Este verano se ha escrito mucho sobre nosotros con motivo de una serie de acontecimientos tales como la aparición del libro «Informe sobre la fe» del Cardenal Ratzinger, el Meetingde Rímini -por donde han pasado un millón y medio de personas con un amplísimo eco en la prensa de todo el mundo- y el Congreso de Evangelización celebrado recientemente en Madrid. El País ha dedicado incluso dos editoriales a estos temas que son el reverso de la posición que Juan Pablo II está marcando para toda la Iglesia.
Como si nuestro futuro ni nuestra orientación dependen de las críticas que nos hacen (aunque las tenemos presentes por lo que pudieran tener de válido), iniciamos el nuevo curso subrayando la importancia que este verano ha tenido para todos nosotros en las diversas experiencias en que hemos participado: las vacaciones nacionales en Cangas de Onís, la participación de algunos de los nuestros en el cursillo de Ávila con nuestros amigos de Nueva Tierra, las vacaciones internacionales en los Alpes italianos, y finalmente, el susodicho Meeting de Rímini (al que en estas mismas páginas dedicamos especial atención).
Ha sido curioso el cambio de actitud que la mayoría de la prensa italiana ha tenido respecto al Meeting en general y a C.L. en particular. Al menos se reconoce la importancia de esta manifestación cultural y la seriedad y solidez de la gente que lo promueve. Como ejemplo citaremos dos párrafos de un largo artículo del Corriere della Sera, uno de los diarios italianos más prestigiosos, que nos parece oportuno reproducir, porque dan lugar a una reflexión. Decía el Corriere: «Llegan de Italia y del mundo con la mochila llena de libros. Nada de droga, poca música pop. Serán cien mil o quizá más, en esta cita de fin de verano. Comunión y Liberación y el Movimiento Popular: dos organizaciones diferentes, una eclesial y otra más específicamente política. Pero, en el fondo, una sóla cosa. Un vasto movimiento cultural, cada vez más fuerte, siempre más potente, que es un modo de vivir, de pensar, de tener certezas, de lanzar mensajes y de definir propuestas». Y más adelante sigue diciendo: «Sobre la base de un patrimonio ideológico y cultural muy sólido, los jóvenes de Comunión y Liberación y del Movimiento Popular afrontan todas las temáticas políticas y sociales y responden también con certezas a las preguntas más actuales del país». El reconocimiento de esta realidad cada vez más numerosa e impresionante es lo que todavía la prensa laica española se niega a admitir (quién sabe si para, de este modo, obstruir su crecimiento e implantación en España), dando una imagen de ella como algo carca, cerrado e integrista.
¿Cuál es ese patrimonio ideológico y cultural tan sólido? ¿De dónde nacen esas certezas y esas propuestas que cada día tienen más resonancia no sólo en Italia, sino también en multitud de países?
Resulta chocante este auge en un momento de crisis generalizada de todo: de crisis en la propia Iglesia, pero de crisis también de la cultura laica que parece haber agotado sus recursos llegando al límite del «pos»: el posmarxismo, la posmodernidad, la posideología, no se sabe qué viene detrás de todo eso: parece que ella misma se agota en sí misma.
La fuerza radica en la firmeza de un sujeto que crece en una doble tensión: en la certeza del acontecimiento de Cristo, centro del Cosmos y de la Historia y, por lo tanto, centro también del hombre. En la certeza de que ese acontecimiento se hace presente hoy a través de la unidad de los cristianos y es al mismo tiempo compañía y destino para el hombre. Y en segundo lugar, la tensión hacia la realidad, afrontándola en los diversos ambientes de vida para transformarla en algo más humano.
Cuando este sujeto afronta la realidad desde la fe en el acontecimiento de Jesucristo, juzgándola y confrontándola, brota la cultura. En este sentido, la cultura que somos capaces de crear es un índice de la madurez de nuestra fe.
Este sujeto, además, al afrontar la realidad juzgándola desde el acontecimiento de Cristo que se sigue haciendo historia a través de nuestra compañía, de nuestra amistad, a través de unas relaciones nuevas, hace que la vida se vuelva fascinante, se vuelve activa y creativa en todos los órdenes de la vida: crea escuelas, cooperativas, compañías de teatro, grupos musicales, centros de solidaridad para ayudarse en el problema del empleo y puede organizarse incluso, cuando la presión social y política dominante no representa o, más aún, ataca determinados derechos, para influir en las estructuras gestoras de la sociedad: esto es el empeño político.
Si algo tenemos claro es que el cristianismo es para la vida porque, si no sirve para la vida, ¿para qué sirve? Esto, naturalmente, es lo contrario de la concepción laicista de la religión que afirma que «si Dios existe no tiene que ver la vida». En segundo lugar, tenemos claro también que la subjetivización o protestantización de la fe, es decir, la reducción del acontecimiento de Cristo a palabra, subjetivamente interpretable, sin la objetividad de la Iglesia, sin referencia a Pedro, no hace presente el acontecimiento de Cristo en los ambientes, porque la unidad se hace inviable y sin unidad el mundo no puede conocer.
El problema de la cultura no son las ideas: sobra cultura libresca inoperante. El problema de la cultura es el sujeto, y el sujeto cristiano es comunidad, compañía, Iglesia. Cuando este sujeto no afronta la realidad, ideologiza el acontecimiento de Cristo: es la tentación espiritualista en la que siempre podemos caer. La otra posible desviación, cuando se afronta la realidad perdiendo de vista el acontecimiento que da sentido a toda la realidad y la salva, es la de caer en el temporalismo y en la cautividad de las mediaciones como sucede, por ejemplo, con la Teología de la Liberación en Hispanoamérica o con el problema de la inculturización (dos nombres pero una misma raíz) en África.
El sujeto que vive esa doble tensión es capaz de valorarlo todo, y de salvar la partícula más insignificante de verdad de cualquier experiencia humana. En la medida en que el cristianismo ha sido vivido y no ideologizado, y ha afrontado la realidad, ha sido capaz no sólo de salvar su propia identidad frente a otras culturas, sino además de enriquecerse con ellas siendo fiel a sí mismo. Así ocurrió con la cultura clásica y después con la germánica y luego con la árabe, etc. No fue fácil, como no lo es hoy para nosotros.
Nuestra fuerza es la pasión que Cristo nos da por todo lo humano, la pasión por la verdad que es sinónimo de totalidad y es lo opuesto a la parcialidad; por eso deseamos hablar con todos, sin miedo a abrazar la verdad que posean.
La cultura no la hacen un grupo de intelectuales, ni es obra de salón. Los intelectuales sólo hacen verdadera cultura cuando están enraizados en una experiencia y viven una pertenencia. Por eso, la tarea es construir la compañía, construir la Iglesia.
La pasión por la libertad que brota de la verdad nos permite ser críticos con el clericalismo y con el laicismo. Esta libertad hace que amemos el pasado sin nostalgias que impidan amar también el futuro y la modernidad.
Pero se teme este planteamiento. Y es lógico. Quienes buscan el poder tratan de excluir a los demás y de justificar su exclusividad. Una concepción de la Iglesia reducida al nivel de la conciencia personal, o incluso a un cierto nivel de denuncia profética -que hasta suena bien- es infinitamente menos peligrosa que una propuesta clara y con una dimensión misionera ilimitada dentro de los ambientes de vida. Otra cosa será el posicionamiento de esos católicos unidos ante los problemas concretos de toda índole que tendrán que resolver. Evidentemente, si en la solución de esos problemas encuentran a otros hombres que trabajan en la misma dirección, sería de locos no colaborar con ellos. Pero, si se encuentran, en cambio, con un poder injusto, que lesiona los derechos de personas, de minorías o incluso de mayorías, sería un cinismo pedirles que no se organizasen y no luchasen para cambiar la situación.
La recomposición del mundo católico es una exigencia del mandato de Cristo a la unidad; deseamos tener un mismo sentir y un mismo pensar, como ya indica S. Pablo. Sería ilusorio creer que el cristiano debe mantenerse aislado, separado de sus convicciones para poder juzgar todo lo que acontece con «imparcialidad», la historia demuestra que uno se hace «marioneta» del poder; y, sobre todo, cuando la cultura dominante impone ciertos criterios que minan nuestras raíces: La LODE en la enseñanza privada; en la escuela pública, el trato discriminatorio que recibe la enseñanza religiosa (o religión o recreo); las calumnias que, sistemáticamente, se vierten en TVE contra la Iglesia, la ley de interrupción del embarazo, y un largo etcétera.
Resulta absurdo, evidentemente, que, en nombre de la «modernidad», la unidad de los católicos sea considerada síntoma de conservadurismo. Porque depende de la actitud con que este sujeto cristiano afronte la realidad, los problemas que le circundan. Si este sujeto es abierto, amplio de miras, dialogante, pero tiene clara su identidad a la vez, no por esto es involucionista ni integrista. La identidad cristiana, la unidad, es algo intrínseco al propio hecho de ser cristiano. Duela a quien duela, en Italia, el Movimiento Popular, C.L., es una realidad claramente abierta al pluralismo cultural, social y político. En España trabajamos por todo esto.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón