El reconocimiento de la Fraternidad de Comunión y Liberación que la Santa Sede nos concedió hace veinticinco años supuso para don Giussani –y para CL– una confirmación paternal y una indicación clara. Así lo manifestó Giussani muchas veces, y los testimonios y las entrevistas que presentamos en este número lo describen copiosamente. Los grupos de adultos que se constituyen y se vinculan libremente entre ellos, que se reúnen y comparten juicios y pasos a dar en la vida, tienen un origen común: el deseo de que la fe incida en la vida concreta y que la deseada familiaridad con Cristo determine la relación con todo. En este sentido, la Fraternidad es fruto de la libertad personal.
Justo en una época en la que gran parte del pensamiento dominante –infiltrado también en la Iglesia– parecía confiar su futuro a la capacidad organizativa, a la creación de estructuras y organismos eficaces, don Giussani, una vez más, apostó por la libertad. Hacia finales de los años 70, a los chicos que habían crecido con él y empezaban su vida adulta les enseñó que para contrarrestar el “debilitamiento” de la fe, que puede ocurrir con el paso del tiempo o ante las dificultades crecientes, tenían que ser leales con su corazón y propiciar una amistad absolutamente libre, que les ayudara a mirar a Cristo, para reconocer Su presencia en la realidad.
En la Fraternidad hay una genialidad que va contracorriente. Por ejemplo contra el lugar común según el cual el tiempo y los hechos de la vida nos arrebatan el entusiasmo del principio. Era fácil en aquellos años, como también lo es hoy, creer que la fe mantiene vivo su arrojo por el mero empeño profuso en asuntos civiles, culturales y sociales. Fácil entonces, como hoy, creer que el cristianismo es una experiencia sólida gracias a ciertos discursos o a determinadas iniciativas. Es fácil entender la presencia de la Iglesia como una fuerza organizada que entra en dialéctica con el mundo. Análogamente a lo que ocurrió en los comienzos del cristianismo y en muchas épocas de crisis, cuando la fe fue testimoniada por grupos de hombres que se reunían en casas, monasterios, confraternitas, que fueron centros de caridad, cultura y capacidad de valorar todo lo que es bueno, también hoy la fe lleva a cabo de la misma manera su influencia buena sobre la vida de los pueblos.
Sustentando la labor de cualquier adulto en su entorno social y de trabajo la Fraternidad es “una casa” donde cada uno puede avivar su deseo de familiaridad con Cristo. Lo mismo que pedían los primeros hombres que Le siguieron, y de la misma forma: «Donde dos o tres se reunan en mi nombre allí estaré yo», pues en su Presencia está la esperanza y el regocijo de la vida. Un movimiento que es valorado –como afirma el cardenal Bertone en la entrevista que ofrece este número de Huellas– por la capacidad de implicarse en cualquier aspecto de la realidad encuentra en la Fraternidad su centro vital, su imagen madura. Como hace dos mil años todo depende de la relación que cada uno tiene con Cristo y con el destino que en Él se nos revela.
Ninguna estructura organizativa, ningún discurso correcto, puede sustituir la experiencia personal de la fe. Lo demuestran los numerosos testimonios de fraternidad vivida que se recogen en estas páginas y que provienen de distintas partes del mundo.
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