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Huellas N.01, Enero 2022

PRIMER PLANO

Mi corazón es como un slum

Anna Leonardi

La clase de gimnasia con Dixon, la chica del bache, el cuchillo de Ketty... Andrea Nembrini cuenta desde Kampala, Uganda, hechos que le enseñan a vivir

Para llevarle hasta África bastó con un whatsapp. Andrea Nembrini, 37 años, aún lo guarda en la memoria de su smartphone. «Es de 2016. Matteo Severgnini, un gran amigo de Uganda desde hace años, me escribió: “¿Te apetece venir a echarme una mano en Kampala con la Luigi Giussani Primary School?”». Andrea lo pensó diez segundos antes de responder que “sí” a pesar de que daba clase en un colegio estupendo de Milán y que África nunca había estado entre sus proyectos. «Me he preguntado muchas veces cómo pude tardar tan poco en responder. En aquel mensaje percibí una promesa de bien para mí, el presentimiento de algo que merecía la pena seguir».
Aún hoy, ya como coordinador didáctico de la escuela elemental, Andrea sigue necesitando conservar en su mirada aquel hecho y la forma en que sucedió. Eso le ayuda a reconocer el mismo soplo de atractivo en multitud de pequeños hechos que le pasan cada día.
Como hace unos meses, cuando iba en coche por la calle que lleva hasta la puerta del colegio, a la entrada del barrio de Acholi, el slum (asentamiento chabolista, ndt.) más grande de Kampala. «Hay un punto en el que siempre reduzco la velocidad para evitar un bache enorme, donde aquella mañana había un grupo de gente alrededor. Miré por la ventanilla y me di cuenta de que dentro del agujero había una chica». Acurrucada en un metro de tierra rojiza, desnutrida, sucia, con la mirada perdida, era una de la muchas “locas” que merodean por la ciudad. Andrea siguió su camino, pero esa chica no se le fue de la cabeza en toda la mañana. Hacia las once oyó un gran bullicio procedente del jardín de la escuela. Era una mezcla de cantos y gritos de júbilo: las mujeres del Meeting Point International, madres de sus alumnos que, al volver de hacer jogging, se habían encontrado con la pobre chica del bache. «La trajeron hasta aquí y yo me sentí muy mezquino. Las miraba con sentimiento de culpa mientras la lavaban, vestían, peinaban y le daban de comer». Pero esa sensación le duró poco, «enseguida me invadió el agradecimiento por lo que estaba viendo. Dejé de pensar en que yo no me había parado a ayudar a esa chica, ya solo contemplaba la belleza de lo que estaba sucediendo delante de mí».

Una diferencia que Andrea ha percibido muchas veces en sus amigos ugandeses. Y que le impacta, porque es signo de una cultura nueva en medio de una sociedad donde la violencia parece ser la única fuerza sobre la que se construyen las relaciones. La guerra civil, que en los años ochenta destrozó pueblos y familias, y que corrompió a mujeres y niños convirtiéndolos en asesinos, ha dejado profundas secuelas. Todavía hoy sigue vigente en los colegios el caning, que consiste en fustigar a los alumnos por sacar malas notas, y es normal ajusticiar a un hombre al que han pillado robando, prendiéndole fuego en la calle.
Pero en medio de toda esta barbarie hay hechos que narran una historia distinta. Como Gladys, una chavala del barrio de Acholi que fue a la Luigi Giussani. «Estaba en su primer año de universidad y un día nos la encontramos en el colegio, temblando después de ver arder a un hombre en el mercado. Nos dijo: “Ha robado, se ha equivocado y le han castigado. ¿Pero quiénes somos nosotros para decidir que ya no merece vivir? Él tiene un valor más grande que todo el mal que pueda haber cometido”. Esa chica estaba desafiando siglos de cultura popular, comparándola con su corazón. Una revolución».
Lo mismo le pasó con Dixon, profesor de gimnasia. Suele salir con los alumnos a dar clase en las explanadas del poblado. Eso genera una cierta atracción entre todos los niños que no van al colegio. Un día Dixon fue a buscar a Andrea para hablar con él. «Hay un niño del slum que cada vez que salgo con la clase me busca porque él también quiere participar. Le he tomado cariño… y me gustaría traerlo, yo pago su cuota». Andrea se quedó atónito, sabe cuánto gana Dixon. Sabe que ya paga la cuota de sus hijos y que poco más le queda luego en la cartera. Al preguntarle el motivo, le respondió: «Tú no lo sabes, pero yo también tuve alguien que pagó mis estudios. Eso en África equivale a salvarte la vida. No sé quién fue mi benefactor. Solo sé que alguien de Italia que no me conocía quiso apostar por mí y yo nunca he podido darle las gracias. Ahora tengo la oportunidad de devolver lo que recibí y también puedo ofrecer mi presencia a este niño».

No siempre es así. A veces las sorpresas tienen sabor amargo. Pero eso, para Andrea, no significa que den menos fruto. Así fue con un empleado de la escuela. «Parecía que había una sintonía perfecta. Si había alguno de mis colaboradores del que pudiera fiarme, era él. Cuando me enteré de que llevaba años engañándonos para llevarse grandes sumas de dinero de la escuela fue un shock». La decepción y la decisión de despedirlo le hicieron entrar en crisis. Fue a ver a la directora, Rose Busynge. Quería revisar la gestión, la didáctica, el personal, y llevaba todos los datos actualizados. Pero sobre todo llevaba el peso de su inadecuación. Ella le escuchó atentamente, luego atacó: «Si sigues así, en una semana estarás acabado. Tu medida te aplastará. Yo también vivía así antes de conocer a don Giussani. Luego, cuando fui a verle a Italia, comprendí “de Quién era” y volví a África. Pero ya no me derrumbé. Porque cuando sabes “de Quién eres”, también sabes quién eres». Y añadió: «Tú también lo tienes que entender porque de otro modo, aunque consigas un colegio perfecto, no serás feliz. Tienes que entender si es verdad que tu nombre está escrito en el cielo. Es lo único que importa».

Aquella conversación dio inicio a un nuevo camino, a una forma distinta de comenzar sus jornadas. Y de acabarlas. «Hay noches que me voy a la cama con un peso en el corazón y me digo: “No, hoy no ha ido bien”. Pero ahora sé que lo que me cansa es mi quehacer, porque nunca es suficiente. Estoy aprendiendo que el problema de la vida no es moverse, sino conmoverse. Si me falta esta conmoción, ¿qué puedo hacer? Yo no puedo generarla, tiene que suceder. Por eso, solo puedo pedirla cada mañana».
Esa misma necesidad la reconoce Andrea en Ketty, una mujer que durante la guerra fue secuestrada por los rebeldes y luego, cuando volvió al slum, enferma de Sida y con hijos, la acogieron y cuidaron en el Meeting Point. Ahora sus hijos van a la Luigi Giussani. Pero hay días en que sus heridas vuelven a abrirse y atormentarla. Un día, Andrea la oyó contar que «una mañana estaba tan desesperada que agarré un cuchillo, me senté en el suelo de la chabola y me dije: “Espero a mis niños, los mato y luego acabo con todo”. Pero cuando volvieron de la escuela venían muy contentos. Me levanté, agarré el cuchillo y salí corriendo a buscar a Rose. Se lo entregué y le dije: “Repíteme lo que me dijiste cuando me viste por primera vez. Que yo tengo un valor infinito”».

La necesidad de Ketty ayuda a Andrea a abrazar la suya y la de los demás. En septiembre, con varios profesores, organizó las visitas domésticas. Iban a buscar por el poblado a los alumnos que, a causa del Covid, llevaban más de un año sin ir a clase. Nunca se había adentrado tan profundamente en el slum. Algunas chabolas están a casi dos horas andando. Para llegar, tuvo que escalar por alambradas y chapas, arrastrarse por alcantarillas y fango. «No esperaba que me acogieran así. Al vernos, los niños se echaban a llorar y se nos lanzaban al cuello. Todos sentían una gran nostalgia por la escuela», cuenta Andrea. La misma nostalgia que sentía él. «Mientras iba andando, pensaba que en el fondo yo no espero otra cosa que alguien que llegue hasta mi “poblado”, alguien dispuesto a cruzar todas las barreras y obstáculos. Alguien a quien yo también pueda entregar mi cuchillo».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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