No hay un intelectual que haya mirado a los jóvenes con una atención como la suya, provocadora y rompedora. Así es la educación según Pier Paolo Pasolini, en el centenario de su nacimiento
Nunca está uno tranquilo con Pier Paolo Pasolini. Si se pudiera hacer una lista de las palabras recurrentes en la enorme cantidad de sus textos, sin duda encontraríamos “jóvenes” y “juventud” en los primeros puestos, si no en el primero. No hay un intelectual que haya prestado una atención tan insistente y apremiante sobre lo que estaba pasando con las nuevas generaciones. Una atención dictada por su pasión, amor, rabia y nostalgia; pero con una atención libre de cualquier posible condescendencia o espíritu absolutorio.
Los años que atravesó Pasolini fueron años de transformación de una época. Una Italia antigua, campesina y profundamente católica estaba a punto de ser barrida por una nueva Italia, la de la civilización del consumo. Para él, se trataba de una civilización «dictatorial» aunque estuviera envuelta de permisividad. Los jóvenes eran hijos de este desgarro, hijos perdidos en la transición de un mundo donde el sentido de pertenencia a una historia era sustituido por el mecanismo nivelador de la homologación y las modas.
Sin embargo, los jóvenes quedaron paradójicamente seducidos, adulados por una cultura hegemónica que les llevaba en palmitas como símbolos del cambio. Pasolini no aceptó aquel engaño, con gran escándalo para el mundo intelectual del que siempre formó parte. En mayo de 1968, su disidencia tomó una forma muy llamativa. En un poema comentaba los enfrentamientos que habían tenido lugar en Valle Giulia entre los estudiantes romanos que querían ocupar la universidad y los policías, y se puso del lado de los agentes, «porque los policías son hijos de los pobres. / Vienen de las periferias, ya sean campesinas o urbanas». Además, señalaba Pasolini «tienen veinte años, vuestra edad, queridos y queridas». En Valle Giulia se había producido un «episodio de lucha de clases», pero en sentido contrario a lo que habían contado los periodistas, que «os lamen el culo». Por un lado había jóvenes con «cara de niños de papá… la misma mirada hostil» y con las mismas «prerrogativas pequeñoburguesas»; por otro, jóvenes cuya vida les obliga a llevar uniforme, «sin más sonrisa, sin más amistad con el mundo, separados, excluidos».
Nunca está uno tranquilo con Pier Paolo Pasolini. Su mirada a los jóvenes es una mirada desencantada, que rompe los esquemas, que en muchos casos parece incluso despiadada. Pero no podemos entender la razón tan contundente con la que hace estas valoraciones si no partimos de la herida de la que nacen. Es la herida de una condición humana que siente que ha sido violada, que le han robado una pureza que había experimentado en sus primeros años romanos, en una Roma que a sus ojos aún era popular y espontánea. También es la herida de una sensación de impotencia ante su deseo de ser maestro, de enseñar a los jóvenes a ser verdaderos, a custodiar los anhelos de esa etapa de la vida, sustrayéndose a la fealdad del nuevo mundo que se abría paso. Hay una pequeña obra emblemática de este sueño suyo, un cortometraje realizado también en 1968, ¿Qué son las nubes? En el diálogo final entre Totó y el joven Ninetto Davoli, que interpretan a dos marionetas tiradas en un camión que las llevará al basurero, el chico, tumbado y mirando hacia lo alto, pregunta qué son esas cosas blancas que se mueven en el cielo. «¿Qué es eso?», pregunta Ninetto. Totó: «Eso son… son nubes». «¿Y qué son las nubes? …Qué hermosas son, qué hermosas...», comenta Ninetto. Y Totó lo confirma: «¡Oh, desgarradora y maravillosa belleza de la creación!».
Es una escena maravillosa, rodada sobre las notas de una canción de Modugno, que recita al volante del camión. Valiéndose de un lenguaje tan poético y sintético como el cine, Pasolini nos dice que la juventud consiste en esa experiencia de descubrimiento continuo de la realidad. En ese asombro que se despierta ante las cosas más banales. Al mismo tiempo advierte, para sí mismo y también para nosotros, que ser maestro no significa dar explicaciones, sino acompañar para adentrarse en la evidencia del misterio: «¡Oh, desgarradora y maravillosa belleza de la creación!».
Nunca está uno tranquilo con Pier Paolo Pasolini. En una poesía escrita en 1956, que le encantaba a don Giussani, Pasolini advierte del riesgo que conlleva separar la experiencia del asombro de la dimensión del destino. La poesía se titula Récit y se incluye en Las cenizas de Gramsci. «Pero también al hombre más ingenuo en el pecho herido le ennegrece la sangre», escribe Pasolini, cuando se conocen «las indiferencias, los mudos y acongojantes disgustos de quien ya se niega a vibrar todavía, y debajo de ellos oculta la extraviada violencia de sus verdaderos afectos». Comenta don Giussani: «La extraviada violencia de los verdaderos afectos: el ímpetu del origen que nos constituye, el hambre y la sed del destino. Sin destino, todo se vacía, (…) se ennegrece, se endurece y no vive».
Ese “vaciamiento”, incluso físico, es lo que Pasolini constata dolorosamente ante una generación sumida en el conformismo pequeñoburgués. Con motivo de su debut como columnista en la primera página del Corriere della Sera, lanzó una polémica contra la moda de dejarse melena. «Experimento un sincero e inmenso disgusto al decirlo (más, una verdadera desesperación)», escribía el 7 de enero de 1973. «Pero ahora millares y centenares de millares de rostros de jóvenes italianos se parecen cada vez más al rostro de Merlín. La libertad de llevar el pelo como quieran no es más defendible porque no hay tal libertad. Ha llegado el momento de decir a los jóvenes que su manera de arreglarse es horrible, por servil y vulgar. Ha llegado el momento de que ellos mismos lo adviertan y se liberen de esa ansia culpable de atenerse al orden de la horda».
Pasolini, a pesar de la dureza de sus consideraciones, siempre siente la urgencia de “decir” algo a los jóvenes, de poner sobre el terreno palabras que les arranquen de su torpor y les liberen del conformismo al que los encadena y somete el mundo.
Por eso no sorprende que pocos meses antes de su trágica muerte hubiera dado comienzo a una insólita firma en el semanario Il Mondo. La definió como un “tratadillo pedagógico”, dirigido a un joven imaginario pero con un perfil muy real. De nombre Gennariello, vive en Nápoles y es hijo por tanto de una ciudad que para el escritor es «la última metrópoli plebeya, la última gran aldea». Pasolini afronta este desafío sin ocultar nada. Aclara un dato del que nadie era consciente, pero con el que jóvenes como Gennariello se miden a cada instante inconscientemente. «Ahora, objetivamente, ningún hijo es ya acogido en el mundo con el amor de otro tiempo, cuando justamente era “bendito” por definición… Si los hijos sienten esta falta de “bendición” en su nacimiento les vuelve tristes e infelices en toda su infancia y en su juventud». Es una intuición de una agudeza dramática, pero ante ella Pasolini no se atrinchera tras un fatalismo desesperado sino que se pone en juego con una cordialidad impactante. «El fondo de mi enseñanza», afirma dirigiéndose siempre a Gennariello, «consistirá en convencerte de que no le tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres transformándolos en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches».
Este “tratadillo pedagógico”, como evidencia el diminutivo que usa para darle nombre, nace sobre todo de un ímpetu afectivo hacia un mundo y una generación que Pasolini veía sufrir mucho, más allá de las apariencias y lisonjas que lo rodeaban. Es un camino que parte siempre de la observación y de la objetividad de su experiencia. Más que palabras, lo que importa en la historia de una persona son las cosas. Él, Pasolini, lo experimentó con el cine. «No hay nada que obligue tanto a mirar las cosas como hacer una película», le explica a Gennariello. «Jamás podré olvidar lo que me han enseñado las cosas». Es un criterio que ayuda a entender quién es el maestro de verdad, como escribe en un fragmento realmente inolvidable de su “tratadillo”. En un horizonte donde todos los sujetos competentes educan en el conformismo, puede aparecer una excepción con alguien que todavía sepa educar en el sentido objetivo de la palabra. Hay una prueba de fuego que lo demuestra, afirma Pasolini: «Si alguien te hubiese educado, no podría haberlo hecho más que con su ser; no con su palabra. O sea, con su amor o con su posibilidad de amor».
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