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Huellas N.11, Octubre 1985

NUESTROS DÍAS

La otra cara de África. La injusticia blanca

Alberto Llabrés

¿ESTÁ Sudáfrica ante una cri­sis histórica? Muchos se lo preguntan frente a la violencia de­satada en estos últimos meses: pa­ra quienes siguen lo que ocurre, es­tos hechos son siempre «previsibles» dada la contradicción que existe en la base del sistema socio-político su­dafricano. También es cierto que Sudáfrica ha sorprendido al mun­do entero optando por posiciones de dureza en unos momentos deli­cados para su política, tanto inter­na como externa, en los que más bien hubieran convenido posturas conciliadoras y no suscitadoras de reacciones negativas en cadena. Se esperaban muestras de buenas in­tenciones y nuevos intentos de diá­logo entre la autoridad y la pobla­ción negra.
Los acontecimientos de esta pri­mavera y del verano, con casi 600 muertos y un número bastante ma­yor de heridos, tienen causas cerca­nas y lejanas en el tiempo.
Entre las recientes, resalta la de­cisión de las autoridades de derri­bar el barrio de Croassroads, en la periferia de la Ciudad del Cabo, para llevar a cabo el plan previsto de reestructuración urbanística que situaba en aquella zona un centro de habitación con 3.000 unidades de residencia. Como consecuencia las 10.000 personas que ya residían en ella, todos de color, deben mu­darse a 40 km. de distancia, a Kha­yelitisha, una ciudad dormitorio preparada para ellos, entre un cam­po militar y el mar. Ante la nega­tiva de la población de marchar a una localidad lejana de sus puestos de trabajo, e impuesta a la fuerza, ha intervenido la policía, produ­ciéndose así 18 muertos y centena­res de arrestos.
El clima de tensión ha encen­dido los ánimos de todo el pueblo. Ásperas polémicas en los diarios su­dafricanos, fuertes reacciones inter­nacionales, y un sentimiento muy extendido de pánico hacia las fuer­zas de la policía que de vez en cuando intervienen, con mayor brutalidad. Desde la prohibición de reunión decretada por el gobierno, la policía interviene tratando inclu­so de disgregar las procesiones en los funerales, resultando más muer­tos y heridos. Parece una cadena sin fin.
En Langa, Sharpeville y en otras ciudades se podría decir que hay una historia que se repite con de­masiada frecuencia: bandas de jóvenes comienzan a lanzar piedras contra un coche, o una casa, habi­tualmente gritando slogans violen­tos contra los «colaboracionistas» del gobierno; después, y poco a poco, la marabunta crece. Entonces, lle­ga la policía para dispersarla, utili­zando gases lacrimógenos, balas de goma o auténticas. El resultado: muertos, heridos y daños. Después el funeral de las víctimas será una nueva ocasión de encuentro y ma­nifestación.
Las reacciones internacionales han sido de unánime reprobación de la actitud tomada por el gobier­no sudafricano. En el consejo de se­guridad de la ONU, por primera vez, los Estados Unidos han conde­nado a Sudáfrica. El mismo Reagan que en el año 1981 había pactado con Sudáfrica un «empeño cons­tructivo» para agilizar las reformas políticas necesarias, ha deplorado la masacre de Langa, y no puede no escuchar la «cruzada anti-apartheid» qué se levanta en su propio país, y que le urge cada vez con más insis­tencias la modificación de los acuerdos económicos bilaterales entre U.S.A. y Sudáfrica.
Quizás serán estas presiones po­pulares y las consecuencias económico-financieras las que em­pujen al gobierno sudafricano a re­considerar sus decisiones.
Para muchos, los acontecimien­tos de Langa han sido «una decla­ración de guerra a los ojos de la po­blación negra» y «nuevos inciden­tes se producirán a causa de la cre­ciente pobreza de la gente, y de la crisis económica nacional».
Pero esta crónica actual tiene raíces lejanas; es una consecuencia del apartheid, la concepción del de­sarrollo y desenvolvimiento separa­do de las razas, cuya justificación hoy cabe tan sólo desde posturas de poder ideológico. Apartheid es una palabra de la lengua afrikaans (len­gua heredada de los antiguos colo­nos holandeses -los boers-, que quiere decir «separación»: hacía re­ferencia a un desarrollo autónomo de las diversas nacionalidades suda­fricanas tras la guerra contra los in­gleses (1899-1902). Los boers, fie­ros calvinistas y pioneros intrépidos se sometieron a la colonización in­glesa, pero defendieron su propia supervivencia cultural y lingüística, y una supremacía económica y po­lítica, instituyendo una separación de razas: los blancos no debían mezclarse con los negros.
En 1910, nacía la Unión Suda­fricana como parte integrante del imperio británico, y los boers con­quistaban los puestos de dirección en la estructura estatal. Con la uni­ficación de toda la colonia bajo los boers se afirmó la cultura de origen boer, delineándose una identidad sudafricana que ponía en la base del sistema de vida nacional el
apartheid.
La primera ley importante es el «Native Land Act» de 1913 que asignaba a la población «indígena» determinados territorios, que cubren el 7,3 % (reformado después hasta el 13,7 % del total) del terri­torio nacional. El 86,3 % restante es para los blancos.
Entonces la población total de Sudáfrica era de casi seis millones de habitantes de los cuales 4,5 mi­llones pertenecían a la raza negra. Actualmente los negros son casi 22 millones, de los 27 millones de ha­bitantes de Sudádrica. Los blancos son uns 3, 7 % . El resto son mesti­zos o asiáticos.
Según esta ley los negros no pueden residir ni poseer tierra fuera de sus «reservas», a menos que no sea al servicio de los blancos (y entonces deben exhibir un docu­mento comprobante de ese traba­jo), residiendo entonces en barria­das reservadas para ellos, fuera de los límites de las ciudades ( dentro de las cuales no pueden permane­cer tras el ocaso).
Numerosas leyes han institucio­nalizado el sistema estableciendo cuatro grupos raciales (blancos, mestizos, asiáticos y negros) y la modalidad de vida correspondien­te a cada uno de ellos.
En la práctica, desde que uno nace, el gobierno le dice a qué ra­za pertenece y de qué derechos puede disfrutar en base al color de la piel: la ley impide los matrimo­nios mixtos, e incluso las relaciones sexuales entre miembros de distin­ta raza (si un negro o una negra es descubierto con partner de raza blanca acaba en la cárcel; para el blanco es sólo una situación vergon­zosa).
La misma ley que impone a ca­da raza el lugar preciso donde ha­bitar ha asignado también los terri­torios según los cuales deben dis­tribuirse las tribus (zulu, sotho, venda... ), creando las «homelands ( «estaciones tribales»).
La crisis económica acecha en todo el país: la zona de Port Eliza­beth se resiente de la crisis de la in­dustria automovilística, concentra­da en esta región. También el sec­tor minero está afectado por una se­rie de huelgas y de graves tensio­nes; los sindicatos negros comien­zan a tener fuerza representativa y a convocar unitariamente en pro de las reivindicaciones de sus trabaja­dores.
Además, en el extranjero co­mienza a tener resonancia y res­puesta la propuesta del obispo an­glicano Desmond Tutu, premio no­bel de la paz en 1984, de apreciar las condiciones socio-económicas de los trabajadores antes de hacer in­versiones en Sudáfrica. En el plano político el presidente Bocha tenía intención de aligerar el ritmo de las reformas, de cara a mitigar las con­diciones más drásticas derivadas de apartheid, y de hecho mediante la Constitución de 1983 proporcionó la creación de un parlamento para los mestizos y otro para los asiáti­cos; sin embargo esto no afectaba en nada a la mayoría de los escaños y autoridad asignada a los blancos, mientras la población negra está dispersada en las diversas reservas y privada de una participación en la vida política sudafricana. El meca­nismo de apartheid es más fuerte que las buenas intenciones del pre­sidente.
A pesar de que la prensa suda­fricana prosigue en su crítica y se encuentran valoraciones negativas del apartheid, que obliga a infra­valorar más de un 80% de la po­blación («Nuestro país es como un individuo que utiliza sólo dos de sus diez dedos de las manos», es­cribió el «Rand Daily Mail»), la re­presión continua contra todas las fuerzas que disienten, desde el ar­zobispo de Durban, mons. Hurley ( que fue procesado -luego fue anulado el proceso- bajo acusacio­nes de lesionar la seguridad del Es­tado por haber denunciado actos brutales de la policía), el pastor Allen Boesak, el Consejo Sudafri­cano de la Iglesia, que ha estado dos años intervenida para auditar los fondos recibidos del extranje­ro...
Surge la necesidad de un diá­logo entre el gobierno y las fuerzas de oposición, que van desde el Frente Democrático hasta el Con­greso Nacional Africano; presiones y auspicios del diálogo son avanza­dos incluso por el diario africkaner «Beeld» (considerado portavoz del poder político) donde se escribe que el gobierno tiene «el deber de escuchar todas las voces... Antes de que sea demasiado tarde» y de abrir el diálogo «Para dar a millones de personas una nueva esperanza de futuro». La represión tiene un cos­te desproporcionalmente elevado.
Pero sería hipócrita pensar que una solución política puede fácil­mente recomponer un orden sin dolor en la vida del país. El reco­nocimiento de los derechos de la mayoría negra es el primer paso que debe darse. Pero eso sería estéril, incluso imposible, si no renace en cada hombre un reconocimiento de la verdad de sí mismo. La condena que el Papa ha hecho, parte del es­tupor que surge frente a la grande­za y dignidad de la imagen de Dios que está inscrita en el ser de cada hombre. Es esta la raíz de una ver­dadera humanidad y por eso su pa­labra refleja la conciencia moral de todo ser humano.
Sin embargo, el camino que es­tá siguiendo Sudáfrica parece ir en otra dirección, hacia un agrava­miento en la espiral de violencia.
La fácil indignación de la opi­nión pública occidental y la sutil ambigüedad de los países democrá­ticos frente a la discriminación racial mantenida por Pretoria no pa­recen tener ninguna eficacia; inca­paces de proponer acciones adecua­das para abrir un auténtico diálo­go en Sudáfrica.
Es quizá un último síntoma dramático del distanciamiento exis­tente entre las democracias desarro­lladas y el Tercer mundo, donde los problemas de la convivencia cívica y el progreso social quedan irresuel­tos, ante la casi total indiferencia mundial.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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