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Huellas N.7, Febrero 1985

NUESTROS DÍAS

Los caminos de la liberación

Elena Serrano y Enrique Arroyo

Hace unos meses apareció un artículo en el se­manario «Cambio 16» sobre la Teología de la Libe­ración (T-L) lleno de tópicos y medias verdades so­bre el tema. No somos partidarios de dar relevancia a quien no la merece, pero ante la imposibilidad de contestar en las mismas páginas, como hubiera sido nuestro deseo, y dado que el artículo citado aludía directamente a Comunión y Liberación (C.L.), he­mos decidido dar nuestra opinión y clarificar en lo posible el tema y nuestra postura en él. Para ello hemos entrevistado a José Miguel Oriol, director de Ediciones Encuentro, y que per­tenece a nuestro movimiento.

El artículo de Cambio 16 presenta a C.L. como un anti T-L, incluso como el instrumento utilizado por el Vaticano para combatir la T-L. Pero C.L. no es un «anti» sino que es una propuesta concreta. ¿Qué es lo que lo define?
Hay un dato cronológico inicial que es importan­te: C.L. es anterior a la T-L. La configuración del pensamiento y del juicio que constituye el movimien­to es anterior al nacimiento de la T-L. De la T-L se habla a partir del libro de Gustavo Gutiérrez en 1971, y realmente se puede decir que el núcleo doc­trinal de C.L. estaba formado desde hacía ya años. Lo que ocurre es que la fase madura del movimiento que propiamente se llama C.L. surge precisamente en tor­no a la cuestión de la liberación, cuestión que toda la generación cristiana de: los años 60 pone de relieve, incluso en su dimensión histórico-social y no sola­mente de liberación del pecado. La toma de concien­cia de la situación de opresión-liberación que hay en el mundo y que se acrecienta con otras formas distin­tas, que no son ya la opresión militar o el dominio di­recto, sino el dominio indirecto -la más fuerte en los años 60-. La crítica del dominio indirecto y de las diversas formas de dependencia, y el surgimiento de la necesidad de liberación en el plano histórico-social, no fue algo externo a la Iglesia, sino que abarcó tam­bién a los cristianos comprometidos. En este caldo de cultivo se cuece la fórmula C.L., es decir, que la libe­ración tiene como condición la comunión, y a su vez esta es el principio de la liberación. Es más, fuera de la comunión no hay liberación verdadera. En medio del debate cultural sobre la liberación, esta es la propuesta que el movimiento hace en la Universidad de Milán ocupada en 1969. ­
En cierto sentido, el ámbito cultural de C.L. y el ámbito cultural de la T.L. son hijos de un tronco co­mún. Por tanto, tenemos la misma preocupación por las comunidades de base, la misma preocupación por la dimensión existencial en la vida cristiana y no sólo en la dimensión institucional, etc. Lo que ocurre es que en el proceso nos separamos.

¿Cómo se produce ese proceso de separación?
La mayor parte de los núcleos revolucionarios lati­noamericanos de ese momento eran núcleos muy en­samblados por la Iglesia, si no eran de la Iglesia. Hay pues, un proceso claro de separación. Dentro del ám­bito cultural de la T-L se producen alianzas con otros poderes, frente a otra actitud de ir sólo con la Iglesia y con ninguno de los poderes del mundo. Esta última es una posición que yo llamo auténtica, basada única­mente en la fuerza que la Iglesia pueda tener. Y sa­bemos muy bien que la fuerza de la Iglesia no es sus­tancialmente económica y cultural (poderes fácticos reales), sino que su poder deriva de la cultura. La Iglesia es el único lugar donde se realiza una libera­ción auténtica, y es la única capaz de conducir a la humanidad hacia cotas de creciente liberación en el sentido social, histórico, político, etc. Hay un punto esencial, que ahora se repite mu­cho, y que antes ya se decía, que es que no hay liberación de estructuras si no hay cambio personal. El cambio personal es la condición del cambio de estruc­turas, pero éste requiere, a su vez, una estructura li­berada, es decir una experiencia de comunión. Por­que no cabe el aislamiento, el individualismo, el en­frentamiento aislado, el hacer la batalla sólo.
Con ello critico a la corriente liberacionista (teolo­gía, filosofía), en sus cuadros responsables de oportunismo; y a mucha gente de base que sigue esa corriente la juzgo ingenua. De ingenuidad derivada de una falta de cultura, de una falta de refle­xión, de superficialidad, de basar su actitud funda­mentalmente en sentimientos. Las consecuencias son como la experiencia demuestra. Casos como el de Cu­ba. ¿En que situación creéis que están los cristianos que lucharon en la revolución con Fidel Castro?... Muchos en la cárcel, muchos masacrados, muchos en el exilio; la gente que ha seguido siendo fiel a la Igle­sia, claro. La gente que se ha apuntado al carro del nuevo poder y que se dice cristiana, no. Es evidente la inge­nuidad; cómo lo que se está vendiendo como libera­ción, en el fondo conduce a una opresión mayor; có­mo lo que se está vendiendo como auténtica actitud revolucionaria, como actitud de cambio y transforma­ción, en el fondo conduce a posiciones de nueva co­modidad, de nuevo ensamblaje con el poder, de nue­vo poder con todas sus prebendas y privilegios.
Hay multitud de signos que indican esto, porque tal y como ahora está expresando el cardenal Ratzin­ger con toda claridad, no sólo hay que enfrentarse con la situación heredada de los años 50 y 60 en Oc­cidente, es decir, con el imperialismo occidental bajo todas sus diversas formas, sino que también hay que enfrentarse con estos nuevos poderes emergentes.

La T-L ha asumido en buena parte el marxismo como método de análisis de la realidad. ¿Qué opi­nión tienes de esta situación?
En mi opinión hay un profundo desconocimiento del marxismo por parte de la mayoría de los teólogos de la liberación. Tienen una visión del marxismo muy doctrinal, muy de manual, tremendamente es­tructuralista, de los años 60, es decir, atrasada. Esto supone un hándicap para tomar la vía del marxismo y para desterrar lo muerto de él. La parte viva del mar­xismo es sustancialmente la plusvalía, la teoría de la acumulación a escala mundial, es decir, la crítica al proceso de acumulación de capital en el centro del mundo a costa de la explotación del trabajo humano en la periferia del mundo. Eso, además, es algo sobre lo que la Iglesia ha hablado muy claro durante los úl­timos 25 años, por ejemplo, no se ha desdicho aún lo que se dijo en la «Pacem in Terris». Esta parte viva del marxismo, de espíritu antirnodemista, de intuición de la dignidad del hombre, de valorización del trabajo como sustancialmente igual, es algo que la Iglesia ha asumido desde hace ya timpo. Sin embargo, esto es algo que el marxismo supercientífico, europeo y mo­dernista ha olvidado hace mucho. Y de este marxis­mo es hija la T-L.
Los teólogos de la liberación a la vez de hacer un cambio propiamente económico y político, no hacen una crítica marxista en profundidad, y son tremenda­mente retóricos y poéticos. Y acaban asumiendo la parte burguesa del marxismo, la parte iluminista, hi­ja de la Ilustración y del humanismo ateo, hija de una concepción del hombre absolutamente reductiva.
La T-L, introduciendo esta dimensión del marxis­mo dentro del pensamiento de la Iglesia, conduce a extremos que dispersan, disgregan y destruyen la cul­tura cristiana, cosa que Ratzinger critica con toda ra­zón; por ejemplo, la aplicación del marxismo a los textos bíblicos, lecturas estrechamente politeístas del Evangelio, lecturas poéticas nada realistas, etc. En el lenguaje de la T-L. se mantiene una evocación a una liberación personal de las pasiones, por ejemplo, de la pasión de dominar, explotar, violentar y someter al otro. Evidentemente ningún cambio de estructuras económicas, sociales y políticas puede, ni podrá, pro­ducir una emancipación de lo que el cristianismo lla­ma pecado original. Es decir, que el mal reside en el hombre y que el mal no se puede extirpar mediante una organización económica, social y política. Esto es algo evidente y es casi axiomático para alguien míni­mamente consciente de lo que es la realidad humana.
El problema de la T-L es que mantiene algo así como «el evangelio para después», que es lo que criti­ca Ratzinger, es decir, primero la liberación social po­lítica y económica, y después puesto que permanece aún cierta conciencia cristiana sobre el hombre, el evangelio para generar una solidaridad, una actitud caritativa o de respeto a la persona, una serie de valo­res sin los cuales no es posible el socialismo.

Tal actitud ¿No es una pérdida de la conciencia del hecho de Cristo como realidad presente en la historia y que juzga la historia?
¿Cuál es la postura de C.L. en términos precisos, una comunión productora de liberación?

¿Por qué la comunión? Una de las respuestas a es­te porqué es la conciencia de la pobreza humana, la conciencia del límite, del error, de la contradicción, de la incapacidad del hombre para salvarse por sí mi­smo. Esto no sólo es un sentido transcendente de un más allá de la muerte, sino que es también una inca­pacidad para salvarse en su existencia presente, terre­nal. La conciencia del pecado y del límite, eso que se llama pobreza de espíritu, es una conciencia del mal. Y no es, por tanto, lo que en una lectura materialista se suele criticar como espiritualismo burgués desen­carnado frente a una auténtica pobreza material.
La desaparición de tal conciencia desemboca en el reino de la ingenuidad. Una antropología optimista, rousseauniana: «Somos buenos, son las estructuras lo que nos pervierten y nos hacen malos»; conduce a es­ta especie de ingenuidad permanente en la que nadie es culpable de nada. Realmente esto es algo que entra en conflicto con la experiencia de todos los días, pero para huir de esta reflexión se plantea la sociedad del ruido. Porque, el punto de partida para la percepción del mensaje religioso en su auténtica profundidad, es decir, que arranque de la raíz y abarque toda la di­mensión humana, sólo es posible cuando uno tiene conciencia de su propio límite y del mal.
Yo creo que lo que nos diferencia a nosotros es la conciencia del pecado, la conciencia del límite. Esta conciencia empuja a dos cosas: en primer lugar a la búsqueda de Dios, a la búsqueda de un encuentro con significado; en segundo lugar al descubrimiento de que la compañía es necesaria para que la existencia se conduzca, crezca y se desarrolle positivamente co­mo experiencia de humanidad salvada a pesar del pe­cado. Por contra, en la T-L, en su tipo de homilética, de catequesis, de vida de comunidades cristianas de base, en sus preocupaciones, la conciencia del pecado es tan externa y exterior que normalmente no accede a la persona más que en su dimensión ética, en su di­mensión de convivencia moral, de gesto, de compor­tamiento externo y no llega a abarcarla en su dimen­sión estructural profunda. Esto, en países donde la tensión política es muy fuerte, donde hay una dicta­dura militar, donde es demasiado evidente la opre­sión y hay una lucha contra ella, se puede sostener mucho tiempo. Uno puede vaciar todo su contenido cristiano en esa lucha y no tener crisis de fe, como es el caso de la mayor parte de la gente sencilla latino-americana que sigue estas corrientes, que unen su reli­giosidad y su oración a la lucha social y política. Pero esto no puede llevarnos a una confusión. Una cosa es la batalla del movimiento obrero y campesino lati­noamericano cristiano, su vinculación de la esperanza de emancipación y de liberación política y social con su propia religiosidad; y otra cosa es la influencia que ejerce un cierto tipo de pensamiento en una parte de su militancia. Una influencia distorsionada que con­duce, a veces, a la ruptura de la comunión eclesial con expresiones tales como la de que la lucha de clases también pasa por la Iglesia.
La gravedad de tales posturas es manifiesta por­que la ingenuidad y desculpabilización producen un tipo de conciencia justificadora de todo. (Miremos por ejemplo, la justificación que hace Ernesto Carde­nal de la lucha armada).

La teología de la liberación nace como respuesta a la imperiosa necesidad de liberación existente en Latinoamérica, y sus alineamientos políticos son considerados como la forma más inmediatamente eficaz para responder a esta necesidad. ¿ Qué respues­ta da la Iglesia a estas exigencias de liberación?
Sí, es el problema de la eficacia política, de la su­puesta eficacia política de las formaciones políticas re­volucionarias armadas que, por otro lado, la historia ha demostrado que allí donde han llegado a alcanzar el poder han conducido a nuevas dictaduras cuartela­rias (véase el caso de Cuba).
Yo concedo hoy pocas virtudes a la T-L.; otra cosa era hace quince años. Los teólogos de la liberación ca­da vez son más conscientes de con quién se han alia­do. No han tomado una postura de sólo con la Igle­sia, con todo lo ingenua que les pudiera parecer esta postura, dado que la Iglesia hoy sólo tiene fuerza des­de la cultura, y la situación de la cultura cristiana hoy en día no es muy floreciente.
En estas circunstancias, elegir el camino que sigue la Iglesia puede, por tanto, ser atacado de ingenui­dad política desde el punto de vista de la problemáti­ca de la liberación en su dimensión socio-política.
El papel de la Iglesia es la creación de una historia nueva, una mentalidad nueva que conduce a una po­lítica nueva, a una economía nueva, etc., que condu­ce a muchos hombres a asumir actitudes basadas en otro sistema de valores, a otra valoración de qué es lo que libera y qué es lo que ata en la historia humana.
Por otro lado el papel de la Iglesia en Latinoamé­rica siempre ha sido activo. La Iglesia en Latinoaméri­ca no es vista como algo ajeno al pueblo, opuesto al pueblo y aliado con las oligarquías, sino lo contrario. (No tenemos más que fijarnos en el gran número de movimientos obreros católicos). No es, por tanto, verdad toda esta historia acentuada por los teólogos de la liberación. Incluso mucha parte de la oligarquía latinoamericana es laicista y anticatólica, de origen iluminista y burgués (por ej. en México, Argentina y Uruguay). En la crítica acerba hacia la institución de la Iglesia que hace la T-L., colocándola al lado de los opresores, hay una especie de traslación del esquema teórico marxista de la realidad, pero desde Europa la realidad no es así. Incluso desde dentro de la T-L. Porque la T-L. es hija de la Iglesia, lo que ocurre es que puede conducir a jirones que rompen con la Igle­sia. Hay muchas corrientes dentro de la T-L. y lo que ha sido criticado desde el Vaticano son sólo algunos aspectos y corrientes, aquellos de los que yo ahora es­toy hablando, aquellos que han introducido gran cantidad de elementos marxistas en la estructura de su pensamiento. Pero no cabe duda de que hay co­rrientes dentro de la T-L., que no renuncian a su ecle­sialidad y que no están de acuerdo con los teólogos marxistas ni con las fuerzas comunistas de sus países.

¿De dónde nace la consideración que hace la T-L., de una Iglesia jerárquica y otra de los pobres? ¿No implica tal postura una falta de comprensión de lo que es la Iglesia?
Nace de la acentuación en el seno de la Iglesia de una dimensión profética. Es decir, gentes que se con­sideran los profetas reformadores y justos que van a acabar con los pecados dentro de la propia Iglesia, pe­cados que, por supuesto, hay. Pero tampoco se puede negar que ha habido sectores de la Iglesia que desde siempre han tomado una opción preferencial por los pobres, y no sólo desde Medellín y Puebla. Y, por su­puesto, en los últimos 20 años es un actitud generali­zada, más o menos valiente, más o menos decidida, virtuosa y generosa, la efectiva dedicación a la defen­sa de los pobres y a la evangelización.
El problema está en que ciertos teólogos de la li­beración viven mucho de «cara a la galería» europea, asumen el papel del intelectual que va a desvelar al pobre pueblo, ingenuo y que no sabe cuál es la reali­dad del mundo, la verdad de las cosas, utilizando pa­ra ello, de un modo acrítico y novedoso, el gran ins­trumento desvelador de la opresión y la miseria que sería el marxismo. Esto, progresivamente en ruptura con la antropología cristiana, con la tradición de la Iglesia, en ruptura con un sentirse como Iglesia.

¿Por qué en ruptura? ¿Hay realmente en Lati­noamérica una situación de ruptura entre una Igle­sia popular y los diversos episcopados?
Realmente el tema de la T-L., no está cerrado. La Iglesia ha empezado un diálogo en serio que va a pro­vocar un decantamiento de fidelidades; o con la Igle­sia o en ruptura con ella, es decir con ideologías aje­nas y en último extremo con las armas. ¿En qué se ba­sa nuestra esperanza y con quién nos la jugamos? Pro­vocar esta clasificación es la motivación del documen­to del Vaticano.
Por otro lado ahora es cuando se va a ver la postu­ra de los obispos brasileños y peruanos. Y esta postu­ra necesariamente va a seguir siendo que la liberación social, histórica y política es consecuencia de una transformación humana, de un cambio que sólo lo puede producir la salvación acontecida: Cristo pre­sente en tu historia congregando y reuniendo a los hombres en un nuevo tipo de fraternidad, en una po­sibilidad nueva de creación de una sociedad del amor, de la paz, etc... Y esto no es una utopía cris­tiana, sino una verdad operante, aunque sea sólo frá­gilmente. Es decir, el sujeto humano inserto en este tipo de experiencia comunional de iglesia salvada, es capaz de generar y asumir una responsabilidad en la historia que es liberadora. Por tanto, la realidad es muy distinta a como nos la presentan; así por ejem­plo, toda la supuesta fuerza popular que hay detrás de Boff según el artículo de C-16, ese apoyo y protec­ción del episcopado brasileño que ha visto en estos teólogos gente que ha querido fundamentar doctri­nalmente una práctica pastoral por los pobres. Cierta­mente los episcopados están con la Iglesia y, por ello deberán de decantarse las fidelidades dentro de la Teología de la Liberación.

El artículo de Cambio-16 presenta a T-L como la corriente realizadora del Concilio Vaticano II dentro de la Iglesia frente a posturas más reaccionarias y menos aperturistas en las que se incluyen a C.L. e in­cluso al pontificado de J.P. II. ¿Qué opinión te me­rece el pontificado de Juan Pablo II desde el punto de vista de la realización del Concilio?
El pontificado de Juan Pablo II es la actuación plena del Concilio. Después de una época de ajuste y puesta en marcha que fue el pontificado de Pablo VI, esta es una época de decisión, de poner en práctica el Concilio hasta sus últimas consecuencias sin tener miedo a quedarse sólo a medias. Y además, hacién­dolo de un modo inteligente, es decir, sin tratar de quedarse en el ámbito de las minorías. Aunque el Pa­pa es consciente de la falta de una auténtica cultura cristiana, de la escasez de gente conversa en el ámbito de las minorías, no por ello se dedica a las minorías, sino que habla abiertamente y además, la mayoría del pueblo oye su palabra.
El pontificado de J.P. II es pues, la puesta en práctica también de las esperanzas que el Concilio suscitó en la gente que está en la órbita de la T-L.; de una Iglesia en movimiento; de una Iglesia compro­metida; emancipada de los poderes y no identificada con la cristiandad que la precedía; una Iglesia misio­nera y crítica consigo misma; una Iglesia comprometi­da con los pobres y que lucha por un mundo más igual, más fraterno y justo. Esta Iglesia está, además, también más cercana a las preguntas del hombre del primer mundo, donde el drama no es tanto la miseria económica, sino la miseria moral.
Es pues una Iglesia moderna capaz de asumir crí­ticamente categorías no sólo del marxismo (ver, por ejemplo, la «Laborem Exercens» donde el Papa asu­me categorías analíticas propias del marxismo), sino también del existencialismo, etc.

Entonces, ¿Por qué crees que se trata de desacre­ditar a este pontificado y a la Iglesia en general? ¿Por qué se escriben artículos al estilo del aparecido en C-16?
Se hacen desde fuera de la Iglesia. Hay gentes que en su actuación piensan que es estrictamente necesa­rio arrinconar a la Iglesia ¿Cómo? Dividiendo, ahondando, es decir, provocando confusión y enfrenta­mientos. Y esto se hace de un modo consciente, por­que hay un sector importante de gente que piensa que es necesario arrinconar a la Iglesia, que la Iglesia es retardatoria en el proceso de emancipación de la sociedad y de la humanidad.
Con este tipo de posturas en el fondo se está des­trozando la única esperanza que les queda a los po­bres del mundo y se está defendiendo la dialéctica in­fernal de las dos superpotencias. Es decir, la destruc­ción de la Iglesia a través de este tipo de ataques trae como consecuencia el que objetivamente se propicie un apoyo indirecto al mundo de los privilegios, al primer mundo, a una Europa que dicta al mundo su conciencia.
La Iglesia es la razón más importante que tienen los pobres para esperar un futuro mejor, es el mejor apoyo humano para un eficaz progreso hacia mayores cotas de justicia, de emancipación y promoción hu­mana. Atacando la unidad de la Iglesia, arrinconán­dola y desprestigiándola se está debilitando la causa de los pobres porque la causa de los pobres es cristia­na.
La causa de los pobres tiene un origen cristiano y no marxista. Marx siempre dijo que la revolución so­cialista era el proceso de culminación del desarrollo capitalista y que por tanto el sujeto de la historia, del que él se ocupó, era el proletariado industrial. Por otro lado, la historia ha hecho que incluso este prole­tariado obtuviera su salario de la plusvalía generada en los países del tercer mundo; por tanto, hoy en día el proletariado (objeto de la teoría marxista) participa del proceso de explotación.
El problema radica entonces en que el marxismo ha suscitado una mayor tolerancia en el mundo inte­lectual y estudiantil europeos que entre los pobres reales. Y los cristianos que han asumido el marxismo lo han hecho en una clave moralizante que no es el marxismo auténtico. Esta alianza en las situaciones concretas de Latinoamérica les ha llevado a aliarse con los partidos marxistas que han abanderado toda «mo­ralina» en favor de la eficacia política a través de la dialéctica de las armas. La Iglesia considera que esto no es una esperanza real de liberación, y hay dema­siadas ocasiones para caer en la cuenta de ello.

Normalmente se suele enjuiciar a la realidad ecle­sial desde un fácil dualismo derecha-izquierda, o me­jor, conservadurismo-progresismo. A este pontifica­do y al movimiento C.L. les ha tocado el papel con­servador, mientras la T-L sería la corriente progre­sista. ¿Se puede interpretar la realidad eclesial así?
Las dos ramas dentro de la Iglesia, que reductiva­mente y caricaturescamente C-16 señala como C.L. y T .L., son las fuerzas postconciliares. Evidentemente el panorama es algo mucho más amplio. Hay tam­bién dentro de la Iglesia gente que ha hecho el Conci­lio a rastras, contra su propia conciencia, y estos sí que son un tercer polo restaurador y defensivo.
El enervamiento, el miedo, y las críticas desde el ámbito aliado a la T.L. fuera de la Iglesia, y que inte­resadamente maneja a los teólogos de la liberación como los «buenos de la película» en contra de noso­tros (al decir nosotros me refiero a C.L. pero también a todo el ámbito cultural cercano a J.P. II), es mucho mayor porque saben que somos una fuerza moderna. Saben muy bien que no somos ese polo retrógrado y post-conciliar que no ha hecho la batalla por la cultu­ra y la liberación. Además, es muy significativo en es­te sentido que la palabra liberación se encuentre en las dos partes. Lo que en el fondo les molesta y les po­ne nerviosos es que existan dentro de la Iglesia fuer­zas modernas y postconciliares, fuerzas que no tienen miedo de la ciencia, de la cultura, de la socialización, etc ... A ellos les interesaría reducir el panorama a una T.L. aliada de las fuerzas progresistas frente a una Iglesia reaccionaria y conservadora de privilegios. Es decir, un fácil maniqueismo, cuando está claro que ni J.P. II, ni Ratzinger, ni C.L. son nada de eso. Por eso J.P. II es atacado porque desata, desde dentro de la Iglesia, fuerzas de futuro.
En España esto no se manifiesta todavía social­mente de un modo amplio, y eso que los obispos con sus cartas pastorales demuestran que la Iglesia no está arrinconada.
Hay muchos sectores laicistas, que en España son predominantemente progresistas y de izquierdas pero que en otros países son de derechas y conservadores, a los que les gustaría que la Iglesia fuese una fuerza arrinconada atrás. C.L., J. P. II, etc. seríamos la revo­lución liberal conservadora, es decir, la derecha. En­tonces no se hace ninguna distinción por ejemplo en­tre el Opus Dei y C.L., haciendo una identificación cómoda y simplificadora pero que no se ajusta a la realidad. Porque J.P. II va a la UNESCO y es capaz de pronunciar un discurso que no teme a la ciencia, etc. Es decir, hay demasiados datos y hechos que les gustaría arrinconar, pero que no pueden. Y eso que en España es más fácil hacerlo porque la situa­ción de la opinión pública, con su maniqueísmo derecha-izquierda sofoca más de la cuenta. En la con­ciencia de la derecha y de la izquierda española la Iglesia no aparece como una tercera fuerza, lo cual no quiere decir que se corresponda con la realidad social del país, porque muchísima gente sabe que la Iglesia no es ni la derecha ni la izquierda.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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