Apuntes de una lección de Luigi Giussani con ocasión de los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación, Rímini, 8 de mayo de 1982
Me siento un tanto cohibido y casi apurado al empezar, porque me vienen a la cabeza, insistentemente, los nombres de mis primeros alumnos que el Señor ha hecho llegar hasta aquí; y, después de ellos, los de todos los demás que he conocido y los que están aquí y que aún no conozco personalmente, con los cuales la relación es mucho más significativa que con muchos otros a quienes conozco pero con los que no camino, así que es como si les conociese. Pensar en los primeros chicos que tuve y que ahora están aquí, orgullosos padres y madres de familia con hijos ya adolescentes, que han logrado el éxito en sus profesiones, tal vez son “insignes” profesores universitarios, me hace realmente temblar. Me hace temblar –perdonadme– no por la maravilla de una historia que ha sucedido, ni por lo que me une a ellos, y que, por tanto, me une a vosotros y es lo más grave e importante que puede haber en mi vida y en la vuestra. Juan Pablo II dijo: «No habrá fidelidad [...] si no existe en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta»1. «Una pregunta para la cual sólo Dios tiene respuesta». Desde aquellos pupitres de clase donde nos conocimos hasta la compañía de hoy, como señalaba ayer, inspirado por la liturgia de anoche, en la introducción de estos Ejercicios, es la seriedad de esta pregunta humana la que me sorprende por toda su exigencia, por toda su fuerza, y por toda la precariedad que sin embargo tiene en la vida del hombre. Incluso cuando tenemos la intención de mantenerla viva, ¡cuántas veces la olvidamos en el cúmulo de los minutos y las horas del día! En definitiva, ¡cómo nos alejamos de nosotros mismos en el curso de nuestra existencia en el tiempo!
Lo que me hace temblar esta mañana es realmente la sorpresa de que es posible que exista una gran lejanía con respecto a uno mismo, porque mi persona es aquello que debe llegar a ser: el hombre es un proyecto, su definición viene del cumplimiento de este proyecto. El pensamiento de esta mañana hace que me sorprenda: ¡normalmente estoy lejano de lo que sin embargo retomo insistente e intencionalmente, que vuelvo a meditar y propongo a otros meditar! Lo cual me lleva a decir: ¡qué urgente es que la humanidad que nos movió a reunirnos hace tantos años –porque lo que alentó nuestro encuentro fue una humanidad–, qué urgente es que esta humanidad que nos animó a caminar juntos hace muchos años, que vibraba en vosotros y que obtenía una apasionada respuesta en mí, qué importante es que esta humanidad nos lleve a reunirnos con otros para ayudarnos oportunamente a no olvidarla nunca! Y para no “olvidarla”, es necesario que la respuesta esté presente.
«Para que el hombre pueda creer en sí mismo debe creer en Dios –dijo Karol Wojtyla en otra ocasión–, dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios. Cuando al hombre se le quita Dios, ¡no se le restituye a sí mismo, sino que se le arranca de sí mismo!»2.
¡Ojalá nos sigamos conmoviendo como nos conmovíamos en Varigotti leyendo los textos impresos en las pequeñas antologías preparadas para los Ejercicios de Pascua o para los de septiembre! ¡Quién sabe si nos conmovemos ahora como entonces! Este año he mencionado algunas veces a nuestros amigos universitarios –lo he repetido también a los adultos de Milán en la asamblea de apertura de curso– esta poesía del autor de Barrabás, Pär Lagerkvist, que tanto me gusta porque sintetiza el punto de partida humano de donde arrancamos en los primeros diez años de nuestra historia: «Un desconocido es mi amigo, uno a quien no conozco. / Un desconocido lejano, lejano. / Por él mi corazón está lleno de nostalgia. Porque él no está cerca de mí. / ... ¿Quién eres tú que llenas mi corazón de tu ausencia, que llenas toda la tierra de tu ausencia?»3. Pensaba esta mañana: ¿es verdadera esta pregunta? ¿Es verdadera? Si la búsqueda de un hombre ateo ha podido expresarse así, ¿cómo tendría que ser para mí? ¿Cómo debería encontrar eco en mí, resonar en mí la petición que Moisés hizo a Dios después del encuentro en el Sinaí, cuando Dios se iba a marchar: «¡Déjame ver Tu rostro!»4?
Entonces, lo que quería decir en primer lugar es que es muy probable que nuestra situación existencial reduzca nuestras palabras a una preocupación intelectual, y nuestros “credos” a una pura intención o a discursos. No es que el corazón esté lejos de nuestras palabras, pero es como si lo que indican estuviese lejos de él, es decir, no fuese una presencia. Os habéis hecho adultos: mientras que demostráis vuestra capacidad en vuestra profesión, existe –puede que exista– una lejanía con respecto a Cristo (con respecto a la emoción de hace años, sobre todo de ciertas circunstancias de hace años). Existe como una lejanía de Cristo, excepto en ciertos momentos. Quiero decir que existe una lejanía con respecto a Cristo salvo cuando os ponéis a rezar; hay una extrañeza respecto a Cristo salvo cuando, digamos, lleváis a cabo obras en Su nombre, en nombre de la Iglesia o del movimiento. Es como si el corazón estuviese lejos de Cristo. Con el viejo poeta del Risorgimento italiano podríamos decir: «En cualquier otro asunto muy a gusto empeñado»5; nuestro corazón está como incomunicado o, mejor, Cristo permanece como aislado del corazón, salvo en los momentos de ciertas obras (un rato de oración o de compromiso, cuando se celebra un encuentro comunitario o hay que llevar una Escuela de comunidad, etc.).
Esta lejanía del corazón con respecto a Cristo, exceptuando ciertos momentos en los que Su presencia obra de forma manifiesta, genera también otra lejanía, que se revela como un obstáculo insalvable entre nosotros –incluso entre marido y mujer–, como un mutuo obstáculo último. La ausencia de conocimiento de Cristo (conocimiento como lo entiende la Santa Biblia: conocimiento como familiaridad, como compenetración, como identificación, como presencia que se lleva en el corazón), la lejanía del corazón con respecto a Cristo hace que uno sienta el fondo último de su corazón lejano del fondo del corazón del otro, excepto en las cosas que hacen juntos (hay que sacar adelante la casa, atender a los hijos, ir de vacaciones, etc.). Existe una relación, indudablemente; existe una relación recíproca, pero solo en gestiones, en tareas, en gestos comunes que compartís o que compartimos. Pero cuando hacéis cosas juntos obráis de manera obtusa, poco o mucho se cierra vuestra mirada y vuestro sentir.
También es verdad que todo lo que hemos recibido en la vida, al hacernos adultos, se ha sedimentado y actúa; obra, no permanece sin fruto. Estoy hablando así partiendo de lo que observo en mí mismo, recordando que aquello por lo que estoy aquí es ante todo aquello por lo que mis antiguos alumnos están aquí, que busco lo mismo que buscan ellos; y este es también el sentido, al que aludí ayer por la noche, de la presencia de muchos sacerdotes (es un aspecto conmovedor, tal vez el más conmovedor de esta reunión, porque nunca han estado con nosotros con la verdad sencilla con la que están aquí ahora). En definitiva, realmente somos todos hombres en busca de su destino y hombres que han sido buscados, alcanzados y atraídos por su destino. Esto nos define, nos da consistencia.
He empezado por una consideración sobre mí mismo y el temblor que siento al abordar nuestra conversación de hoy, porque es como si me despojara de todo lo que cotidianamente hago, lo que debo hacer entre vosotros, recalara en mí mismo y advirtiese después de mucho tiempo –más que en otro tiempo– el equívoco que entraña el “hacerse adultos”. El don que hemos recibido se sedimenta de tal manera que da fruto, pero el corazón, precisamente el corazón –en el sentido literal de la palabra–, es como si pasara el mismo apuro que yo siento esta mañana, como si no supiera qué hacer ante Cristo, como si no secundase una familiaridad de la que ya ha gustado, aunque fuese con el sentimiento propio de una edad temprana. Nos da apuro sentirnos lejanos, no sentirle presente, determinante para el corazón. A la hora de hacer puede que sea determinante (vamos a la iglesia, “hacemos” el movimiento, incluso rezamos Completas, acudimos a la Escuela de comunidad, participamos en la acción caritativa, hacemos grupos de esto o de aquello, nos lanzamos incluso a la política). Cristo no falta en nuestras acciones: en las acciones, en muchas de ellas, puede que sea determinante, pero, ¿y en el corazón? ¡En el corazón no! Porque el corazón se manifiesta en el modo de mirar a los hijos, en cómo mira uno a su mujer o a su marido, al transeúnte o a los amigos, a los de su comunidad o a los compañeros de trabajo, o bien –y sobre todo– en cómo se levanta uno por las mañanas. Y esta lejanía explica también otra, que se revela como una extrañeza última en las relaciones entre nosotros, una miopía a la hora de mirarnos, porque únicamente Cristo, nuestro hermano, puede hacernos realmente hermanos. ¡Hermanos!
Si reparamos en que la consistencia y el valor de nuestra vida residen en la responsabilidad de vivir esta cercanía con Cristo y, por tanto, con los hombres, esta cercanía entre nosotros, comprenderemos que nuestra amistad y compañía existen para impedir que interrumpamos, o suspendamos, nuestra iniciativa en ese sentido. Mi relación con Dios: sólo esto puede sostener nuestra vida como una obra que edifica el mundo, como algo verdadero. Y el primer fruto que esta relación puede dar es el de crear una compañía, una compañía entre aquellos que tratan de vivir y de llevar a cabo esa obra. Nuestra compañía quiere impedir que el tiempo pase en balde, sin que nuestra existencia busque Su presencia, pida, quiera la relación con Dios y sin que nuestra existencia quiera o acepte esa compañía, sin la cual no sería verdadera ni siquiera la imagen de Su presencia.
No sé si he sido capaz de expresar bien la impresión que me dominaba, aunque confusamente, esta mañana: lo que he llamado “el equívoco que entraña el hacernos adultos” es realmente la toma de conciencia de la que debemos partir. No considero que, estadísticamente, sea normal entre nosotros que el hacernos adultos conlleve una mayor familiaridad con Cristo, haga que nos resulte más cercana esa “gran ausencia”, nos haga más familiar a Aquel que es la respuesta a la pregunta humana que somos, más familiar la propuesta que se nos hizo hace veinticinco años. No lo creo. Paradójicamente –insisto– Cristo es el motivo concreto por el que llevamos un tipo de vida que de otro modo no llevaríamos: ¡y sin embargo el corazón está lejos de Él! Así que estamos “enredados” en una compañía que ciertamente no habríamos elegido, implicados en una compañía como la que tenemos ahora y que no habríamos tenido, y el habernos hecho adultos ha introducido en el fondo una dificultad, una lejanía entre nosotros.
Quiero deciros –y así voy directo a lo único en lo que quiero insistir esta mañana– que, salvo una cierta distracción que puede perfectamente nublar la conciencia mediante una cortina de humo que oculte el fondo del problema, resulta claro que al hacerse adultos muy, muy, difícilmente se puede evitar una “de-moralización”, un debilitamiento de la tensión moral. No hablo de las obras: estoy hablando del corazón, de lo que somos, no de lo que hacemos. Es cierto, lo veremos, que también las obras sufren las consecuencias de esto: no pueden llegar a desafiar realmente al tiempo y la fatiga, no pueden tener una tenacidad vigorosa que desafíe el tiempo, ese vigor tenaz con el que la Liturgia define a Dios –tenax vigor rerum–, con el que la Liturgia define por tanto la duración verdadera, la consistencia verdadera de las cosas. Esta dignidad cultural, esta tenacidad vigorosa frente al tiempo depende del corazón. Por tanto, el problema es realmente nuestro corazón: la fuente de los sentimientos, los pensamientos, las imágenes y, en última instancia, de los juicios, las decisiones y la energía para obrar.
“De-moralización”. Esta pérdida de tensión moral afecta, en última instancia, al corazón, no a las obras. La Escuela de comunidad de este año plantea de manera muy interesante el significado de la palabra “moralidad”: si la moralidad es tender hacia algo más grande que nosotros, la “demoralización” es la pérdida de esta tensión6. Insisto en que esta tensión resurge en los discursos y las obras –sin mentira y hasta de forma verídica–, pero no vive en lo hondo del corazón. Pues lo que ocupa el corazón no tiene horas que lo interrumpan ni condiciones que lo impidan; puede vivir incluso si lo olvido, pero es un olvido que me deja seguir viviendo. Al igual que el yo no puede suspender su vivir, así, cuando el corazón es moral, cuando no está de-moralizado, entonces esa tensión hacia algo “más”, hacia Otro, es como si no suspendiera nunca. Es lo mismo que vuestra presencia materna o paterna para los niños: mientras vuestro hijo juega es como si no lo pensase, pero si os fueseis se daría cuenta e interrumpiría el juego.
Por tanto, quiero decir que existe una “demoralización” en nosotros, una bajada de tensión moral que caracteriza el hacerse adultos. Nuestra compañía debe ser ante todo una ayuda para luchar contra esta “demoralización”, quisiera ser el instrumento principal para esta pugna. De manera distinta a como lo hace nuestra participación en el movimiento (porque el movimiento no nos deja tregua a la hora de proponer iniciativas o compromisos a contraer, de señalar aspectos o perspectivas a tener presentes): esta compañía debe ir más al fondo, debe llevarnos hasta el fondo, afecta a lo que somos, se dirige a nuestro corazón. Esta es una responsabilidad que, paradójicamente, no se puede descargar sobre la compañía, ni sobre nadie. El corazón es lo único en lo que estamos “solos”, es como si no hubiese socios, no existe un organigrama que incluya a otros, cada uno con un papel, para responder a lo que es nuestro corazón. Si uno está en un equipo en el que cada uno tiene un papel, uno tira del otro, y así sucede también en la vida del movimiento, en las iniciativas del movimiento. ¡Pero aquí no! Por este motivo, la nuestra deberá ser una compañía “extraña”: es como una compañía sobre la que no se puede descargar nada.
Me han señalado esta poesía de Alain Bosquet: «Porque yo era dos antes de ser uno: / ser uno significa sufrir por ello [era dos, padre y madre, antes de ser uno]. / Porque era tres antes de ser uno: / ser uno significa morir por ello [padre, madre e hijo; pero cuando el hijo madura, llega a ser adulto, es decir, él mismo, debe decidir él su destino y su camino]. / Porque era mil antes de ser uno: /ser uno, después de muerto, quiere / decir ser Dios. / Porque –olvidaba– yo era cero, / feliz y libre, antes de ser uno. / Porque –olvidaba– antes de ser / uno, era avena, río, / dividido, múltiple, / pájaro, nube [antes de ser uno era nada, es decir, era todo el cúmulo de cosas que biológicamente suscitarían mi grumo]: / ser uno [ahora] quiere decir sentirse / extremadamente responsable»7. Es decir: antes estaban el padre y la madre, antes estaban el cura y la diaconía, antes estábamos juntos en la comunidad o en la diaconía, y este ser yo mismo, allí dentro, era «morir por ello». Antes éramos nada y todo; pero, llegados a un determinado punto –ser uno, ser yo mismo– debemos ser «extremadamente responsables». He leído esta poesía porque me parece significativa en este sentido. En nuestra compañía debe suceder justamente así: es una compañía extraña, en la que uno no puede descargar nada sobre ella, porque le corresponde a él. Pero, ¿qué le corresponde a él? ¿Qué es lo contrario de la “demoralización”? Lo contrario, por decirlo con una palabra breve y directa, es la esperanza.
La esperanza es, de forma inmediata, la esperanza sobre uno mismo, la esperanza sobre el propio destino, sobre el destino final. Y no existe en el mundo, no existe; solo existe allí donde Dios ha hablado al hombre. Por eso Péguy hace decir a Dios en El pórtico del misterio de la segunda virtud: «La fe que amo más, dice Dios, es la esperanza»8. Pues bien, la palabra que define el contenido de esta esperanza es la que el ángel dijo a la Virgen: «Para Dios nada hay imposible»9. Creo que ahí está todo. El hombre nuevo que Cristo ha venido a traer al mundo es aquel para el cual esta afirmación es el corazón de la vida: «Para Dios nada hay imposible»; en donde Dios no es el «dios» de nuestros pensamientos, sino el Dios verdadero, el que está vivo, el que vive, o sea, el que se hizo hombre, Jesucristo.
«Para Dios nada hay imposible». Esto constituye el alma de la grandeza del Antiguo Testamento. Releamos el magnífico capítulo 18, versículo 14, del Génesis: «¿Hay algo imposible para el Señor?». ¡Qué asombro reparar en que, al decir esto a Abrahán, Dios tenía en la mente lo que diría después de siglos a la Virgen por boca del ángel: «Para Dios nada hay imposible»! Esta frase está por tanto al comienzo de la historia de la salvación de la humanidad, en los comienzos de la gran profecía del pueblo de Israel, del pueblo nuevo, del mundo nuevo, mediante el anuncio del ángel a la Virgen; y también está en el origen de la ascesis del hombre nuevo, de sus perspectivas y de su actitud propia, descrita en el capítulo 17 de Mateo. Después de que el joven rico, ante la invitación de Cristo («Vende lo que tienes y luego vente conmigo»), «se fue triste, porque tenía muchos bienes»10 –estaba apegado a lo que tenía– Cristo increpó a los ricos. Pero no era un problema de dinero en última instancia, hasta el punto de que los apóstoles, ante sus palabras: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos», dijeron: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Y ellos eran gente pobre, habían dejado lo poco que tenían. Jesús respondió: «Para los hombres es imposible, pero para Dios nada hay imposible»11. ¿Cómo es posible vivir nuestra existencia y el mundo con ese desprendimiento –porque este es el pobre– que caracteriza el juicio y el uso de las cosas a la luz de su función última? O lo que es igual, ¿cómo es posible vivir en función del reino de Dios? Jesús lo había explicado un poco antes hablando del matrimonio. ¿Cómo es posible vivir el matrimonio en función del reino de Dios?, le preguntaron. Él, por toda respuesta, había agravado la cuestión hablando de la virginidad. ¿Cómo se puede vivir en el mundo sin tener mujer, en función del reino de Dios? Es lo mismo, son dos problemas iguales. ¿Cómo es posible vivir en función del reino de Dios? «Para los hombres es imposible, pero para Dios nada hay imposible». Para Dios no hay nada imposible. Por eso Péguy, en las primeras páginas de su drama, identifica la esperanza con la imagen de una niña, es decir, identifica al pobre de espíritu –al igual que el Señor– con el hombre que espera12. Para esperar hace falta tener pobreza de espíritu, hace falta ser como niños, porque el único y auténtico motivo de la esperanza es el apoyo en Otro, el apoyo en el Dios vivo que llega a ser una presencia para nosotros, llega a ser nuestro mismo corazón.
Ante la “demoralización” propia del hacerse adultos, que es imposible evitar del todo y que advertimos claramente por poca sensibilidad que nos quede (por eso, en mi opinión, no advertirla es señal de embotamiento de la sensibilidad moral), ante la pérdida de tensión moral que sucede al hacernos adultos, no en un sentido banal del término, sino con respecto a esa familiaridad con Dios en que consiste la esencia de la vida del hombre, la esencia de la vocación humana («Hemos recibido el Espíritu, con el cual decimos: “Abba”, Padre»13, ¿qué hacer?) A semejante “demoralización” nuestra compañía debe oponer una ayuda para que llevemos la esperanza dentro del espacio y el tiempo concreto, para que nuestra vida esté definida por la esperanza. La esperanza es una idea dominante, un sentimiento –si queréis– más dominante que cualquier otro, que atraviesa todos los demás, que califica a todos los demás: «Para Dios nada hay imposible»; no para el dios de nuestros pensamientos, repito, sino para el Dios que se hizo hombre, para el Dios vivo que se hace presente entre nosotros. Por eso es necesario leer la apología de Abrahán que hace san Pablo en la Carta a los Romanos, capítulo 4, versículos 18 al 25 (esa es nuestra imagen, la imagen que cada uno de nosotros deberá asimilar) y la Carta a los Hebreos, todo el capítulo 11.
¡Qué niño es, qué pobreza de espíritu tiene ese maestro del espíritu de los primerísimos siglos de la historia cristiana que es Efrén el Sirio! ¡Qué alma de niño tiene cuando escribe esta oración, la oración del adulto, del anciano: «He aquí que mi vida declina de día en día y crecen mis pecados. Oh Señor, Dios de las almas y de los cuerpos, Tú conoces mi debilidad. Concédeme, Señor, Tu fuerza, sostenme en mi miseria [...]. Oh Señor, no desoigas mi oración [...] y consérvame Tu benevolencia hasta el fin»14!
«De día en día crecen mis pecados»: este es el origen obvio, justo –justo en el sentido de que explica–, que justifica la “demoralización”. Pero debe acontecer algo en nosotros absolutamente distinto de una “racionalidad humana”, por lo cual ya no confiemos en nuestras fuerzas, ya no pongamos nuestra confianza en lo que hacemos, algo que haga que el juicio sobre si vale la pena vivir no dependa de ninguno de nuestros planes. Pues bien, es exactamente esta la misteriosa raíz que yo he llamado “corazón”: y la cercanía de Cristo a nuestro corazón, esta presencia de Cristo en nuestro corazón es lo que irá produciendo el cambio profundo de nuestro sujeto; resulta extraño decirlo, pero entonces nuestros planes, nuestras obras y compromisos adquirirán una energía, una capacidad, una consistencia y una utilidad que jamás hubieran tenido.
Cuando un querido amigo nuestro, monje de la Cascinazza, nos hizo llegar una oración medieval que después se difundió (por lo menos aquí en Milán), tal vez no se imaginaba que estaba haciendo algo útil para muchos. Pero, ¿por qué útil para muchos? Porque es imposible o muy raro encontrar un corazón así, y comprobar por tanto el advenimiento de este hombre nuevo al que todos aspiramos, al que todos tendemos. Necesitamos esta pobreza del corazón o esta novedad del corazón más que cualquier otra cosa. La lejanía de la que he hablado antes, en efecto, no es solo con respecto a Cristo, sino en el fondo también con respecto a la propia esposa, porque la lejanía con respecto a Cristo constituye un freno en la relación con cualquier hombre y con nosotros mismos. Uno se vuelve «dos». Sin vivir esa responsabilidad, como decía Bosquet, uno se vuelve dos, tres, mil, cero. Dice la oración: «Padre mío, yo te pido: haz de mí lo que quieras. Soy miserable, Señor, tú lo sabes: sálvame tú como quieras. Entonces nada me hará daño, cuando desde lo hondo de mi corazón creo en ti. Toda mi energía parece abandonarme, tú eres mi salvación. Soy ciego y te busco. He caído, levántame tú. Tu mano me hizo. No pido nada más que Tú. Padre mío, te pido: haz de mí lo que quieras. Nada soy sin ti: haz de mí lo que quieras»15. El ejemplo que el monje suponía para la vida del pueblo cristiano se situaba en el nivel de esta sencillez. Pero quiero decir también que no es un discurso sentimental o de carácter, de temperamento: nos indica una dirección sin la cual nadie se encuentra a sí mismo ni puede contribuir realmente a edificar un mundo nuevo.
Quizá se comprenda bien con esta carta que me ha escrito una universitaria: «A veces es como si nadie reconociese al Señor, porque todas las cabezas están replegadas sobre los errores propios y ajenos, sobre los problemas y proyectos. Parece insostenible el esfuerzo de levantar la mirada desde uno mismo hacia esa Presencia. De esta forma Cristo no consigue verdaderamente movilizar nada de nuestra persona, no le damos gloria. Se piensa en Cristo y se actúa en nombre de Cristo, pero no se reconoce al Señor resucitado, victorioso y presente». No he encontrado nunca, hasta ahora, en sesenta años, una expresión más sintética y más precisa de la enfermedad mortal que afecta al pueblo cristiano y, más en particular, a quienes quieren vivir el cristianismo en serio, como por ejemplo la gente del movimiento. Y digo que es una expresión sintética también en el sentido de que es de una extrema sencillez. Por eso os la leo, porque esta mañana pretendía deciros solamente esto, para proclamar que la Fraternidad de Comunión y Liberación no desea otra cosa que generar conciencias así, y ya está, porque entonces estaríamos seguros de que algo nuevo sucede en el mundo. «A veces es como si nadie reconociese al Señor, porque todas las cabezas están replegadas sobre los errores propios y ajenos, sobre los problemas y proyectos. Parece insostenible el esfuerzo de levantar la mirada desde uno mismo hacia esa Presencia. De esta forma Cristo no consigue movilizar nada verdaderamente de nuestra persona, no le damos gloria. Se piensa en Cristo y se hace en nombre de Cristo, pero no se reconoce al Señor resucitado, victorioso y presente».
Desde hace unos años utilizo una comparación quevuelve a proponer esta conciencia con una imagen. Creo que debemos tomar al pie de la letra lo que dice Cristo: «Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos»16. ¿Dónde expresa el niño totalmente su ser, cuándo es verdadera y totalmente él mismo, sino en el instante en que, dentro de una circunstancia tranquila, dentro de una circunstancia gozosa o adversa y dolorosa, mira a su madre y hay una fracción de segundo en la que es como si olvidase todo, porque lo que llena su cara, su persona, es decir, su consistencia, es la presencia de esa mujer o de ese hombre, que es su padre? Lo que caracteriza al niño es que su consistencia es la presencia de otro, de uno mayor que él, una mujer o un hombre. Una presencia: esa es toda su consistencia.
Tanto en la oración medieval como en la de Efrén el Sirio todo se recapitula en tener un corazón de niño. Y tener un corazón de niño quiere decir levantar la cara de nuestros problemas, proyectos, defectos y esfuerzos, levantar la mirada de los defectos ajenos, para mirar a Cristo resucitado. «Levantar la mirada desde uno mismo hacia esa Presencia». Es como si tuviese que soplar un viento que nos arranque de todo lo que nos tiene atados; entonces el corazón recobra soltura, o mejor, se hace libre: sigue viviendo en la carne, es decir, se equivoca como antes («De día en día crecen mis pecados», decía el gran san Efrén), pero es como si otra cosa hubiese entrado en el mundo. Un hombre nuevo ha entrado en el mundo y, con él, un camino nuevo. «He aquí que se ha abierto un camino en el desierto: ¿no lo veis?»17. En el desierto del mundo se abre un camino, se abre por tanto la posibilidad de crear obras, pero sobre todo de llevar a cabo “la obra”. Las obras son la expresión de lo humano; “la obra” es un hombre nuevo, una compañía humana nueva.
Sin esta sencillez, sin esta pobreza, sin levantar la mirada desde nosotros mismos hacia esa Presencia, es imposible una compañía que venza ese obstáculo último y se convierta verdaderamente en camino. Es imposible. Es decir, es imposible crear una compañía que sea verdaderamente una ayuda para caminar hacia el destino si para las personas que forman parte de ella el destino no lo es todo. Y el destino se hizo uno de nosotros, un hombre como yo, que murió y resucitó, y el acontecimiento de su resurrección continúa en el mundo y vibra en mí. Hay que levantar la mirada desde uno mismo hacia esta Presencia, hacia la presencia de Cristo resucitado.
Quiero ahora recordar el discurso de Juan Pablo II en Pascua –leo dos o tres pasajes– y después dejaros para meditar algunos fragmentos de la Biblia. Dice el Papa: «[Primero:] entre la vida y la muerte tiene lugar una lucha desde el principio. Tiene lugar en el mundo la batalla entre el bien y el mal. Hoy la balanza se inclina de una parte: la Vida ha salido airosa, el Bien ha salido airoso. Cristo crucificado ha resucitado del sepulcro, ha inclinado la balanza a favor de la Vida. Ha injertado de nuevo la vida en la tierra de las almas humanas. La muerte tiene [ya] sus límites. Cristo ha abierto una gran esperanza [...]. [Este es el anuncio. Pero, ¿en qué situación vivimos?] Pasan los años, pasan los siglos. Nos hallamos en el año 1982. La Víctima pascual sigue siendo como la vid injertada en la tierra de la humanidad. En el mundo siguen luchando el bien y el mal. Luchan la vida y la muerte; luchan el pecado y la gracia. Estamos en 1982. Debemos pensar con inquietud hacia dónde se dirige el mundo contemporáneo. Al haber hundido profundamente las raíces en la humanidad de nuestro tiempo, las estructuras del pecado, como una larga ramificación de mal, parecen ofuscar [todo] el horizonte del Bien. [...] Parecen amenazar con la destrucción al hombre y a la tierra. [...] [Pero] aunque en la historia del hombre, de los individuos, de las familias, de la sociedad y finalmente de la humanidad entera el mal se hubiese desarrollado desproporcionadamente, ofuscando el horizonte del bien, ¡nunca te superará! Cristo resucitado ya no muere más. Aunque en la historia del hombre [...] se potenciase el mal; aunque humanamente no se viese como posible la vuelta a un mundo en el que el hombre viva en paz y en justicia, al mundo del amor social, aunque humanamente no se viese esta posibilidad, aunque se enfureciesen las potencias de las tinieblas y las fuerzas del mal, Tú, Víctima pascual, Cordero sin mancha, Redentor, ¡has obtenido ya la victoria! ¡Tu Pascua es [este] paso! Tú has [...] hecho de ella nuestra victoria. [...]El misterio de la Resurrección permanece en el corazón mismo de la muchedumbre innumerable [...]. El Misterio Pascual de la Reconciliación permanece en la profundidad del mundo humano. ¡Y de allí no lo arrancará nadie!»18.
Debemos aplicarlo literalmente a nosotros mismos, porque lo que existe en el mundo no es más que la proyección aumentada –por eso la miramos con ojos mucho más asustados– de lo que hay en nosotros. Pero el misterio pascual de la reconciliación permanece en el mundo humano, incluso en la abismo de nuestro mal, y de ahí no lo arrancará nadie jamás.
«Levantar la mirada hacia esa Presencia». En otros términos, litúrgicamente, podríamos decir: «Vivir Su memoria». Yo quería únicamente recordar que nuestra historia, nuestra historia cristiana, nuestra historia de movimiento, ha llegado como a la cima, y allí se ve obligada a simplificarse totalmente. El Señor nos ha puesto juntos y nosotros hemos aceptado juntarnos justamente para que esta simplicidad se realice, para que esta simplificación última suceda, para que este cumplimiento se verifique. Estamos juntos para que esta simplicidad suceda en nosotros: por una parte debe incrementarse una conciencia viva de nuestro pecado que, como «estructuras de mal», dice el Papa, se ramifica en nosotros (esta mezquindad es lo que define sin comparación nuestros días, en el sentido de que “acaba con” ellos, que “los hecha a perder”); por otra parte, debe crecer la certeza, la seguridad, la certeza y la seguridad de que todo este mal que hay en mí es vencido –¡vencido!– por una presencia. Como para el niño: en cualquier condición en que se encuentre, la presencia de su madre o de su padre le dan la seguridad de que todo está bien, de que todo está en su sitio.
Quisiera que esta mañana, en el tiempo de silencio, meditaseis la extraordinaria profecía del hombre al que Cristo ha venido a salvar, es decir, la profecía de cada uno de nosotros. Leed en Isaías, capítulo 38, el Cántico de Ezequías19, todo el capítulo 41 y después el capítulo 55, porque creo que ahí se expresa el espíritu o el sentimiento de uno mismo que estamos llamados a “restituir” ahora de forma madura (“restituir” porque es el espíritu de cuando éramos niños; “de forma madura” porque somos adultos): estamos llamados a “restituirlo” en vida, para que nazca una vida nueva y sea fuente de una presencia humana distinta, fuente de una compañía distinta y fuente de obras distintas. La lectura de estos tres pasajes de Isaías, que se encuentran entre las páginas más bellas de la Biblia, debe llevarnos a comprender y a sentir con mayor facilidad (la profecía se hizo para hacernos más capaces de comprender lo que Cristo nos trajo), psicológicamente, la actitud nueva que debemos asumir: tener conciencia de nuestro mal, sentir dolor por ello, pero un dolor inmediatamente sumido en la certeza, arrollado por la gratitud, con un acento de alegría y confianza por el pensamiento de la presencia de Cristo.
Que Cristo llegue a ser presencia en nuestro corazón, en la raíz de todo lo que somos: creo que este es el cambio al que debemos aspirar. No deben cambiar las cosas que hacemos o que no debemos hacer, sino el corazón. Nuestra compañía existirá sólo para esto, aspirará sólo a esto. Es verdad también que no se puede estar en una compañía que ayude a esto si uno no lo desea antes, es decir, si de algún modo ya no ha preferido esta sencillez, si esta pobreza de espíritu o esta presencia de Cristo en el corazón no es algo ya hondamente deseado. Si no está ya presente y domina en nosotros, si otra cosa ocupa nuestro corazón, es imposible que nos insertemos en una compañía de este tipo: se vuelve a la compañía que hemos tenido siempre. En cambio no debemos perder esta ocasión, este momento culminante, esta ocasión vertiginosa que el Señor nos ofrece.
Monseñor Cox, que es el secretario del Dicasterio para la Familia creado por Juan Pablo II, fue a Turín para hablar en una reunión organizada por nuestras familias. Algunos de los presentes me escribieron que, cuando alguien le preguntó sus impresiones sobre nuestros Centros Culturales, que había visitado, monseñor Cox respondió que en Italia se había encontrado con una Iglesia muy individualista y formalista, con muchos pastores separados de la gente y extraños a su experiencia, y esto le dolía mucho. Se alegró cuando conoció la realidad de CL, porque conoció a gente abierta, que vive con alegría la fe en medio del mundo, dentro de las distintas situaciones concretas. En su opinión, CL tiene un método muy interesante y original porque, viviendo la comunidad cristiana, es capaz de generar instrumentos y formas de presencia en la sociedad que no se identifican con la comunidad o con el movimiento, y por tanto son para todos, pero al mismo tiempo no tienen miedo de declarar su propio origen e identidad, y esto para él es sumamente original e importante. Esta observación de monseñor Cox, muy justa y que va al nucleo de la naturaleza del movimiento, junto a la importancia histórica que tiene nuestra presencia, tal como la ha reconocido la Iglesia, revela una vez más y de forma ahora insoslayable que el problema son las personas. El problema es que las personas que viven esta experiencia la vivan hasta el fondo. Vivirla hasta el fondo no quiere decir dejar de ser pecadores, sino ser verdaderos: esta verdad está en la fe, y la fe es reconocer que Dios se ha hecho hombre y que ha resucitado por nosotros, ha vencido ya por nosotros, y que este hombre que ha vencido está presente. Pero no está presente si no penetra el corazón. Si penetra el corazón se convierte en el contenido más inmediato de nuestra mirada, y nuestra mirada no es ya prisionera de lo que somos, de lo que son los otros o de las circunstancias. Es como un niño que mira a su madre. Así debe ser nuestro corazón. Os pido que leáis el Salmo 13120 en la Biblia de Jerusalén. Quisiera que aprendiésemos de memoria este brevísimo salmo, para que se convierta en camino personal de todo el que forme parte de la Fraternidad.
Siento no haber dicho lo que quería decir de forma más breve y sencilla. Ante la impresión de encontrarme esta mañana de nuevo delante de los que estaban en los pupitres cuando les daba clase hace muchos años, quería deciros que «la esperanza es la fe que más ama Dios»21 –escribe Péguy–, porque la esperanza es la alegría que tiene el niño al mirar la vida cuando se da cuenta de que está su madre y la mira, es la alegría con la que cada uno de nosotros está llamado a mirar y a afrontar el mundo con la certeza sencilla de que está ya redimido, porque Cristo ha resucitado y vive en él. Su compañía hace posible la nuestra, mientras que la lejanía con respecto a Cristo en nuestra vida de adultos es la raíz última del obstáculo que se interpone en nuestra convivencia, inclusive en la realidad familiar, en la compañía entre hombre y mujer.
Os rogaría que ahora os recogieseis en silencio. Que cada uno rece el Angelus por su cuenta en este tiempo, porque esta es una práctica que no se puede olvidar: es la práctica que obliga a empezar siempre, a volver nuestra memoria siempre al principio.
Esta mañana he querido identificar el fondo de la cuestión. Porque, lo repito, sin este corazón, será difícil que vivan las fraternidades, es decir, que estén juntas, que se mantengan unidas. ¿Sabéis por qué comenzó el movimiento? El movimiento comenzó porque eran “chavales”: es necesario volverse como ellos para hacer la Fraternidad, pues de otro modo es imposible que suceda. Pero este “volverse chavales”, a los cuarenta, cincuenta o sesenta años, es el culmen de la vida y la fuente de esa juventud que permite actuar, es decir, crear: es la fuente de la fecundidad.
Notas
1 Juan Pablo II, Homilía, Viaje a la República de Santo Domingo, Méjico y Bahamas, 26 de enero de 1979.
2 K. Wojtyla, Discorso in occasione della festa di santo Stefano, 26 de diciembre de 1976, en Discorsi al Popolo di Dio, Rubbettino, Soveria Mannelli 2006, p. 187.
3 P. Lagerkvist, "Un desconocido es mi amigo", en L. Giussani, Mis lecturas, Encuentro, Madrid 1997, p.153.
4 Ex 33, 18.
5 G. Giusti, Sant'Ambrogio, en Poesie, Garzanti, Milán 1945, p. 250.
6 Cf. L. Giussani, Moralidad: memoria y deseo, en El rostro del hombre, Encuentro, Madrid 1996.
7 A. Bosquet, Essere uno, en Il dubbio e la grazia, Cittá Armoniosa, Reggio Emilia 1981, p. 163. (Edición española: De la duda y de la gracia (1945 a 1984), Laia, Barcelona 1986).
8 Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Encuentro, Madrid 1991, p. 13.
9 Lc 1, 37.
10 Cf. Mt 19, 21-22.
11 Cf. Mt 19, 23-26.
12 Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, o. c., pp. 21-23.
13 Cf. Ga 4, 6.
14 San Efrén el Sirio, Oración en la vejez.
15 Cf. Pater mi, en Canti, Cooperativa Editoriale Nuovo Mondo, Milano 2002, p. 50.
16 Mt 18, 3.
17 Cf. Is 43, 19.
18 Juan Pablo II, Messaggio Urbi et Orbi, 11 de abril de 1982.
19 Cf. Is 38, 9-20.
20 "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre".
21 Ver nota 8.
En el libro: L. Giussani, La Fraternidad de Comunión y Liberación. La obra del movimiento (Ediciones Encuentro, Madrid 2007) están publicadas la asamblea y la síntesis de los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de 1982.
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