nosotros. Cuatro familias hemos acogido refugiados ucranianos en casa y otros muchos amigos se han implicado para ayudar de distintas maneras», describe.

En la frontera ucraniana. Por aquellos días, el padre Miguel Ruiz de Zárate, un sacerdote con el que tenían gran amistad, les expuso su idea de viajar a la frontera de Ucrania y Polonia con varias furgonetas para traer refugiados a España. Miguel pidió a dos de ellos, Juanan y Matías, que lo acompañaran en el viaje.
Juanan sentía un vértigo enorme, pero repetía una petición: «Señor, si tú no vienes conmigo, haz que no salga de esta tierra». A partir de ese momento, notó una cercanía de Cristo «que hacía mucho tiempo que no experimentaba». El sacerdote Miguel, Juanan y Matías guiaban un convoy de tres furgonetas, al que luego se unieron varios vehículos hasta llegar a ser más de una docena.
Tras un largo viaje, llegaron a Medyca, un punto de la frontera entre Polonia y Ucrania, donde desemboca uno de los corredores humanitarios más importantes. «Cuando vas a la frontera y escuchas el silencio estremecedor del dolor, del sufrimiento, parece como si el mundo entero se hubiese detenido. No se puede explicar con palabras. Pero es verdad que el corazón se despierta, grita, por el deseo de bien, de justicia, de libertad, de querer y ser querido, de ser feliz…», recuerda Juanan.
El grupo decidió desplazarse hasta la localidad de Przemysl, donde se ubica un gran centro de refugiados. Se trata de una gran superficie comercial vacía y habilitada como refugio improvisado. Allí encontraron mucha gente que había llegado en muy malas condiciones. Se habían organizado en distintas salas según el lugar de destino elegido. La sala de España la gestionaba una ONG que se llamaba Cadena. Enseguida hubo buen entendimiento. «Les dijimos que podíamos ofrecer varias familias dispuestas a acoger y que hacían su vida en torno a una parroquia. Nos dijeron que pasáramos al día siguiente a hacer la recogida». El control era férreo para evitar el tráfico ilegal de personas.

Una vez en Madrid, Miguel tenía pensado que los refugiados pasaran dos o tres días juntos en la parroquia para que se sintieran seguros y, mientras tanto, buscar la manera más adecuada de distribuirlos entre las familias que habían dado su disponibilidad para acoger. Primero les gestionaron el certificado de protección temporal, la tarjeta sanitaria y la inclusión en una bolsa de trabajo, así como una tarjeta de transporte gratuita. Escolarizaron a los niños y al cabo de un mes, estos refugiados expresaron su deseo de entrar en el itinerario público de protección, acceder a las ayudas que proporciona este programa y enfilar el camino hacia una autonomía de vida. «En un país extranjero, un entorno extraño y una cultura diferente, se han sentido queridas y abrazadas», señala Juanan, quien después de acoger a una madre con sus hijas y su nieto, ha mantenido el contacto con ellas.
Por su parte, Rafa y Alicia acogieron a un matrimonio con su hija Milana. «No hacemos una cosa así porque seamos una familia modélica o solidaria (ni de lejos lo somos), sino porque a través del movimiento, de la Escuela de comunidad y del testimonio de personas adultas en la fe, el Señor nos abraza y tiene misericordia de nosotros», explica Rafa, que pensó desde el principio en las palabras de un antiguo manifiesto de CL. En términos similares se expresa Juanan: «Nosotros hemos acogido con la conciencia de que era Jesucristo quien entraba por la puerta».

Todo esto ha impactado en el entorno familiar, laboral y social de una forma que sus protagonistas no podían imaginar. «Nuestros familiares y amigos han estado pendientes de todo y algunos han rezado en grupo por los frutos del viaje», indica Juanan. «A mi hijo mayor le pregunté si estaba contento con todo esto. Me dijo que le parecía bien que ayudáramos a estas personas que lo necesitaban pero, como no me quedé muy convencido, le pregunté si estaría dispuesto a que después acogiéramos también a otra familia y, sin dudarlo, me dijo: “¡Claro que sí!, ¿cómo no lo vamos a hacer?”».
Un día, Juanan viajaba en el metro con las refugiadas ucranianas para acompañarlas a una prueba de nivel de español para que acceder a un curso. En el vagón la gente no paraba de mirarlos, pues iban hablando consultando el traductor del móvil. Una mujer, antes de bajarse en su estación, se detuvo delante de él y le dijo: «¡Gracias, que Dios te bendiga!».
En el trabajo, tuvo que ausentarse muchos días a causa del viaje y de todas las gestiones que tuvo que llevar a cabo posteriormente. «Mis compañeros me elogiaban por lo que estaba haciendo. Hasta ese punto era normal, pero lo que no fue tan normal es que un día que estaba hecho trizas porque casi no había dormido, un compañero me dijo: “¡Se te ve muy contento!”».
«Un día que mi mujer tenía que trabajar, yo estaba hecho polvo y la casa estaba patas arriba. Me empecé a agobiar y le dije a las mujeres ucranianas: “¿Qué os parece si vamos a hacer compra y me ayudáis en la cocina?”. Al principio estaban extrañadas, pero cuando llegamos al hipermercado, les dije: “Yo llevo el carro y vosotras mandáis: escoged todo lo que queráis”». Entonces se les iluminó la cara y aquello se convirtió en una fiesta. Como no podían localizar todos los ingredientes que querían, empezaron a ayudarles otras personas que estaban en el centro comercial: una clienta que era ucraniana y también una de las jefas del hipermercado que era búlgara. Incluso el vigilante de seguridad, de origen ucraniano, al enterarse de lo que ocurría se acercó hasta la caja en la que estaban haciendo cola para conocerlas. Cualquier sitio por el que pasaban se veía de pronto contagiado por esta gratuidad.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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