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Huellas N.11, Octubre 1985

APUNTES

Educar, la gran tarea

Apuntes de una conversación sobre la libertad de educación
«Sin libertad no hay cultura» (Juan Pablo II)


El proceso pedagógico es un riesgo, porque se pone en juego la libertad de quien educa y, sobre todo, la libertad de quién es educado. Es un juego en el que no se pueden hacer trampas. No puede hacer trampas quien educa, porque si no, quien debe ser educado no responde; y no puede hacer trampas quien debe ser educado, porque si no se empeña en la verifica­ción, en la consideración seria de lo que viene propues­to, la posición que asumirá, si es positiva, será confor­mista, no será jamás una convicción; si, en cambio, es negativa, será desleal, será desleal para toda la vida. Para explicar estas aseveraciones, es necesario afir­mar, sobre todo como hace el Papa, el nexo entre for­mación y cultura e insistir después en el valor de la tradición; de la autoridad como factor comunicativo de la tradición; de la verificación como instrumento esencial para que la tradición entre en el corazón del educador y se asimile a su personalidad; y, finalmen­te, se pone el acento sobre la libertad del educador (como sinceridad frente a lo que transmite) y sobre la libertad del educado (como sinceridad frente a lo que es transmitido).

1.- EDUCACIÓN Y CULTURA
La preocupación educativa es, ciertamente, el sig­no más grande de voluntad, de don y de pasión amo­rosa por el hombre. Ha dicho el Papa en Río de Janei­ro a los hombres de cultura: «la educación es la matriz de la cultura, porque una educación debe tender a rea­lizar en su total dimensión nuestra humanidad para transformar el mundo» (1 Julio 1980).
Para transformar el mundo es necesario, sobre to­do, realizar en su total dimensión nuestra humanidad. También dice el Papa en aquél discurso: «la auténtica cultura es humanización, mientras que la no-cultura y las falsas culturas son deshumanizantes». En la elec­ción de la cultura el hombre pone en juego su desti­no. La cultura debe «cultivar al hombre, a cada hom­bre, en la extensión de un humanismo integral y ple­nario, según la totalidad de los factores de la humani­dad», como decía Pablo VI.
La cultura tiene el fin esencial de promover el ser del hombre y procurarle los bienes necesarios para el desarrollo de su ser intelectual y social.
Pero este proceso no puede ocurrir si no es en la libertad. La auténtica cultura de la libertad que surge de la profundidad del espíritu, de la lucidez del pen­samiento y del generoso desinterés del amor. Fuera de la libertad no puede haber cultura. La auténtica cultura de un pueblo, su completa humanización, no puede desarrollarse en un régimen de obligación. El Papa insiste no sólo porque su experiencia ha debido probar amargamente la verdad de esta observación, si­no porque es verdad para la mayor parte del mundo que todo el proceso cultural de hoy es fácilmente es­clavizado por el poder sin libertad. Pablo VI osó ha­blar en un discurso referido a la situación italiana, y que nadie más ha vuelto a citar, de «terrorismo cultural».
«La cultura -se lee en la Constitución Conciliar Gaudium et Spes- dimanada de la naturaleza racional y social del hombre, tiene una incesante necesidad de la justa libertad para desarrollarse y se le debe recono­cer la legítima posibilidad de ejercicio autónomo se­gún los propios principios».
La cultura que nace libre debe difundirse en un régimen de libertad; el hombre culto debe proponer su cultura, pero no la puede imponer.
Continúa el Papa: «La cultura auténtica debe pro­mover al mismo tiempo la instrucción y educación, de­be instruir al hombre en el conocimiento de la realidad, pero debe al mismo tiempo educar al hombre a ser hombre en la integridad de su ser en su relacio­nes». Entonces, el hombre no puede ser plenamente él mismo, no puede realizar totalmente su humani­dad, si no reconoce y no vive la trascendencia del pro­pio ser, es decir, la relación con Dios. A la elevación del hombre, no sólo pertenece la promoción de su hu­manidad, sino también la apertura de su humanidad a Dios. Más aún: es solamente después de que se nos haya dado tal formación interna que debe ser promo­vida la transformación del mundo. Transformar el mundo quiere decir para el cristiano abierto hacia el misterio, para el cristiano formado en el espíritu, em­peñarse responsablemente para elevar y enriquecer de su mismo don todas las realidades y las comunidades con las que entra en contacto: la familia, el ambiente de la escuela, el lugar del trabajo, el mundo de la cul­tura, la vida social, la vida nacional. La educación es el agente que crea cultura. Esta cultura que puede na­cer y desarrollarse sólo en la libertad debe investir la totalidad del hombre, y si el hombre tiene un proble­ma con su destino, no puede ignorar este factor.
Sólo después de que esta acción totalizadora de va­loración del hombre sea activada, el hombre puede em­pezar a pensar también en la transformación del mun­do. Para el cristiano, entonces, para quién tiene el sen­timiento de Dios, transformación del mundo quiere decir comunicación de tal experiencia última y profunda. Así, una verdadera educación genera una vo­luntad misionera.

II.- AUTORIDAD Y TRADICIÓN
Ahora, el proceso educativo del cuál depende el desarrollo cultural debe tener operadores, factores que ayuden a tal desarrollo. ¿Pero cómo puede uno gran­de ayudar a uno más pequeño si no es por algo que ya está en él? El presente trae toda su importancia de lo que le ha precedido: la intensidad, la riqueza del presente es el pasado. Esta riqueza global del pasado se llama tradición. No podemos ofrecer ayuda si no es por un pasado que en nosotros vive, que se hace en nosotros presente. No podemos ayudar sino comunicando una tradición; de otra forma solicitamos una reacción pero no comunicamos realmente nada. «La tradición es la condición de la renovación».
El primer factor constructivo de una cultura y por tanto de una educación es el abrazo a la tradición, la personalización de una tradición y su comunicación a quién debe ser educado.
Es la tradición, conscientemente abrazada, la que ofrece una totalidad de mirada sobre la realidad; una hipótesis de significado, una imagen del destino. La tradición, de hecho, es como la hipótesis de trabajo que la naturaleza ofrece al hombre en la comparación de todas las cosas. Lo lanza a la construcción de la vi­da y de la historia con el recurso que es la herencia del pasado, por la cuál nosotros miramos de un cierto modo una puesta de sol, el cielo y la tierra, la familia, la escuela y el trabajo. Comprendemos entonces que la primera justicia hacia la dignidad de la educación y, por tanto, hacia la dignidad de una cultura, es la libertad de valorizar la propia tradición.
El factor natural de la comunicación de la tradi­ción al nuevo ser es la familia. La familia es el primer ejemplo de lo que nosotros llamamos «autoridad», siendo el lugar natural en el que la propuesta del pa­sado se sitúa frente a la conciencia del ser del hom­bre. El pasado se convierte en propuesta para el hom­bre en un determinado lugar, que habíamos llamado «natural»: la familia. Pero cuando la familia olvida o no puede satisfacer adecuadamente los aspectos más agudos y esenciales de la necesidad humana, otro lu­gar natural donde la tradición se comunique puede ser el encuentro con una personalidad o un ambiente donde la tradición sea sentida, vivida y comunicada en un modo inteligente, vivo, consciente y razonado.
Sin autoridad no hay propuesta, es decir, la tradi­ción no se convierte en propuesta al individuo. Sin pro­puesta no existe confrontación, sino sólo desordenada reactividad. Sin autoridad una persona crece a mer­ced del poder, de quién tenga más fuerza para mani­pularla. Por esto, la cultura dominante de una época decisivamente despótica como la nuestra odia el con­cepto de autoridad y lo hace odiar, como odia profun­damente el concepto de Padre y lo hace odiar.

III.- VERIFICACIÓN
Para que el pasado, la riqueza de la tradición, se convierta en propuesta para el presente, es necesario que ésta se comunique de forma que el joven, el hom­bre a educar, pueda utilizarla para ver si es capaz de afrontar todos los problemas, es decir, si es capaz de convertirse en experiencia suya. La experiencia es el im­pacto de la realidad con nuestro sujeto, nuestra per­sona. El impacto con la realidad, tocando nuestra per­sona, la provoca. Es el concepto cristiano de vocación: la provoca haciendo surgir los problemas. Es necesa­rio que el joven reciba la tradición no sólo como un dictado, sino también que sea ayudado a comprender de que forma ese dictado afronta su experiencia, es de­cir, puede resolver sus problemas. La más bella defi­nición de educación es de J.A. Jungman: «La educa­ción es introducción a la realidad total». La educación es esta propuesta que por naturaleza te viene del pa­sado a través de la autoridad (padres, familia, encuen­tro afortunado) que te ayuda a comprender de qué for­ma corresponde a tu experiencia, es decir, a la totalidad de tus problemas (cuanto más uno esta vivo, tan­to más todo es problema). Sin esta posibilidad de ejem­plificación, o con un término querido por nosotros, de verificación, no existe educación. No se da educa­ción solamente por lo dictado.
¿Cómo una familia puede realizar todo este inmen­so trabajo educativo en un momento de la evolución de la civilización tan astuto, vasto y tumultuoso? El gran instrumento de colaboración con la familia que la sociedad ha creado y hecho estable es la escuela.
El Papa ha dicho en el discurso a la Unesco (1.6.1980): «Permítaseme reivindicar, en este lugar, para las familias el derecho que pertenece a todas ellas de educar a sus hijos en las escuelas que correspondan a su visión del mundo». Un hombre y una mujer son padre y madre porque se dan ellos mismos a sus hijos, comunican su visión del mundo. El Papa continúa: « ... y en particular reivindicad el derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos sometidos en las escuelas a programas inspirados en el ateísmo». Se trata en efec­to de derechos fundamentales del hombre y de la familia.
El Papa, después, desarrolla la idea de la escuela como instrumento de la familia, apto para completar la comunicación de la tradición y para realizar la verificación.
Una fábula de Esopo, cuenta que un hombre lle­va dos alforjas, una delante con todos los defectos de los otros y otra detrás con todos los suyos. Pero esta fábula, un poco trastocada, podría tratar de una sola alforja detrás, llevando dentro todo lo que los padres, familia, el párroco, los amigos, en conciencia creen me­jor. Y el chico crece diciendo: «me lo ha dicho papá», «me lo ha dicho mamá», «me lo ha dicho la tía». ¿Es esto correcto o no? Es natural. Imposible de otra forma.
Pero igual que es natural que la tradición se co­munique de esta forma tan obvia hasta los nueve, diez, once años, también es natural que a esta edad la na­turaleza empuje al muchacho a coger la alforja que tie­ne detrás y a ponérsela delante. El cambio está expre­sado por una palabra que viene del griego: problema. La tradición se convierte en problema, una cosa puesta delante. El joven, teniendo la alforja delante, comienza a hurgar dentro, el fenómeno se llama crítica o crisis, término que en sí mismo no tiene un valor negativo ni de duda, sino que sencillamente significa discerni­miento. Uno examina si es justo o no. ¿Cómo? Com­parando lo que le han dicho con algo que tiene den­tro (la Biblia diría con su «corazón»). Esta compara­ción, esta verificación del pasado que nos hace descu­brir en nosotros la mayor o menor capacidad de afron­tar todos los problemas que surjan es capital para una educación.

IV.- LA ESCUELA
Entonces, la escuela es el gran instrumento de es­ta verificación. La escuela católica en particular, es un ámbito de verificación de la propuesta de la tradición cristiana. He aquí, entonces, la gran cuestión a la que el Pa­pa hace referencia (16.3.1981): «La Iglesia, que en el campo escolar tiene una experiencia plurisecular, afir­ma que entre los instrumentos educativos, la escuela tiene particular importancia, ya que por una parte con­tribuye a hacer madurar las facultades intelectuales y por otra desarrolla la capacidad de juicio. Pone al alum­no en contacto con el patrimonio cultural de las pasa­das y presentes generaciones, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional».
La escuela entonces es, según la enseñanza del Con­cilio, como un centro a cuya actividad y progreso de­ben contribuir y participar juntos familias, profesores, distintos tipos de asociaciones con finalidad cultural, cívicas y religiosas, la sociedad civil y toda la comuni­dad humana. Y vosotros queridos docentes, en ese cen­tro privilegiado que es la escuela, tenéis una tarea ex­tremadamente grave y delicada, una maravillosa vo­cación, como la define el Concilio: la de comunicar a los alumnos, que con vosotros son los verdaderos protagonistas de la escuela, el complejo de conocimientos que vosotros habéis adquirido en tantos años de estudio y reflexión. Pero esta cultura no puede redu­cirse a un árido elenco de nociones, sino que se debe convertir en forma de conocimiento, un principio al cuál todo se refiera, una capacidad de juzgar la reali­dad y la historia, una sabiduría capaz de situar a do­centes y discípulos en la posibilidad de formar juicios de valor sobre acontecimientos religiosos, históricos, sociales, económicos, y artísticos del presente y del pa­sado.
En este complejo y global juicio de valor, el profe­sor que además sea creyente, no puede poner entre pa­réntesis su fe como si fuera un elemento inútil o hasta alienante. Con el máximo respeto a la libertad de sus discípulos y de su personalidad, tiene que llegar a ser un auténtico educador, es decir, formador de concien­cias y de almas, en un continuo testimonio de limpia coherencia entre su fe y su vida profesional. Sabed en­tonces educar y formar a los jóvenes en la inteligencia y en la razón, en esa inteligencia y en esa razón abiertas a los valores de la transcendencia, es decir en la ple­nitud de sus dimensiones en las cuales convergen y se fundamentan ciencia y creatividad, análisis y fantasía, técnica y contemplación, educación moral y prepara­ción profesional, compromiso social y político y aper­tura religiosa.
Este es el hombre que vosotros debéis formar, edu­car, preparar en la escuela, la cuál debe ser concebida y realizada no sólo como simple instrumento para la formación de técnicos y de trabajadores que respon­dan a las exigencias productivas de la sociedad del ma­ñana, sino como centro privilegiado, vivo y vital en el cuál el joven sea formado en ese humanismo total del que tantas veces ha hablado Pablo VI.

V.-EL RIESGO DE LA LIBERTAD
Un factor absolutamente decisivo en el fenómeno de la educación es la libertad. Porque la respuesta del educador (padres, profesores o incluso sacerdote), la respuesta al don que ha heredado del pasado, es la li­bertad. Es la propia libertad lo que el educador pro­pone al educado, es decir, el propio compromiso con el ser. Conducir al educado en la hipótesis de trabajo
aplicada a un problema es una cuestión delicada, pe­ro es un deber inevitable. Es sólo con infinita ascesis como un padre o una madre pueden encontrar la necesaria lealtad y el profundo respeto a la conciencia de su hijo, sin abandonarlo jamás y permitiendo siempre que su paso sea suyo, que sepa nacer, afirmarse según su conciencia.
La cuestión fundamental es que padre o madre, profesor o cura, sean leales con la tradición que de­ben comunicar al hijo educado. Pero la actividad edu­cativa no puede tener pretensiones, no puede ser despótica, no puede exigir a toda costa una participación en los juicios de valor y en las soluciones. En cambio, a medida que el joven crece será siempre útil una lla­mada a profundizar, a ser más capaces de ser persua­didos, porque la persuasión es el camino de la razón y de la conciencia. De todas formas, el dolor que un padre o un educador deben vivir al proponer con un respeto que no fuerce jamás, es la participación más grande del dolor de Dios hacia nosotros, porque Dios ha muerto para proponerse a nosotros. La relación entre Dios y el hombre es un trágico gran riesgo educativo.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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