Apuntes de una conversación sobre la libertad de educación
«Sin libertad no hay cultura» (Juan Pablo II)
El proceso pedagógico es un riesgo, porque se pone en juego la libertad de quien educa y, sobre todo, la libertad de quién es educado. Es un juego en el que no se pueden hacer trampas. No puede hacer trampas quien educa, porque si no, quien debe ser educado no responde; y no puede hacer trampas quien debe ser educado, porque si no se empeña en la verificación, en la consideración seria de lo que viene propuesto, la posición que asumirá, si es positiva, será conformista, no será jamás una convicción; si, en cambio, es negativa, será desleal, será desleal para toda la vida. Para explicar estas aseveraciones, es necesario afirmar, sobre todo como hace el Papa, el nexo entre formación y cultura e insistir después en el valor de la tradición; de la autoridad como factor comunicativo de la tradición; de la verificación como instrumento esencial para que la tradición entre en el corazón del educador y se asimile a su personalidad; y, finalmente, se pone el acento sobre la libertad del educador (como sinceridad frente a lo que transmite) y sobre la libertad del educado (como sinceridad frente a lo que es transmitido).
1.- EDUCACIÓN Y CULTURA
La preocupación educativa es, ciertamente, el signo más grande de voluntad, de don y de pasión amorosa por el hombre. Ha dicho el Papa en Río de Janeiro a los hombres de cultura: «la educación es la matriz de la cultura, porque una educación debe tender a realizar en su total dimensión nuestra humanidad para transformar el mundo» (1 Julio 1980).
Para transformar el mundo es necesario, sobre todo, realizar en su total dimensión nuestra humanidad. También dice el Papa en aquél discurso: «la auténtica cultura es humanización, mientras que la no-cultura y las falsas culturas son deshumanizantes». En la elección de la cultura el hombre pone en juego su destino. La cultura debe «cultivar al hombre, a cada hombre, en la extensión de un humanismo integral y plenario, según la totalidad de los factores de la humanidad», como decía Pablo VI.
La cultura tiene el fin esencial de promover el ser del hombre y procurarle los bienes necesarios para el desarrollo de su ser intelectual y social.
Pero este proceso no puede ocurrir si no es en la libertad. La auténtica cultura de la libertad que surge de la profundidad del espíritu, de la lucidez del pensamiento y del generoso desinterés del amor. Fuera de la libertad no puede haber cultura. La auténtica cultura de un pueblo, su completa humanización, no puede desarrollarse en un régimen de obligación. El Papa insiste no sólo porque su experiencia ha debido probar amargamente la verdad de esta observación, sino porque es verdad para la mayor parte del mundo que todo el proceso cultural de hoy es fácilmente esclavizado por el poder sin libertad. Pablo VI osó hablar en un discurso referido a la situación italiana, y que nadie más ha vuelto a citar, de «terrorismo cultural».
«La cultura -se lee en la Constitución Conciliar Gaudium et Spes- dimanada de la naturaleza racional y social del hombre, tiene una incesante necesidad de la justa libertad para desarrollarse y se le debe reconocer la legítima posibilidad de ejercicio autónomo según los propios principios».
La cultura que nace libre debe difundirse en un régimen de libertad; el hombre culto debe proponer su cultura, pero no la puede imponer.
Continúa el Papa: «La cultura auténtica debe promover al mismo tiempo la instrucción y educación, debe instruir al hombre en el conocimiento de la realidad, pero debe al mismo tiempo educar al hombre a ser hombre en la integridad de su ser en su relaciones». Entonces, el hombre no puede ser plenamente él mismo, no puede realizar totalmente su humanidad, si no reconoce y no vive la trascendencia del propio ser, es decir, la relación con Dios. A la elevación del hombre, no sólo pertenece la promoción de su humanidad, sino también la apertura de su humanidad a Dios. Más aún: es solamente después de que se nos haya dado tal formación interna que debe ser promovida la transformación del mundo. Transformar el mundo quiere decir para el cristiano abierto hacia el misterio, para el cristiano formado en el espíritu, empeñarse responsablemente para elevar y enriquecer de su mismo don todas las realidades y las comunidades con las que entra en contacto: la familia, el ambiente de la escuela, el lugar del trabajo, el mundo de la cultura, la vida social, la vida nacional. La educación es el agente que crea cultura. Esta cultura que puede nacer y desarrollarse sólo en la libertad debe investir la totalidad del hombre, y si el hombre tiene un problema con su destino, no puede ignorar este factor.
Sólo después de que esta acción totalizadora de valoración del hombre sea activada, el hombre puede empezar a pensar también en la transformación del mundo. Para el cristiano, entonces, para quién tiene el sentimiento de Dios, transformación del mundo quiere decir comunicación de tal experiencia última y profunda. Así, una verdadera educación genera una voluntad misionera.
II.- AUTORIDAD Y TRADICIÓN
Ahora, el proceso educativo del cuál depende el desarrollo cultural debe tener operadores, factores que ayuden a tal desarrollo. ¿Pero cómo puede uno grande ayudar a uno más pequeño si no es por algo que ya está en él? El presente trae toda su importancia de lo que le ha precedido: la intensidad, la riqueza del presente es el pasado. Esta riqueza global del pasado se llama tradición. No podemos ofrecer ayuda si no es por un pasado que en nosotros vive, que se hace en nosotros presente. No podemos ayudar sino comunicando una tradición; de otra forma solicitamos una reacción pero no comunicamos realmente nada. «La tradición es la condición de la renovación».
El primer factor constructivo de una cultura y por tanto de una educación es el abrazo a la tradición, la personalización de una tradición y su comunicación a quién debe ser educado.
Es la tradición, conscientemente abrazada, la que ofrece una totalidad de mirada sobre la realidad; una hipótesis de significado, una imagen del destino. La tradición, de hecho, es como la hipótesis de trabajo que la naturaleza ofrece al hombre en la comparación de todas las cosas. Lo lanza a la construcción de la vida y de la historia con el recurso que es la herencia del pasado, por la cuál nosotros miramos de un cierto modo una puesta de sol, el cielo y la tierra, la familia, la escuela y el trabajo. Comprendemos entonces que la primera justicia hacia la dignidad de la educación y, por tanto, hacia la dignidad de una cultura, es la libertad de valorizar la propia tradición.
El factor natural de la comunicación de la tradición al nuevo ser es la familia. La familia es el primer ejemplo de lo que nosotros llamamos «autoridad», siendo el lugar natural en el que la propuesta del pasado se sitúa frente a la conciencia del ser del hombre. El pasado se convierte en propuesta para el hombre en un determinado lugar, que habíamos llamado «natural»: la familia. Pero cuando la familia olvida o no puede satisfacer adecuadamente los aspectos más agudos y esenciales de la necesidad humana, otro lugar natural donde la tradición se comunique puede ser el encuentro con una personalidad o un ambiente donde la tradición sea sentida, vivida y comunicada en un modo inteligente, vivo, consciente y razonado.
Sin autoridad no hay propuesta, es decir, la tradición no se convierte en propuesta al individuo. Sin propuesta no existe confrontación, sino sólo desordenada reactividad. Sin autoridad una persona crece a merced del poder, de quién tenga más fuerza para manipularla. Por esto, la cultura dominante de una época decisivamente despótica como la nuestra odia el concepto de autoridad y lo hace odiar, como odia profundamente el concepto de Padre y lo hace odiar.
III.- VERIFICACIÓN
Para que el pasado, la riqueza de la tradición, se convierta en propuesta para el presente, es necesario que ésta se comunique de forma que el joven, el hombre a educar, pueda utilizarla para ver si es capaz de afrontar todos los problemas, es decir, si es capaz de convertirse en experiencia suya. La experiencia es el impacto de la realidad con nuestro sujeto, nuestra persona. El impacto con la realidad, tocando nuestra persona, la provoca. Es el concepto cristiano de vocación: la provoca haciendo surgir los problemas. Es necesario que el joven reciba la tradición no sólo como un dictado, sino también que sea ayudado a comprender de que forma ese dictado afronta su experiencia, es decir, puede resolver sus problemas. La más bella definición de educación es de J.A. Jungman: «La educación es introducción a la realidad total». La educación es esta propuesta que por naturaleza te viene del pasado a través de la autoridad (padres, familia, encuentro afortunado) que te ayuda a comprender de qué forma corresponde a tu experiencia, es decir, a la totalidad de tus problemas (cuanto más uno esta vivo, tanto más todo es problema). Sin esta posibilidad de ejemplificación, o con un término querido por nosotros, de verificación, no existe educación. No se da educación solamente por lo dictado.
¿Cómo una familia puede realizar todo este inmenso trabajo educativo en un momento de la evolución de la civilización tan astuto, vasto y tumultuoso? El gran instrumento de colaboración con la familia que la sociedad ha creado y hecho estable es la escuela.
El Papa ha dicho en el discurso a la Unesco (1.6.1980): «Permítaseme reivindicar, en este lugar, para las familias el derecho que pertenece a todas ellas de educar a sus hijos en las escuelas que correspondan a su visión del mundo». Un hombre y una mujer son padre y madre porque se dan ellos mismos a sus hijos, comunican su visión del mundo. El Papa continúa: « ... y en particular reivindicad el derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos sometidos en las escuelas a programas inspirados en el ateísmo». Se trata en efecto de derechos fundamentales del hombre y de la familia.
El Papa, después, desarrolla la idea de la escuela como instrumento de la familia, apto para completar la comunicación de la tradición y para realizar la verificación.
Una fábula de Esopo, cuenta que un hombre lleva dos alforjas, una delante con todos los defectos de los otros y otra detrás con todos los suyos. Pero esta fábula, un poco trastocada, podría tratar de una sola alforja detrás, llevando dentro todo lo que los padres, familia, el párroco, los amigos, en conciencia creen mejor. Y el chico crece diciendo: «me lo ha dicho papá», «me lo ha dicho mamá», «me lo ha dicho la tía». ¿Es esto correcto o no? Es natural. Imposible de otra forma.
Pero igual que es natural que la tradición se comunique de esta forma tan obvia hasta los nueve, diez, once años, también es natural que a esta edad la naturaleza empuje al muchacho a coger la alforja que tiene detrás y a ponérsela delante. El cambio está expresado por una palabra que viene del griego: problema. La tradición se convierte en problema, una cosa puesta delante. El joven, teniendo la alforja delante, comienza a hurgar dentro, el fenómeno se llama crítica o crisis, término que en sí mismo no tiene un valor negativo ni de duda, sino que sencillamente significa discernimiento. Uno examina si es justo o no. ¿Cómo? Comparando lo que le han dicho con algo que tiene dentro (la Biblia diría con su «corazón»). Esta comparación, esta verificación del pasado que nos hace descubrir en nosotros la mayor o menor capacidad de afrontar todos los problemas que surjan es capital para una educación.
IV.- LA ESCUELA
Entonces, la escuela es el gran instrumento de esta verificación. La escuela católica en particular, es un ámbito de verificación de la propuesta de la tradición cristiana. He aquí, entonces, la gran cuestión a la que el Papa hace referencia (16.3.1981): «La Iglesia, que en el campo escolar tiene una experiencia plurisecular, afirma que entre los instrumentos educativos, la escuela tiene particular importancia, ya que por una parte contribuye a hacer madurar las facultades intelectuales y por otra desarrolla la capacidad de juicio. Pone al alumno en contacto con el patrimonio cultural de las pasadas y presentes generaciones, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional».
La escuela entonces es, según la enseñanza del Concilio, como un centro a cuya actividad y progreso deben contribuir y participar juntos familias, profesores, distintos tipos de asociaciones con finalidad cultural, cívicas y religiosas, la sociedad civil y toda la comunidad humana. Y vosotros queridos docentes, en ese centro privilegiado que es la escuela, tenéis una tarea extremadamente grave y delicada, una maravillosa vocación, como la define el Concilio: la de comunicar a los alumnos, que con vosotros son los verdaderos protagonistas de la escuela, el complejo de conocimientos que vosotros habéis adquirido en tantos años de estudio y reflexión. Pero esta cultura no puede reducirse a un árido elenco de nociones, sino que se debe convertir en forma de conocimiento, un principio al cuál todo se refiera, una capacidad de juzgar la realidad y la historia, una sabiduría capaz de situar a docentes y discípulos en la posibilidad de formar juicios de valor sobre acontecimientos religiosos, históricos, sociales, económicos, y artísticos del presente y del pasado.
En este complejo y global juicio de valor, el profesor que además sea creyente, no puede poner entre paréntesis su fe como si fuera un elemento inútil o hasta alienante. Con el máximo respeto a la libertad de sus discípulos y de su personalidad, tiene que llegar a ser un auténtico educador, es decir, formador de conciencias y de almas, en un continuo testimonio de limpia coherencia entre su fe y su vida profesional. Sabed entonces educar y formar a los jóvenes en la inteligencia y en la razón, en esa inteligencia y en esa razón abiertas a los valores de la transcendencia, es decir en la plenitud de sus dimensiones en las cuales convergen y se fundamentan ciencia y creatividad, análisis y fantasía, técnica y contemplación, educación moral y preparación profesional, compromiso social y político y apertura religiosa.
Este es el hombre que vosotros debéis formar, educar, preparar en la escuela, la cuál debe ser concebida y realizada no sólo como simple instrumento para la formación de técnicos y de trabajadores que respondan a las exigencias productivas de la sociedad del mañana, sino como centro privilegiado, vivo y vital en el cuál el joven sea formado en ese humanismo total del que tantas veces ha hablado Pablo VI.
V.-EL RIESGO DE LA LIBERTAD
Un factor absolutamente decisivo en el fenómeno de la educación es la libertad. Porque la respuesta del educador (padres, profesores o incluso sacerdote), la respuesta al don que ha heredado del pasado, es la libertad. Es la propia libertad lo que el educador propone al educado, es decir, el propio compromiso con el ser. Conducir al educado en la hipótesis de trabajo
aplicada a un problema es una cuestión delicada, pero es un deber inevitable. Es sólo con infinita ascesis como un padre o una madre pueden encontrar la necesaria lealtad y el profundo respeto a la conciencia de su hijo, sin abandonarlo jamás y permitiendo siempre que su paso sea suyo, que sepa nacer, afirmarse según su conciencia.
La cuestión fundamental es que padre o madre, profesor o cura, sean leales con la tradición que deben comunicar al hijo educado. Pero la actividad educativa no puede tener pretensiones, no puede ser despótica, no puede exigir a toda costa una participación en los juicios de valor y en las soluciones. En cambio, a medida que el joven crece será siempre útil una llamada a profundizar, a ser más capaces de ser persuadidos, porque la persuasión es el camino de la razón y de la conciencia. De todas formas, el dolor que un padre o un educador deben vivir al proponer con un respeto que no fuerce jamás, es la participación más grande del dolor de Dios hacia nosotros, porque Dios ha muerto para proponerse a nosotros. La relación entre Dios y el hombre es un trágico gran riesgo educativo.
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