Salamanca 5 de Enero de 1984
Queridos: Javier, Enrique, Adolfo, Dora, Salvador, Mayte, Kiko, Javier, Alberto, Susana, José Manuel, Lola.
Me encantó vuestra visita. Desgraciadamente fue corta, muy corta. Pero, como visteis, no nos despedimos (no me gustan las despedidas), porque me gustaría que nos viéremos muchas veces todavía. ¿Podrá ser de otra manera?.
Vengo de mi pueblín, Morille, en donde he dicho misa sin vosotros. Lo he notado. Casi me ha dado pena.
El evangelio de hoy era sorprendente. Jesús dice a Felipe una sola palabra "Sígueme". Y esa palabra es una semilla depositada en lo más hondo de su corazón, en donde arraiga con fuerza, toma la vida entera para sí. ¡Qué osadía la de esa única palabra! Y luego Jesús sigue su camino, sin volverse, sin corretear en torno a Felipe pare ver cómo recibe su llamada. ¡Qué fuerza la de Jesús!...
Qué curiosa es le vida de los que seguimos a Jesús. Un único "sígueme" y un único "aquí me tienes Señor". Y ambos llenan toda una vida, en el lento discurrir de sus largos días. Es la fidelidad a una palabra, a una llamada. Es también la fidelidad a una amistad.
Pero siempre me ha gustado sorprender en los Evangelios las conversaciones de los discípulos que marchaban tras Jesús por el camino. Los pobricos nunca entendían nada, y cuando hablaban entre sí era para discutir quién iba a ser el más importante de todos ellos. Estas conversaciones de los discípulos me encantan, porque me hacen pensar que nosotros - pobricos también - no nos podemos quejar demasiado en la comparación. Me llena de moral el saberlo.
San Juan en la primera lectura nos decía hoy eh Morille -bueno, en Madrid nunca se sabe - eso de que "nos amemos unos a otros". Esto lo he visto entre vosotros los poquísimos días que nos vimos aquí en Salamanca. Eso me encantó. Eso me pareció decisivo. Sí, el espíritu de Jesús vive en vosotros. Así creí percibirlo. Lo digo con sencillez y con extraordinario respeto. ¡A que más puede aspirar un cristiano!
Sí, ya sé que eso no es más que un comienzo, que todo está aún por hacer en vuestras vidas -y en la mía también- y en vuestra vida comunitaria, pero sigo pensando, como ya os dije, que me parece que lo que vosotros vivís merece la pena.
Ya veo que os digo poco y mal lo que quisiera escribiros, pero no quería de ninguna manera que mi despedida (tan desabrida) fuera un final por mi parte. Ahora os vuelve a tocar a vosotros, tenéis la iniciativa. Os lo dije y os lo repito, en lo que creáis que os puedo ayudar no dudéis en contar conmigo; me alegrará hasta quizá demasiado.
No sé que es mejor si un solo abrazo o doce abruzos distintos. Valgan, pues, los trece abrazos.
P.D. Quizás es que me empeño, pero paro mí Comunión y Liberación existe en vosotros y a través de vosotros. Por eso vosotros sois carne y hueso en el encabezamiento de esta carta. Si esto es Comunión y Liberación, me encanta, pues es carne y sangre.
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