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Huellas N.7, Febrero 1985

NUESTROS DÍAS

La otra cara de la Teología de la Liberación

Existen diversas teologías de la libera­ción. Algunas se adhieren, con mayor o me­nor intensidad, a los principios del marxis­mo, otras no.
Presentando esta segunda, se tendrá más claro el juicio sobre las primeras.
Hemos hecho una síntesis en paralelo del contenido principal de una y otra «co­rrientes».
Javier Lozano Barragan es obispo auxi­liar de la ciudad de Méjico. Ha desempeñado numerosos e importantes cargos en la pas­toral de la educación y de la cultura tanto a nivel mejicano, como en el seno de la Con­ferencia Episcopal Latinoamericana. Ha si­do también secretario especial del Sínodo mundial de los obispos sobre la familia (1980). Es autor de numerosas publicacio­nes de carácter teológico. El ensayo sobre la teología de la liberación que presentamos es una síntesis nuestra del principal contenido de las conferencias que monseñor Barragán ha dado estos meses. En el texto, la columna de la izquierda, sintetiza la posición de la teología de la liberación de inspiración mar­xista; a la derecha la posición de la teología de la liberación no marxista, que hace refe­rencia a la doctrina social cristiana propues­ta de nuevo en la Conferencia de Puebla.
J. Lozano Barragán tienen la fuerza del comentario «in situ». No sólo desde Europa se le ven las orejas al lobo...

Hombre y liberación
La reflexión teológica sobre la exi­gencia de la liberación en América La­tina, tiene su origen en una teoría de la dependencia económica como causa del subdesarrollo. Este no es un hecho «neutro», sino una situación indebida que rechazar y alejar, una violencia institucionalizada, un pecado.
La dependencia reduce a un estado de esclavitud. Los amos son las poten­cias imperialistas del Primer Mundo, las naciones basadas en el capitalismo liberal, que se muestran esencialmen­te explotadoras, tanto en su faceta in­terna como externa.
La única opción eficaz, la única op­ción completa que no cae en una uto­pía alienante, sino que ofrece una al­ternativa real a la sociedad capitalista deshumanizan te, es el socialismo mar­xista.
Eso significa un programa de socia­lización de los medios de producción, actualmente de propiedad privada; y, necesariamente, la lucha de clases, a escala nacional, continental y mun­dial. Así, los capitalistas, combatidos en sus propios intereses por las clases proletarias, no podrán permanecer tranquilos. El cristiano es un hombre compro­metido en el proceso de la liberación, y por tanto, en la destrucción de la de­pendencia, a través de la lucha de clases.
El documento de Puebla (nn. 470-506), afirma que la raíz profunda de la dependencia, de la alienación, de la opresión, es el pecado -personal y social-. Es el misterio de la iniquidad que se presenta en los ídolos de la ri­queza, del poder y del placer. Desde la superficie «materialista», desde la injusticia en las relaciones de produc­ción entre salario y trabajo, debemos descender hasta las raíces de la situa­ción injusta. Se deberá entonces ir más allá de una lucha de clases y de un nuevo sistema económico como estra­tegia para una solución de la injusticia del capitalismo.
La auténtica liberación no es sólo «por», sino que debe ser también «pa­ra». El hombre se libera de su esclavi­tud para utilizar constructivamente la libertad. Esto indica Puebla cuando habla de la dignidad y del crecimiento progresivo del ser humano (nn. 321-329).
¿Cómo se obtiene este crecimien­to? La respuesta está en la aportación específica que el cristiano da a la libe­ración: la comunión. Comunión con Dios, con el hombre y con el cosmos. La plenitud de esta comunión es la participación del hombre en la vida trinitaria (cfr. nn. 211-219): la comu­nión entre los hombres se alimenta del amor del Padre, y tiende a manifestar­se en todos los aspectos de la vida, por tanto también en la dimensión econó­mica, social y política. La estrategia para construir positivamente la libera­ción es construir entre los hombres la comunión trinitaria.

La Teología
La reflexión cristiana sobre la de­pendencia, y la liberación de ésta, es la teología de la liberación. Esta constitu­ye el modo apropiado, si no el único, para que el Mensaje se escuche y tenga credibilidad para el «no-hombre», pa­ra el oprimido, para las grandes masas sufridoras de América Latina.
Se trata de una reflexión teológica cuyo sujeto es la comunidad que se li­bera, la comunidad comprometida en la lucha revolucionaria. La teología aparece así construida para el pobre, consciente de su situación, y en lucha. Esto hace a la Teología de la Libera­ción eminentemente vital e irrepeti­ble, eminentemente latinoamericana. La Teología de la Liberación recoge to­do del pueblo, al cual devuelve su re­flexión. La reflexión cristiana, que conside­ra la profundidad del misterio trinita­rio, es «verdaderamente» la Teología de la liberación, así como aparece en el testimonio de Puebla, y es la verdade­ra forma de que el Mensaje se escuche y tenga credibilidad para «el no­-hombre», el oprimido, el alienado, para las grandes masas marginadas de América latina.
Semejante teología tiene como su­jeto al hombre que se libera de su in­dividualidad comunitaria. Este hom­bre reflexiona sobre su exigencia fun­damental y sobre la realización concre­ta de su donación. Así se realiza en la verdad y en el amor. Esta es la «praxis pastoral de la Iglesia». Objeto de tal teología es la totali­dad de la vida del Hijo de Dios, que es tal en virtud de la comunión y la parti­cipación que se expresa en todos los as­pectos de la vida. En esta visión unita­ria aparece aplicado completamente el dogma católico, de forma que cual­quier otra realidad se contempla ya bajo la luz de Dios.
El trabajo teológico exige la fe y la razón, la revelación y los instrumentos de la investigación racional. Lo que se pide a los instrumentos es que se con­formen con su naturaleza de instru­mentos, es decir, que sean adecuados para profundizar en el conocimiento de la fe y de la realidad en la que vivi­mos.
Evidentemente una mediación ba­sada en una ideología materialista, que niega la existencia de Dios, es ab­surda y no corresponde a la teología.
En cuanto a los «criterios», su pri­mer criterio es el magisterio de la Igle­sia. La teología católica, por ello, insis­te profundamente en la tradición, co­mo criterio para conocer el auténtico sentido de la Biblia. (la teología pro­testante, sin embargo, tiene como cri­terio la Sagrada Escritura y, conjunta­mente, los criterios ideológicos y cien­tíficos. La teología católica, admite también los criterios científicos, pero no como una línea definitiva).
El trabajo teológico tiene dos pun­tos de referencia: por una parte, el empeño de la vida en la práctica de la liberación; por otro, que se haga me­diante el análisis racional y científico de la realidad. Si bien en un tiempo, la teología ha utilizado el aporte de la filosofía escolástica, ahora el único ins­trumento totalmente válido para la in­terpretación de la historia, es el análi­sis marxista (se traslada la importancia de la filosofía a la sociología).
La Palabra de Dios, «regla prácti­ca» de fe, ilumina la ortopraxis, es decir, la correcta «práctica pastoral de la Igle­sia». Pero esta misma Palabra exige una nueva lectura: el hecho de la libe­ración interpretado a través del mate­rialismo histórico, es el criterio con el que releer la Biblia.

Religiosidad popular
La secularización de América Lati­na, ha tenido lugar conjuntamente con la politización del pueblo; sin em­bargo la religiosidad popular no se ha reducido, sino que ha adquirido una fuerte potencia liberadora. La religio­sidad popular pertenece a la totalidad del pueblo, y es fuente de una ética re­volucionaria. Es el mismo pueblo, co­mo totalidad quien vive de una forma liberadora o alienante su propia reli­giosidad. El sentido auténtico, libera­dor, de la religiosidad popular nace del Evangelio y de la revolución popu­lar que permite redimirlo. La «comu­nidad eclesial» de base, en su práctica de la religiosidad popular, se reconoce como sujeto explotado y reducido a la miseria. Por ello desea una liberación en un proceso histórico, que no se re­duce sólo a su parte económica, sino que exige una reforma económica, cultural, religiosa. Y esto no lo pide al Dios burgués, o a sus santos, sino a la organización popular, a su toma de conciencia de clase, a su proyecto.
En Puebla se describe la religiosi­dad popular como un conjunto de va­lores, aptitudes, expresiones y ritos to­mados del dogma católico y que cons­tituyen la inteligencia de nuestro pue­blo. Se ha dicho también que sus ene­migos son la ignorancia religiosa y los defectos primordiales, es decir: la ma­gia, el fatalismo, el fetichismo, etc. Se ha dicho también que se debe luchar para alejar estos defectos y para encon­trar nuevas formas de religiosidad po­pular que estén adaptadas a la vida moderna y que puedan responder al desafío de la sociedad urbano­industrial. Si se considera la religiosi­dad popular como una estrategia para ser aceptada por la ideología marxista, se destruye la raíz católica del pueblo.

Quien es Jesús
La evangelización debe presentar al pueblo a un Cristo Liberador, que le empuja a luchar contra la opresión. Cristo fue sensible al mal de su época, mal expresado en la dominación polí­tica y religiosa: Se limitó a encontrarse y a rebelarse a la autoridad constitui­da, comprometiéndose con el pueblo: por esto el poder político y religioso lo apresó. Cristo murió asesinado por los dominadores.
Pero el Padre lo ha resucitado y ha establecido así la seguridad del triunfo en la causa de los opresores. La lucha por la liberación deja de ser una uto­pía: el oprimido derrotará «indudable­mente» al opresor.
América Latina es muy parecida a la Palestina de hace dos mil años. Es un imperio que domina y establece una dependencia económica, política y cultural. La lucha por la liberación deberá imitar a Cristo, campeón de la lucha radical por la liberación.
El núcleo de la cristología latinoa­mericana es la predilección de Jesús por los pobres. Por ello privilegia el as­pecto humano de Jesús, su libertad frente a los que querían manipularlo para sus propios intereses, frente a las disposiciones de la ley, frente a las for­mulaciones intangibles de la ortodo­xia, frente a las autoridades religiosas y no-religiosas de su época. La cristolo­gía iberoamericana lo presenta más co­mo una comunidad de destino con los hombres que como la epifanía de Dios, más como Jesús en la cruz, sumo conflicto y perenne denuncia que co­mo sacrificio y reconciliación.
La evangelización debe hacer pre­sente para el hombre moderno un Cristo íntegro y pleno, sin reducciones de ningún aspecto. Cristo es un libera­dor porque ha vencido todos los pode­res del mal: El mal que se presentaba como pecado, como diablo, como di­versas enfermedades que sanaban, co­mo insidia e hipocresía de sus contem­poráneos, como riqueza que separaba de Dios, como odio que dividía y opo­nía a los hombres. Los enemigos de Cristo, sabían que el conflicto religioso que Él causaba, era algo más profundo que un choque político. Para ellos, Cristo no es un «zelota», un revolucio­nario; es mucho más. Existe también un pecado político, pero eso no consti­tuye todo el mal, no es lo más profun­do del mal.
La muerte de Cristo no es la muer­te de un jefe revolucionario o de un guerrillero que desgraciadamente cae en las manos del «orden establecido», y es asesinado. Cristo no fue «asesina­do»; es Él quien voluntariamente se ofreció a la muerte. El es totalmente libre. La Resurrección del Señor es el triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias; pecado que es indivi­dual y social, político, económico, etc.
Cristo ofrece una salvación univer­sal. No se puede separar al Cristo his­tórico del Cristo de la fe, ni dar un pri­vilegio especial a alguno de los aspec­tos del Jesús histórico. Por ello es nece­sario considerarlo en una unidad inte­gral.
La liberación que Cristo nos ofrece hoy en día es eficaz; no es una mera imitación mecánica de lo que Jesús ha hecho: Él opera ahora en nosotros, en nuestro mundo, como entonces lo ha­cía. Esto nos libera eficazmente. Esto quiere decir que Cristo es el punto de vista y el ideal para toda ac­ción que quiera corresponder a nues­tras necesidades, que quiera cumplir nuestra exigencia de verdad y de amor, para darse a los demás en una recíproca comunión. No es una lucha entre clases antagónicas o entre intere­ses económicos opuestos; es una lucha radical contra la opresión misma de to­do, lucha cuya motivación más pro­funda es el amor hasta la muerte.

Identidad y misión
La Iglesia debe ser Iglesia popular. Aquella que el Espíritu Santo suscita en el pueblo de los pobres reavivando en ellos la memoria de Jesús y la con­vocatoria a su seguimiento. La Iglesia reencuentra su identidad introducién­dose en el proceso revolucionario, ha­ciendo propio el movimiento «épico» e intelectual del pueblo, sus valores, su visión del mundo y el consenso social, popular, revolucionario. No se trata de manipular el cristianismo para po­nerlo en función de la revolución, sino vivir con autenticidad cristiana la revo­lución. Tal testimonio de los cristianos sería «la revolución evangelizadora» en la cual la Iglesia afirma su identidad pastoral en el fondo del proceso revo­lucionario.
En la Iglesia debe distinguirse la gracia, el Reino de Dios, de la institu­ción, que puede corromperse; en con­creto, la Iglesia justifica el sistema opresivo siempre que no lucha contra él eficazmente. En la historia de la Iglesia se han contradicho a menudo los derechos del hombre; la Iglesia ofi­cial se ha opuesto a la Iglesia popular, ha traicionado su identidad. Hay que construir la Iglesia partiendo de su op­ción por el pobre dentro de la lucha de clases. Toda otra unidad en la Iglesia es un idealismo que disuelve su efica­cia liberadora, al reducir el conflicto reconciliando aquello que es irreconci­liable: los opresores con los oprimidos. La unidad de la Iglesia es una unidad dividida que se adapta a la historia del mundo. Por ello la única Iglesia legíti­ma es la Iglesia del pobre en lucha contra sus opresores. El conflicto está, por tanto, esencialmente en la Iglesia; su unidad no puede ser más que una unidad de clases, que se unen en la práctica revolucionaria.
LA REVELACIÓN.- Si la Iglesia no admite la posibilidad de una nueva palabra de Dios en la historia actual, entonces, incluso con todo su dogma, su doctrina social, el derecho canóni­co, la tradición de los Padres y la teo­logía oficialmente reconocida, incluso con el Libro de la Sagrada Revelación, puede ser que no esté respondiendo a aquella Palabra que Dios quería que respondiera, poniendo barreras en la actual manifestación de Dios. Esta es la «concupiscencia» típica de la Iglesia: no dejar humildemente que Dios ha­ble donde Él quiera; incluso a través de los conflictos y el éxito de una revolución anticapitalista.
Los sacramentos han generado en la Iglesia un sacramentalismo mágico. Le han hecho descuidar su compromi­so esencial con la justicia. La Eucaristía es el gran signo de la Comunión: es falso celebrarla entre clases antagónicas.
Hasta un cierto punto es legítimo hablar de Iglesia popular en el sentido de que el Padre convoca en Cristo, a través del Espíritu, a su pueblo; no en el sentido de que la conciencia de la opresión y la urgencia de luchar contra la clase explotadora nace del pueblo.
El sentido de la fe en el pueblo de Dios, no es en efecto una ideología de la historia según una visión marxista.
La revelación debe decir muchas cosas, que por sí mismas, no son evi­dentes al hombre. Los pastores de la Iglesia deben custodiar, defender y proponer esta revelación. Tenemos tantas cosas que decir, que no pode­mos quedarnos callados.
Sabemos que la perennidad de la Iglesia como institución, así como su «visibilidad» son afirmadas por el mis­mo Señor. Indudablemente existe el conflicto, el pecado, pero de ningún modo podemos retener como ley de la Iglesia el conflicto o el pecado. La uni­dad de la Iglesia deriva de la unidad doctrinal, en los sacramentos y en las leyes, bajo o, si se quiere, en comu­nión con los mismos pastores.
De esta forma, hablar de la catoli­cidad es también hablar de la volun­tad salvadora universal de Dios en Cristo. Decir que sólo pueden salvarse los pobres económicamente, es contra­rio a esta voluntad. Otra cosa sería ha­blar de la pobreza como virtud, que significa no ser un idólatra.
La revelación pública ha finalizado con la muerte del último apóstol. Es cierto que puede desarrollarse el dog­ma, pero este desarrollo no puede ser una nueva revelación. La interpreta­ción de los signos de los tiempos reali­zada por todo el pueblo de Dios, no puede ser definitiva, como si se tratara de una nueva revelación. Es cierto que Jesús como hombre es limitado, y que no ha vivido en la tierra todas las expe­riencias posibles; pero como Dios es infinito. Su revelación tiene la capaci­dad de iluminar todas las circunstan­cias, incluso las más diversas que exis­ten en el mundo de hoy y las que exis­tirán en el futuro.
Los sacramentos son los grandes medios de la liberación, puesto que la liberación es hecha por Cristo. Cierta­mente esto no significa que quien reci­be el sacramento se mantenga pasivo; el cristiano debe actuar en la vida con la verdad de nuestros sacramentos.
La Eucaristía es la actualización de la Pascua; hoy es la liberación integral y eficaz que Cristo nos ofrece. No es sólo un símbolo de unidad como una comunión real y eficaz. La unidad se realiza en la Eucaristía, como un he­cho que existe y como un proyecto que se construye (ya, pero todavía no).

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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