Proponemos algunos pasajes de la “Nota histórica”, publicada en el libro de don Giussani La Fraternidad de Comunión y Liberación (Encuentro, Madrid 2007), en la que el actual vicepresidente recorre las etapas que llevaron a la Santa Sede a reconocer oficialmente la Fraternidad de CL el 11 de febrero de 1982
A partir de 1978 y hasta el reconocimiento de la Fraternidad, don Giussani se esfuerza en múltiples ocasiones por aclarar y profundizar el concepto de confraternidad, a cuya existencia atribuye un papel determinante para el futuro de todo el movimiento. Entre las muchas definiciones y descripciones, de amplitud diferente, ofrecidas en numerosos encuentros, la más sintética es quizá la de «realidad de amistad y comunión» (véase p. 37 del presente volumen), que tiene como origen la responsabilidad total de los adultos que la crean, como motivo decisivo «el amor a Cristo, al misterio de Cristo presente entre ellos», y como resultado del compromiso con Cristo «una laboriosidad: por eso, el factor central de la confraternidad es la vocación (la familia y el trabajo)». La confraternidad, pues, no es otra cosa que «el concepto laico de convento» (véase p. 39 del presente volumen).
La idea es acogida con tanta simpatía que en el curso de pocos meses nacen «gran cantidad de ‘confraternidades’», y se indica el «movimiento de las confraternidades» como «el ideal, o ‘la utopía’, el resultado de todo nuestro movimiento, que quiere ser un movimiento de adultos, es decir, de personas que crean con responsabilidad total» (véase p. 39 del presente volumen). (...)
Sin embargo, esta singular vitalidad del movimiento de las confraternidades planteaba un serio problema. Se trataba, efectivamente, de una realidad puramente “de hecho”, es decir, falta de estructuras formalmente definidas y de cualquier reconocimiento jurídico por parte de autoridades eclesiásticas o civiles. Una situación decididamente inadecuada para las perspectivas de una compañía de adultos que, bajo su total responsabilidad, se proponían ser una presencia activa en la Iglesia y la sociedad. (...)
Un sacerdote que trabajaba para la Santa Sede, monseñor Mariano De Nicolò (en aquellos años monseñor De Nicolò desarrollaba su actividad en la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho Canónico), actualmente obispo de Rímini, tuvo que estudiar, por razones de oficio, un expediente que ilustraba y documentaba los desiderata del movimiento. Y, puesto que consideró que esas aspiraciones merecían atención y profundización, sugirió a don Francesco Ricci, que por aquel entonces compartía con don Giussani la responsabilidad del movimiento, recurrir al asesoramiento de monseñor Giuseppe Lobina, un experto canonista que unía una sólida formación teórica a una experiencia de praxis eclesiástica fuera de lo común.
El consejo fue acogido con prontitud y, pocos meses más tarde, tras haber reunido todos los datos necesarios en varios encuentros con algunos exponentes de CL y el mismo don Giussani, monseñor Lobina redactaba lo que en breve tiempo se convertiría en los Estatutos de la Fraternidad, que en gran parte han permanecido sin variación hasta nuestros días.
El mismo monseñor Lobina se preocupó de buscar una autoridad eclesiástica que estuviese dispuesta a aprobar el movimiento, y la encontró en la persona del Abad Martino Matronola, el cual, siendo Prepósito en el Monasterio de Montecassino, tenía sobre el territorio circundante los mismos poderes que un obispo diocesano. Una acogida que don Giussani, que consideraba la concepción de su movimiento muy cercana a la benedictina, agradeció mucho.
La fundación de la Fraternidad tuvo lugar poco después de manera muy discreta, por no decir modesta. El 11 de julio de 1980 –solemnidad de san Benito, Patrón de Europa, en el XV centenario de su nacimiento– no más de doce personas se reunían junto con don Giussani ante el Abad para constituirse en asociación canónica. Y el mismo día monseñor Matronola, con decreto formal propio, atribuía sujeto jurídico en la Iglesia al movimiento eclesial denominado «Fraternità di Comunione e Liberazione», y aprobaba sus estatutos y «las obras de apostolado y de formación individual y social», poniéndolo bajo la «protección de la Virgen Inmaculada y de nuestro patrón san Benito» (cf. «Boletín diocesano de Montecassino», n. 3, 1980, pp. 223-224).
Así nacía la Fraternidad como realidad eclesial reconocida a todos los efectos por la autoridad eclesiástica y, por tanto, formalmente legitimada para actuar, en comunión con los respectivos obispos, no sólo en Montecassino, sino también en las otras diócesis. De hecho, en el mismo decreto, el Abad deseaba «vivamente que allí donde la Asociación ejerce su actividad apostólica, los Excmos. Ordinarios la acojan con benevolencia, la ayuden y la animen». (...)
... sin ninguna acción propagandística organizada La Fraternidad había sido «presentada» en el contexto de los Ejercicios Espirituales para adultos de la diócesis de Milán comprometidos en la experiencia de las confraternidades que tuvo lugar en Riva del Garda en 1981, resaltando que la eventual adhesión tenía que tener carácter absolutamente libre y personal. En coherencia con tal planteamiento, no se promovió ninguna campaña de inscripciones al movimiento, como demuestra el hecho de que hasta marzo de 1982, es decir, hasta el reconocimiento pontificio, la nueva asociación ni siquiera se menciona en el órgano oficial del movimiento CL-Litterae Comunións), las adhesiones a la Fraternidad se van multiplicando, hasta el punto que en el curso de un año el número de los inscritos pasó de los doce iniciales a casi dos mil. (...)
En esta situación, el reconocimiento concedido de manera generosa y valiente por el Abad de Montecassino (quien ciertamente no ignoraba que su decreto habría suscitado ásperas críticas por parte de obispos que sentían poca simpatía por CL. Uno de los más calificados exponentes de la Conferencia Episcopal Italiana llegó a afirmar que la disposición se había conseguido mediante fraude de ley. Y, con realismo, un atento canonista hizo notar: «El Ordinario Abad de Montecassino ha sido valiente (alguien podría decir temerario) al aprobar una asociación no diocesana, sino evidentemente multidiocesana») ya no era suficiente para conferir a la asociación una función jurídica correspondiente a su realidad efectiva. Hacía falta ahora la aprobación de una autoridad más alta, que solamente podía ser la Santa Sede y, más específicamente, el Pontificio Consejo para los Laicos, el dicasterio instituido por Pablo VI para tratar las cuestiones relativas a la participación de los laicos en la vida y la misión de la Iglesia.
En consecuencia, el 7 de abril de 1981, cuando había transcurrido menos de un año desde el decreto del Abad de Montecassino, don Giussani, de nuevo aconsejado y animado por monseñor Lobina, presenta al entonces Presidente de ese Consejo, el cardenal Opilio Rossi, una instancia formal dirigida a obtener el reconocimiento pontificio de la Fraternidad. (...) Al final interviene el mismo Santo Padre Juan Pablo II que, adecuadamente informado de todo el caso, anima al Pontificio Consejo a proceder sin dudarlo a la deseada aprobación (Informaciones tomadas del Decreto del Pontificio Consejo para los Laicos, véase p. 234).
Se llega de este modo al Decreto que el 11 de febrero de 1982, fiesta litúrgica de la Virgen de Lourdes, «erige y confirma en persona jurídica para la Iglesia universal» la Fraternidad, «declarándola a todos los efectos Asociación de Derecho Pontificio y estableciendo que sea reconocida por todos como tal».
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