Cuando poco antes de acabar el curso, Elena, me invitó a ir a Comillas a unas vacaciones que organizaban su grupo de amigos, yo acepté. Descansaría del trabajo del último mes, y conocería gente nueva. No sabía entonces que una decisión tomada a la ligera y de forma titubeante me iba a revelar una realidad nueva que haría cambiar mi visión de las cosas y de las personas.
Desde luego, descubrí una realidad diferente, formada por gente distinta a la que yo había conocido hasta entonces. Allí se mezclaban italianos como españoles, chicos de primero de BUP con otros que estaban a punto de acabar sus carreras, y a pesar de la edad y el idioma diferente existía entre ellos una compenetración y comunicación que difícilmente yo había visto hasta ese momento incluso entre personas que llevaban varios años juntos.
En ellos se notaba un gusto por vivir y una gratuidad que se reflejaba en darse sin pedir nada a cambio, en una aceptación y valoración de los demás, respetando en todo momento la libertad y el ser de los otros.
El gusto por vivir se reflejaba en el entusiasmo con que se hacía todas las cosas a lo largo del día, tanto los juegos y bailes cuanto las conversaciones sobre temas importantes, o las horas dedicadas a rezar. En ellos había una mezcla de inocencia y madurez; inocencia propia de los niños, en su forma de jugar, gestos y sonrisas, pero a la vez, al hablar de cuestiones importantes poseían una madurez que se concretaba en criterios sólidos y razonables que contenían una mayor humanidad que los que yo tenía o había escuchado hasta entonces.
Una gratuidad, entregarse a los demás sin pedir nada a cambio. Yo a pesar de no conocer prácticamente a nadie, en ningún momento me sentí sola, al contrario, desde el principio fui aceptada y acogida por todos. En esos días que estaba cargada de preguntas, siempre se acercó alguien a hablar conmigo intentando ayudarme de forma sincera y sin ningún tipo de pretensión.
Un momento importante de las vacaciones donde esto se mostró para sí claramente fue una noche en la que se organizaron una serie de interpretaciones musicales. Dos de los chicos italianos eran violinistas e interpretaron unas piezas. El clima que se creó fue especial y yo sentí algo que no había experimentado en toda mi vida al escucharlos tocar. Era porque en la música que ellos hacían salir de sus violines, nos estaban ofreciendo toda su vida, y lo hacían sin darle importancia, de forma totalmente gratuita. Cuando terminaron, uno de ellos nos dijo que la pieza que había interpretado era la misma que tocó para su examen en el conservatorio y que esa noche le había salido mucho mejor.
Fueron días impactantes para mí en los que emociones, pensamientos y sentimientos se sucedían con rapidez. Y si al principio intenté mantener una postura de espectador de fenómeno nuevo, pronto desistí y me convertí en protagonista pleno. A partir de entonces, mi enemigo el el tiempo. Yo quería captar todos los detalles, profundizar en el conocimiento de las personas, y cada día sucedían miles de cosas que ni siquiera tenía tiempo de medio asimilar. Lo que estaba, en el fondo, buscando era la respuesta a la pregunta fundamental que me planteaba aquellos días: ¿qué hace que estas personas sean diferentes, y mucho más humanas que las que yo había conocido hasta entonces?
Cuando terminaron las vacaciones tres sentimientos predominaban sobre el resto: primero un agradecimiento hacia estas personas por la ayuda que me habían prestado simplemente con su forma de ser. Además era consciente de la afortunada que había sido al poder conocerlas. Pero, sobre todo, sentí la intuición de que ellos eran reflejo de algo más grande, representaban una humanidad nueva, que ofrecían una promesa de felicidad y que lo que había presentido en ellos podía cambiar y llenar de sentido mi vida.
Ahora han pasado cuatro meses desde que volví de Comillas, y esa promesa de vida nueva me hizo permanecer en el Movimiento; poco a poco, lo que en principio intuí se ha ido convirtiendo en algo evidente, y he encontrado la respuesta a mi pregunta, esta es Cristo, una presencia que transforma a las personas, dando sentido a sus vidas, convirtiéndose en su destino y su ideal. De ahí surge el gusto por vivir, al saber lo que somos y a dónde vamos y la gratitud en la relación con los demás, compañeros nuestros de camino hacia un destino común.
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