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Huellas N.7, Febrero 1985

VIDA DE CL

Cristo, compañía de Dios para el hombre

Como ya prometimos en el número anterior, presen­tamos los tres panfletos que, con ocasión de las Pascuas de los tres últimos años, lanzaron nuestros amigos ita­lianos. Los tres han sido muy significativos, y han resul­tado pasos importantes en la historia reciente del movi­miento en Italia y fuera de Italia.
Para una mayor profundización sobre ellos, consul­tar el artículo «la historia a la que pertenecemos» apare­cido en los números 5 y 6 de la revista.


Cristo es un hombre que afirmó ser Dios.
A la pregunta de Felipe «muéstra­nos al Padre», haciéndose portavoz del interrogante de los apóstoles que, aunque siguiendo a Jesús desde hacía unos años, no entendían bien (como nosotros no entendemos bien cuando oímos la palabra Dios o la palabra mis­terio), Jesús contesta: «El que me ve a mí, ve al Padre».
Cristo es el único hombre en la his­toria que se ha identificado con Dios, el único que se ha atrevido a decir: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» Nosotros, distraídos por las vicisitudes cotidianas y por la superficialidad de nuestro vivir, no percibimos la ilimita­da desproporción, la infinita lejanía que separa al hombre de Dios. Sin embargo, un hombre profundamente religioso, un genio religioso es aquél que advierte esta desproporción como algo enorme y la enseña a todos los de­más: es decir, que sólo Dios es Dios.
Así han hecho todos los grandes hombres en la historia de las religio­nes, como Buda y Mahoma. Moisés te­nía tan gran sentido de su propia pe­queñez frente a Dios, que Le pidió que entregase su misión a otro en lu­gar suyo.
Único entre todos, único caso en el mundo, este hombre, Cristo, afirma ser Dios.
Podemos recorrer el Evangelio y ver cómo aquellos primeros hombres -hombres como nosotros- que si­guieron a Jesús, no habían llegado a darse cuenta de que aquel hombre era Dios, sino que repetían ciertas afirma­ciones que Él decía de sí mismo. Esta fue su profesión de fe.
Aunque los apóstoles no descu­brieron que Jesús era Dios, sin embar­go, viviendo con Él, tuvieron una im­presión grande, tan grande como para «tener» que decir: si no creemos en es­te hombre, no debemos tampoco creer en nuestros propios ojos. Es justamen­te por esta evidencia por lo que repi­tieron sus palabras, aunque no las en­tendiesen bien; aquellas palabras que luego han penetrado en la historia y en nuestros corazones.
En el primer capítulo del evangelio de Juan vemos a Jesús que entra en el mundo y en la historia como un hom­bre cualquiera, que se acerca al Bautis­ta para oírle, en medio de la gente. Pero el instante de iluminación profé­tica empuja a Juan el Bautista a diri­girse a Él con este grito: «He ahí el Cordero de Dios, el que quita el peca­do del mundo». Quizás la gente que se encontraba allí no hizo caso de aquellas palabras, acostumbrada a oir palabras extrañas del profeta. Sin embargo allí había dos que estaban aten­tísimos a todos los movimientos del Bautista. Su extraña frase les empuja a seguir a Jesús: «Maestro, ¿dónde vives?. Y Él: venid y lo veréis. Fueron y se quedaron con Él todo el día».
Quien escribe este relato fue uno de los dos, Juan: y él recuerda hasta la hora de aquel encuentro porque fue la hora -luego lo entendería- en que cambió su vida.
El anuncio que aquellos dos ofre­cieron a sus amigos fue la participación en una certeza: hemos encontrado al Mesías. Y los amigos van, Le ven, Le hablan, se quedan un poco con Él. Pe­dro, Andrés, Felipe, Natanael... His­torias como las nuestras, encuentros sencillos pero que cambian el rumbo de la vida de una persona. Todo surge así, de un conocimiento surge una amistad, una comunión de vida cada vez más intensa: y cuanto más están con Él, tanto más ven resaltar en Él una fuerza y una inteligencia que les deja asombrados, una bondad extraor­dinaria y desconocida, un dominio de sí mismo y de su propia vida (un día, delante del tribunal de sus enemigos, lanzará un reto: ¿quién de vosotros me puede reprochar una sola contradic­ción, un solo error?). Tenía tal poder sobre la naturaleza, que parecía como si ésta hubiera sido un ingenio nacido de sus manos; capacidad de vencer a la muerte: «Mujer, no llores» dice a la viuda de Naín entregándole su hijo re­sucitado.
Pero sobre todo resalta aquel otro poder: «Confía, hijo, tus pecados te son perdonados». Los fariseos piensan escandalizados: ¿Quién es este hom­bre que puede perdonar los pecados? Sólo Dios puede perdonar los peca­dos». Y Jesús: «¿Qué es más fácil, de­cir 'tus pecados te son perdonados' o decir a este hombre 'levántate y anda'?: Para que sepáis que yo tengo el poder de perdonar los pecados te di­go: 'Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa'».
Los espectadores cotidianos de es­tas cosas tan grandes, el pequeño gru­po de amigos, hombres y mujeres que le siguen, advierten cómo nace en ellos una pregunta inevitable: ¿quién es éste? Saben de dónde viene, conocen a su madre y a sus parientes, lo saben to­do de Él, y sin embargo, es tan despro­porcionado el poder que aquel hom­bre demuestra, es tan grande y tan di­ferente en su personalidad, que tam­bién aquella pregunta tiene un senti­do distinto: ¿quién es éste, entonces?
Sus enemigos, exasperados, le ha­cen la misma pregunta: «¿Hasta cuán­do vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dinóslo abiertamente». Tenían todos sus datos en la oficina de empa­dronamiento: sin embargo, éstos no daban una respuesta concluyente. Je­sús mismo da su respuesta a Caifás que lo interpela así: «Yo te exhorto, por el mismo Dios vivo a que digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». En aquel momento Cristo ya no puede callar, porque ese es el testimonio por el que Él ha venido. Su sí a la pregunta de Caifás exaspera al Sanedrín: ¡ha blas­femado, ha afirmado ser Dios! Sin embargo ya antes lo había dicho: «An­tes que Abraham viniese a ser, Yo soy».
Y aún más; pasando un día con sus discípulos bajo la roca de Cesarea de Filipo, les preguntó: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» ... «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?». El ímpetu de la respuesta de Pedro llega hasta nosotros. No son palabras suyas; repite una frase que ha oído de Él: «Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y la contestación de Jesús nos interpela a todos: «Bienaventurado, Pedro, pues esta palabra no viene de tí, sino que es el Padre quien te la ha inspirado. Y yo te digo que tú eres como esta roca y, como encima de ella está esta ciudade­la que nadie puede tomar, así sobre ti yo construiré mi Iglesia y nadie jamás podrá prevalecer contra ella».
La pregunta que Cristo hace a los apóstoles es la pregunta acerca de nuestra vida. Ninguna otra pregunta que el hombre pueda imaginar es más importante, más grande y más decisiva que ésta; toda nuestra vida, como va­lor, depende de la respuesta a esta pregunta: o él ha existido como un hombre cualquiera o él existe como hombre-Dios.
Si observamos la diferencia entre la respuesta de los amigos que creyeron en Jesús y la de la muchedumbre que le rechazó, notamos que el grupo de los apóstoles, de los amigos y de las mujeres Le siguió, estuvo con Él.
Este es el gran camino de la evi­dencia, de la razón: es el camino de la vida, de la relación continua, de la ex­periencia cotidiana compartida. Por esto podían decir: si no creemos en es­te hombre tampoco podemos creer en nuestros propios ojos. Por el contrario, la muchedumbre seguía a Jesús cuan­do tenía interés o curiosidad. Se que­daba impresionada porque aquella pa­labra era verdadera y la verdad lleva siempre consigo su propia evidencia; sin embargo la dispersión era inmedia­ta. La muchedumbre pudo seguirle in­cluso por la pasión de escucharle, pero sin comprometerse en el fondo de su corazón, sin implicar de verdad su propia vida.
En el capítulo sexto de Juan, Jesús se quedó conmovido porque la gente lo seguía, y luego afirmó, con la intui­ción quizá más fascinante de su vida: «Vosotros me seguís a mí porque os he dado de comer un poco de pan. Mas yo os daré a comer mi carne y a beber mi sangre». La desproporción de lo di­vino aparece, se manifiesta evidente y es justamente allí donde surge la resistencia de quien no quiere comprender, de quien se escandaliza porque los criterios y los modos de aquel hom­bre descomponen la manera de pensar que tenían: «Está loco, ¿quién puede dar de comer su propia carne y dar de beber su propia sangre?». Surge un murmullo general de la muchedum­bre que, poco a poco, le abandona. Cristo se queda sólo con los suyos en el silencio de la tarde. Y quiebra aquel silencio con otra sorprendente pregun­ta: «¿También vosotros queréis mar­charos?» «Maestro -contesta impe­tuosamente Pedro- tampoco noso­tros comprendemos lo que tú dices, sin embargo, si nos marchamos, ¿a dónde vamos a ir? Tu sólo tienes pala­bras que dan sentido a la vida».
Es esta la respuesta de quien tiene la humildad, la fidelidad, la humani­dad de seguir a Jesús porque ha sido atraído por la evidencia de la verdad de sus palabras.
Pero quien no sabe seguirle, quien no intenta el esfuerzo de una familia­ridad, de una comunión de vida, no llegará a esa evidencia de la verdad y no encontrará respuesta verdadera, personal y madura a la pregunta fun­damental y definitiva que Jesús le diri­ge: ¿y tú quién dices que soy yo? ¿Cómo podemos nosotros contes­tar a esta pregunta, nosotros que no estuvimos en las bodas de Caná, que no vimos al paralítico curado, que no participamos en el entierro de Naín, que no Le seguimos durante tres días en el desierto, olvidando hasta la co­mida? ¿Cómo podemos vivir aquella fa­miliaridad con Él, de la que brota la evidencia de su palabra como la única que da sentido a la vida?
El camino existe: la compañía que ha nacido de Cristo ha penetrado la historia. Es la Iglesia, su cuerpo, es de­cir, la modalidad de su presencia hoy. Por esto es una familiaridad cotidiana de compromiso con el misterio de su presencia dentro del signo de la Igle­sia.
De aquí puede surgir la evidencia racional, totalmente razonable, que nos hace repetir con certeza lo que Él, único en la historia de la humanidad, dijo de sí mismo: «¡Yo soy el camino, la verdad y la vida.»
Mientras Pablo les esperaba en Atenas, estaba interiormente indigna­do al ver la ciudad llena de ídolos. Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios; y diaria­mente en el ágora con los que por allí se encontraban. Unos decían: «¿Qué querrá decir este charlatán?». Y otros: «Parece ser un predicador de divinida­des extranjeras». Porque anunciaba a Jesús y la resurrección.
Le tomaron y le llevaron al Areó­pago, y le dijeron: «¿Podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú ex­pones?, pues te oímos decir cosas ex­trañas y querríamos saber qué es lo que significan.» Todos los atenienses y los forasteros que allí residían no ha­cían otra cosa que discutir y hablar so­bre la última novedad.
Pablo, de pie en medio del Areó­pago, dijo: «Atenienses: veo que vosotros sois, bajo todos los puntos de vista, muy re­ligiosos, pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he en­contrado también un alear en el que estaba grabada esta inscripción: 'Al Dios desconocido'. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar».
«El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas. Él creó, de un solo principio, co­do el linaje humano, para que habita­se sobre toda la faz de la tierra, fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen la divini­dad, para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; pero ya no se encuentra lejano a cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos como han dicho algunos de vuestros poetas: 'Porque somos también de su lina­je'».
«Si somos, pues, del linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad sea algo semejante al oro, la plata o la piedra, modelados por el arte y el in­genio humano».
«Dios, pues, pasando por alto los tiempos de la ignorancia, anuncia ahora a los hombres que codos y en co­das partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según su justicia, por el hom­bre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos».
Al oír la resurrección de los muer­tos, unos se burlaron y otros dijeron: «Sobre esto ya te escucharemos otra vez». Así salió Pablo de en medio de ellos.

Discurso de S. Pablo en el Areópago (Hechos 17, 16-33)

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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