¿ESTÁ Sudáfrica ante una crisis histórica? Muchos se lo preguntan frente a la violencia desatada en estos últimos meses: para quienes siguen lo que ocurre, estos hechos son siempre «previsibles» dada la contradicción que existe en la base del sistema socio-político sudafricano. También es cierto que Sudáfrica ha sorprendido al mundo entero optando por posiciones de dureza en unos momentos delicados para su política, tanto interna como externa, en los que más bien hubieran convenido posturas conciliadoras y no suscitadoras de reacciones negativas en cadena. Se esperaban muestras de buenas intenciones y nuevos intentos de diálogo entre la autoridad y la población negra.
Los acontecimientos de esta primavera y del verano, con casi 600 muertos y un número bastante mayor de heridos, tienen causas cercanas y lejanas en el tiempo.
Entre las recientes, resalta la decisión de las autoridades de derribar el barrio de Croassroads, en la periferia de la Ciudad del Cabo, para llevar a cabo el plan previsto de reestructuración urbanística que situaba en aquella zona un centro de habitación con 3.000 unidades de residencia. Como consecuencia las 10.000 personas que ya residían en ella, todos de color, deben mudarse a 40 km. de distancia, a Khayelitisha, una ciudad dormitorio preparada para ellos, entre un campo militar y el mar. Ante la negativa de la población de marchar a una localidad lejana de sus puestos de trabajo, e impuesta a la fuerza, ha intervenido la policía, produciéndose así 18 muertos y centenares de arrestos.
El clima de tensión ha encendido los ánimos de todo el pueblo. Ásperas polémicas en los diarios sudafricanos, fuertes reacciones internacionales, y un sentimiento muy extendido de pánico hacia las fuerzas de la policía que de vez en cuando intervienen, con mayor brutalidad. Desde la prohibición de reunión decretada por el gobierno, la policía interviene tratando incluso de disgregar las procesiones en los funerales, resultando más muertos y heridos. Parece una cadena sin fin.
En Langa, Sharpeville y en otras ciudades se podría decir que hay una historia que se repite con demasiada frecuencia: bandas de jóvenes comienzan a lanzar piedras contra un coche, o una casa, habitualmente gritando slogans violentos contra los «colaboracionistas» del gobierno; después, y poco a poco, la marabunta crece. Entonces, llega la policía para dispersarla, utilizando gases lacrimógenos, balas de goma o auténticas. El resultado: muertos, heridos y daños. Después el funeral de las víctimas será una nueva ocasión de encuentro y manifestación.
Las reacciones internacionales han sido de unánime reprobación de la actitud tomada por el gobierno sudafricano. En el consejo de seguridad de la ONU, por primera vez, los Estados Unidos han condenado a Sudáfrica. El mismo Reagan que en el año 1981 había pactado con Sudáfrica un «empeño constructivo» para agilizar las reformas políticas necesarias, ha deplorado la masacre de Langa, y no puede no escuchar la «cruzada anti-apartheid» qué se levanta en su propio país, y que le urge cada vez con más insistencias la modificación de los acuerdos económicos bilaterales entre U.S.A. y Sudáfrica.
Quizás serán estas presiones populares y las consecuencias económico-financieras las que empujen al gobierno sudafricano a reconsiderar sus decisiones.
Para muchos, los acontecimientos de Langa han sido «una declaración de guerra a los ojos de la población negra» y «nuevos incidentes se producirán a causa de la creciente pobreza de la gente, y de la crisis económica nacional».
Pero esta crónica actual tiene raíces lejanas; es una consecuencia del apartheid, la concepción del desarrollo y desenvolvimiento separado de las razas, cuya justificación hoy cabe tan sólo desde posturas de poder ideológico. Apartheid es una palabra de la lengua afrikaans (lengua heredada de los antiguos colonos holandeses -los boers-, que quiere decir «separación»: hacía referencia a un desarrollo autónomo de las diversas nacionalidades sudafricanas tras la guerra contra los ingleses (1899-1902). Los boers, fieros calvinistas y pioneros intrépidos se sometieron a la colonización inglesa, pero defendieron su propia supervivencia cultural y lingüística, y una supremacía económica y política, instituyendo una separación de razas: los blancos no debían mezclarse con los negros.
En 1910, nacía la Unión Sudafricana como parte integrante del imperio británico, y los boers conquistaban los puestos de dirección en la estructura estatal. Con la unificación de toda la colonia bajo los boers se afirmó la cultura de origen boer, delineándose una identidad sudafricana que ponía en la base del sistema de vida nacional el
apartheid.
La primera ley importante es el «Native Land Act» de 1913 que asignaba a la población «indígena» determinados territorios, que cubren el 7,3 % (reformado después hasta el 13,7 % del total) del territorio nacional. El 86,3 % restante es para los blancos.
Entonces la población total de Sudáfrica era de casi seis millones de habitantes de los cuales 4,5 millones pertenecían a la raza negra. Actualmente los negros son casi 22 millones, de los 27 millones de habitantes de Sudádrica. Los blancos son uns 3, 7 % . El resto son mestizos o asiáticos.
Según esta ley los negros no pueden residir ni poseer tierra fuera de sus «reservas», a menos que no sea al servicio de los blancos (y entonces deben exhibir un documento comprobante de ese trabajo), residiendo entonces en barriadas reservadas para ellos, fuera de los límites de las ciudades ( dentro de las cuales no pueden permanecer tras el ocaso).
Numerosas leyes han institucionalizado el sistema estableciendo cuatro grupos raciales (blancos, mestizos, asiáticos y negros) y la modalidad de vida correspondiente a cada uno de ellos.
En la práctica, desde que uno nace, el gobierno le dice a qué raza pertenece y de qué derechos puede disfrutar en base al color de la piel: la ley impide los matrimonios mixtos, e incluso las relaciones sexuales entre miembros de distinta raza (si un negro o una negra es descubierto con partner de raza blanca acaba en la cárcel; para el blanco es sólo una situación vergonzosa).
La misma ley que impone a cada raza el lugar preciso donde habitar ha asignado también los territorios según los cuales deben distribuirse las tribus (zulu, sotho, venda... ), creando las «homelands ( «estaciones tribales»).
La crisis económica acecha en todo el país: la zona de Port Elizabeth se resiente de la crisis de la industria automovilística, concentrada en esta región. También el sector minero está afectado por una serie de huelgas y de graves tensiones; los sindicatos negros comienzan a tener fuerza representativa y a convocar unitariamente en pro de las reivindicaciones de sus trabajadores.
Además, en el extranjero comienza a tener resonancia y respuesta la propuesta del obispo anglicano Desmond Tutu, premio nobel de la paz en 1984, de apreciar las condiciones socio-económicas de los trabajadores antes de hacer inversiones en Sudáfrica. En el plano político el presidente Bocha tenía intención de aligerar el ritmo de las reformas, de cara a mitigar las condiciones más drásticas derivadas de apartheid, y de hecho mediante la Constitución de 1983 proporcionó la creación de un parlamento para los mestizos y otro para los asiáticos; sin embargo esto no afectaba en nada a la mayoría de los escaños y autoridad asignada a los blancos, mientras la población negra está dispersada en las diversas reservas y privada de una participación en la vida política sudafricana. El mecanismo de apartheid es más fuerte que las buenas intenciones del presidente.
A pesar de que la prensa sudafricana prosigue en su crítica y se encuentran valoraciones negativas del apartheid, que obliga a infravalorar más de un 80% de la población («Nuestro país es como un individuo que utiliza sólo dos de sus diez dedos de las manos», escribió el «Rand Daily Mail»), la represión continua contra todas las fuerzas que disienten, desde el arzobispo de Durban, mons. Hurley ( que fue procesado -luego fue anulado el proceso- bajo acusaciones de lesionar la seguridad del Estado por haber denunciado actos brutales de la policía), el pastor Allen Boesak, el Consejo Sudafricano de la Iglesia, que ha estado dos años intervenida para auditar los fondos recibidos del extranjero...
Surge la necesidad de un diálogo entre el gobierno y las fuerzas de oposición, que van desde el Frente Democrático hasta el Congreso Nacional Africano; presiones y auspicios del diálogo son avanzados incluso por el diario africkaner «Beeld» (considerado portavoz del poder político) donde se escribe que el gobierno tiene «el deber de escuchar todas las voces... Antes de que sea demasiado tarde» y de abrir el diálogo «Para dar a millones de personas una nueva esperanza de futuro». La represión tiene un coste desproporcionalmente elevado.
Pero sería hipócrita pensar que una solución política puede fácilmente recomponer un orden sin dolor en la vida del país. El reconocimiento de los derechos de la mayoría negra es el primer paso que debe darse. Pero eso sería estéril, incluso imposible, si no renace en cada hombre un reconocimiento de la verdad de sí mismo. La condena que el Papa ha hecho, parte del estupor que surge frente a la grandeza y dignidad de la imagen de Dios que está inscrita en el ser de cada hombre. Es esta la raíz de una verdadera humanidad y por eso su palabra refleja la conciencia moral de todo ser humano.
Sin embargo, el camino que está siguiendo Sudáfrica parece ir en otra dirección, hacia un agravamiento en la espiral de violencia.
La fácil indignación de la opinión pública occidental y la sutil ambigüedad de los países democráticos frente a la discriminación racial mantenida por Pretoria no parecen tener ninguna eficacia; incapaces de proponer acciones adecuadas para abrir un auténtico diálogo en Sudáfrica.
Es quizá un último síntoma dramático del distanciamiento existente entre las democracias desarrolladas y el Tercer mundo, donde los problemas de la convivencia cívica y el progreso social quedan irresueltos, ante la casi total indiferencia mundial.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón