Ante el problema de los exámenes, donde todo nos lo jugamos, encontramos cuatro tipos de enfoques fundamentales: el de aquellos que se "enclaustran", olvidando el resto del mundo; el de los que ven el aprobado demasiado lejos, y otras actividades bastante más agradables demasiado cerca pero olvidarlas; el de aquello s que mezclando diversión, estudios y otras cosas, logran aprobar o incluso sobresalir; y el de otros, que estudiando, no olvidan que existe Dios, al que por cierto dedican sus horas de aprendizaje.
Los primeros suelen aprobar y sacan buenas notas, ahora bien, el fracaso, si se da, le hunde completamente, pues todas sus esperanzas estaban puestas en conseguir ese sobresaliente. Sienten entonces una sensación de vacío, pues en los meses de curso solo habían tenido una aspiración: la nota final. Mientras tanto, su vida está fraccionada, pues su humanidad, su entrega a los otros, desaparece; olvidan que existen muchas personas que necesitan de ellos, y no solo a nivel "cultural". Son estos, gentes de una voluntad innegable, pero respecto a su humanidad, a su sensibilidad...
Los segundos, dedican todo su tiempo a actividades extraescolares. Algunas de estas pueden ser interesantes (pues no pretendo insinuar que solo vivan para divertirse), pero si estas no logran que el estudiante cumple con su obligación (no aprobar, sino querer aprender), no pueden ser elogiables, pues no pueden crear hombres responsables.
Hay otros bastante bien considerados, capaces de divertirse, cumplir con su obligación de estudiante, y seguir más o menos algún ideal. Ahora bien, el estudio, que ocupa la mayor parte de su tiempo, no adquiere un sentido, o si acaso se instrumentaliza para obtener el puesto deseado, o la cultura suficiente para dedicarse a aquello que siempre le ha gustado.
El estudiante cristiano, difiere de todos ellos, pues él ofrece ese trabajo a Dios, y por ello, siente en él una fuerza que le hace aprender de una forma distinta. Estudia por un inmenso deseo de complacer a Cristo, e intentar hacer por él, todo cuanto este en su mano. Siente que él debe cultivarse, pero no para vanagloriarse él mismo, sino para destacar a Dios por medio de su cultura. Por ello goza estudiando, pues está así sirviendo en su medida, a quien por él todo ha dado. Su objetivo, no es la máxima nota, sino saber cada vez más, y repito que esa ansia de saber solo por comprender y servir a Dios. Solo entonces el estudiante es libre. Libre, porque si estudiando suspende no desespera, pues él ha intentado como mejor ha sabido, aprender; y es libre, porque teniendo a Cristo por ideal, no puede olvidar a aquellos, qué junto a él, le necesitan, ni aquellos temas que fuera del programa del curso, le pueden formar no como una simple máquina, sino como un hombre. Solo entonces aprende a vivir intensamente cada momento. Todos los actos tienen una unión lógica, pues nada está fuera de su vida de cristiano. Desde una fiesta hasta un examen, está enfocado todo hacia un mismo punto, de forma que cada momento es vivido con la misma esperanza.
Enfocado así el estudio, se miran con la misma ilusión e intensidad los siete días de la semana, y no solo el sábado y domingo. Aprendemos entonces, a vivir hasta el fondo cada día. Sabemos organizarnos, y encontrar un momento que ofrecer a un amigo, a la familia...
El cristiano no es por ello más inteligente que los otros, pero él tiene un ideal, una alegría por vivir, que hace que lo difícil no lo sea.
Se obtiene así un estudiante distinto. El aprobado o el suspenso, no son el criterio para enjuiciar su trabajo, pues es él quien sabe si ha respondido o no a esa inquietud por saber, que Dios ha prendido en él.
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