«Comparemos ahora estos pretendidos horizontes con el estilo de vida del antiguo campesino que no iba nunca más allá de su pequeño prado caminaba toda su vida con las tradicionales chancletas hechas en casa. Su horizonte nos parece pequeño; pero, en verdad, era realmente grande esta estrecha unión concentrada en una sola aldea. Hasta el monótono ritual de la comida (comparada con el vino francés o el ron jamaicano) era parte de una serie de nociones que tenían un significado universal. Observando el ayuno y las fiestas, el hombre vivía según el almanaque de una historia común que empezaba con Adán y terminaba con el juicio universal. Por este motivo, entre otras cosas, cualquier seminalfabeto podía en algún momento filosofar no peor que Tolstoi y elevarse al nivel de Plotino sin tener consigo ningún texto excepto la Biblia. El campesino mantenía un vínculo permanente con la inmensa creación del mundo y exhalaba el último respiro en las profundidades del planeta, cerca de Abraham.
»Al contrario, nosotros, ojeando el periódico, morimos solitarios en nuestro angosto y superfluo diván. Y en aquel momento ninguna información nos sirve. La información se vuelve para nosotros como un par de pantalones de tela extranjera. Un motivo para hacernos admirar y basta. ¿Dónde va a parar todo nuestros horizonte, toda nuestra capacidad receptiva, cuando nos quitamos los pantalones o nos los quitan de encima, o si no, cuando nos llevamos la cuchara a la boca? Antes de coger la cuchara, el campesino comienza haciéndose el signo de la cruz y con este único gesto se vincula a la tierra y al cielo, al pasado y al futuro».
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