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Huellas N.7, Febrero 1985

EDITORIAL

El año de la juventud

La juventud siempre es fiel reflejo de la sociedad. En cada momento histórico refleja sus virtudes y de­fectos, sus logros y fracasos, su esperanza o su deses­peración. Pero la juventud, en cierto modo siempre es la misma. Es energía, entusiasmo, fuerza, ilusión, generosidad, vida, capacidad ideal. Mas es también inexperiencia, autosuficiencia, instintividad, incons­tancia. En cierto modo en cada momento histórico se tiene la juventud que se merece.
En otros momentos históricos la juventud dependía de la familia, de los maestros, de la Iglesia y, có­mo no, del poder. En el momento actual tenemos que reconocer que la Iglesia ha perdido mucha in­fluencia en la juventud, porque ya no juega el papel del «intelectual orgánico» y como consecuencia, la fa­milia -que tenía unas raíces cristianas- se ha debi­litado, y lo mismo ha ocurrido con los maestros. Y en una sociedad secularizada (donde la religión, aun conservando una presencia litúrgica y cultual, ha perdido su influencia cultural), despadrada y sin maestros, lleva las de ganar el poder; pero esto signi­fica también que a la hora de pedir cuentas él es tam­bién el máximo responsable.
Esta año de 1985 ha sido consagrado por las Na­ciones Unidas como Año Internacional de la Juven­tud. Con este motivo se están vertiendo ríos de tinta sobre el tema. Pero da la sensación de ser todo o casi todo análisis, quedándose muy cortos en el campo de las soluciones. Esto mismo puede ser un síntoma de que los mismos análisis no son muy certeros o, dicho de otra manera, que son bastante superficiales.
A nosotros no nos asusta la conflictividad ni la problematicidad de la juventud, porque esto es un síntoma propio de ella y lo único que cambia en cada momento histórico es su contenido. Nos preocupa, en cambio, la incapacidad de la sociedad de dar una propuesta de vida capaz de entusiasmar a la juven­tud, hasta el punto de que ésta considera esa etapa como mera transición hacia la belleza de ser adulto. Sin embargo, la realidad parece más bien manifestar lo contrario: unos adultos que desean ser permanen­temente jóvenes y que en muchos casos reflejan las carencias y defectos propios de la juventud. En sínte­sis: la crisis de los jóvenes es la crisis de los adultos, no encontrando aquellos puntos de referencia en donde apoyarse.
Todos somos responsables de esta situación por acción u omisión, pero sin duda tiene más responsa­bilidad quien haya propugnado esta situación. La prosperidad económica de los años sesenta y de parte de los setenta han contribuido a acentuar un optimis­mo ilimitado en el progreso humano y a despertar un nuevo prometeísmo, fomentado por la cultura laica, tratando de debilitar la influencia de las religiones en general y de la católica en particular. Y ciertamente este ataque ha sido eficaz como operación crítica y de derribo, pero no es menos cierto que se ha mostrado incapaz de construir nada nuevo. Se han destruido valores y se han proclamado derechos, pero éstos re­sultan totalmente inservibles sin aquellos. Han con­seguido, sin duda, la hegemonía cultural, pero es una victoria pírrica, porque sobre el nihilismo y lo irreal no se puede construir nada. El resultado es el vaciamiento de la sociedad, de la que el pasotismo de la juventud no es más que su manifestación más alar­mante.
Los católicos de este país también tenemos nues­tra responsabilidad: unos participando en la ceremo­nia de la confusión, sin duda con buena intención en muchos casos, otros por mala conciencia con nuestro pasado, otros por falta de visión han contribuido a un secularismo que reducía el cristianismo a un huma­nismo más, haciendo de este modo el juego a la cul­tura laica y a sus exponentes políticos y económicos. Otros se anclaban en un inmovilismo espiritualista incapaz de responder a los problemas. Y, para más inri, ambas tendencias se enzarzaban en un debate interno dando una imagen de confusión y falta de unidad.
Con todo, el momento actual es prometedor, porque se ha llegado al fondo, se han desmitificado y clarificado posiciones tanto en el mundo laico como católico.
Urge proponer valores, pero esto no es posible sin replantear qué es el hombre, lo que supone a su vez plantear la cuestión de Dios. La cultura laica parte de una antropología en la que el hombre pertenece a la naturaleza y a sí mismo. La cultura católica parte, en cambio de una antropología en la que el hombre per­tenece a Otro, que no sólo nos ha creado, sino redi­mido amorosamente. La segunda pertenencia está más acorde con la experiencia humana, porque es evi­dente que nadie se ha hecho a sí mismo; y es menos proclive al dominio del poder y quizá por esto es tan atacada.
Nuestra propuesta es la aceptación del Aconteci­miento cristiano, del Dios hecho hombre en Jesucris­to, que se ha hecho compañía del hombre y que vive en la Iglesia. Constatamos que Él nos cambia y que nuestra amistad es ya un lugar transformado en la misma medida que nosotros nos transformamos.
Mas la finalidad de este editorial es invitar a leer el artículo más importante de este número: el discur­so de Juan Pablo II sobre la celebración de la Jornada Mundial de la Paz. Es con mucho lo más importante de cuanto se ha dicho sobre la juventud. Nada sobra y nada falta en el discurso del Papa. Y a quienes tie­nen una imagen de un Juan Pablo II conservador y re­trógrado o no hayan leído nada de este hombre les in­vitaría especialmente a que leyeran este discurso y si es posible lo comparasen con lo que han dicho nues­tros principales políticos e ideólogos. Hay un abismo ... de lucidez y esperanza.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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