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Huellas N.11, Diciembre 2021

PRIMER PLANO

En un bar de Alaska

Andrea Fazioli

«El mundo existe continuamente. Basta con mirarlo para que, aun cuando parezca acercarse a la nada, manifieste su presencia». Un viaje literario por los cinco continentes en compañía de Wallace, Lispector, Charms, Weil y Hampâté Bâ

Un antropólogo solía caminar junto a varios grupos de aborígenes australianos. Al principio no lograba entender por qué de vez en cuando se detenían sin previo aviso, incluso cuando no tenían necesidad de dormir ni de comer. Permanecían inmóviles unos segundos y luego reanudaban la marcha. Cuando logró tener la suficiente confianza para hacerles una pregunta tan específica, los aborígenes le respondieron: esperamos a nuestras almas, que se han retrasado por el camino.
Al leer este episodio sonreí. Luego pensé: ¿y si tuvieran razón? ¿Y si mi alma se hubiera quedado en alguna parte del camino, admirando el paisaje, mientras yo corría a otro sitio? El camino del conocimiento pasa por la espera. A veces solo se comprende un lugar después de haberlo visto mucho tiempo. Por lo que se refiere a los seres humanos, la comprensión también supone un proceso mutuo, lleno de fulguraciones inmediatas y de largas dilaciones, dedicando tiempo a esperarse el uno al otro.

Con la ayuda del autor estadounidense David Foster Wallace (1962-2008), quisiera dar un salto de los aborígenes a los esquimales. En un discurso titulado Esto es agua, pronunciado en 2005 con motivo de la ceremonia de graduación en el Kenyon College, Wallace cuenta la historia de dos tipos, uno ateo y otro creyente, que charlan «sentados en un bar de Alaska». El ateo le cuenta que, encontrándose solo en medio de una tormenta, había rezado a Dios pidiendo su salvación. «Entonces ya no tienes excusas para no creer», le responde el creyente. «¡Aquí estás, vivo y coleando!». A lo que el otro dijo, resoplando: «No pasó nada, solo que dos esquimales que estaban de paso me indicaron el camino hacia el campamento». La misma experiencia lleva a dos interpretaciones distintas, comenta Wallace. Pero no hay que olvidar que depende de una decisión personal, no es una reacción innata ni impuesta desde lo alto.
En ese mismo discurso, el autor evoca una situación desagradable. Una larga fila en el supermercado después de una jornada de trabajo, agotado por el estrés y los molestos comportamientos estúpidos o prepotentes de los demás. El rencor, la desolación y la rabia van en aumento. Wallace invita a mirar las cosas de otra manera. ¿Por qué no pensar que los demás, en la fila de la caja, pueden estar tan frustrados como yo, y que muchos de ellos tendrán una vida peor que la mía? La decisión es entre «actuar de la manera predefinida», dejando que prevalezca la certeza de conocer ya la realidad, o «decidir conscientemente lo que importa y lo que no». Para esta segunda opción, es necesario «haber aprendido a prestar atención».
Como decía en una entrevista, para Wallace la misión de la narrativa «no es tanto observar en nombre de la gente, sino sobre todo hacer entender a los lectores que ellos también son capaces de observar». Pero en algunos casos la decisión de prestar atención puede resultar difícil, cuando no imposible. Wallace expresa algo parecido en el fulminante relato Una historia radicalmente concentrada de la era postindustrial.

Cuando fueron presentados, él hizo un comentario ingenioso porque quería caer bien. Ella soltó una risotada estrepitosa porque quería caer bien. Luego los dos cogieron sus coches y se fueron solos a sus casas, mirando fijamente la carretera, con la misma mueca en la cara.
Al hombre que los había presentado no le caía demasiado bien ninguno de los dos, pero fingía que sí porque le preocupaba mucho tener buenas relaciones con todo el mundo. Después de todo, nunca se sabe, ¿verdad que no? ¿Verdad? ¿Verdad?


Esta espeluznante descripción de la sociedad, preñada de vacío, de la necesidad de caer bien, de incomunicación, se encuentra en muchas obras de Wallace. Los personajes están encerrados en el recinto de su angustia. El final –«¿Verdad que no? ¿Verdad? ¿Verdad?»– muestra la conciencia de que no hay esperanza. Es un estado de ánimo cercano a la depresión. Quien ha sufrido esta enfermedad sabe que no basta con optar por cambiar de perspectiva, no bastan los discursos llenos de buena intención, no basta con usar la racionalidad, porque se ofusca. Como escribe Wallace en su novela La broma infinita, «una persona en semejante estado es incapaz de empatía con cualquier otro ser viviente».
El problema que plantea el autor norteamericano se refiere a la esencia de la realidad: o es algo que está fuera de nosotros, a lo que podemos prestar atención, con lo que podemos interactuar, o es solo un reflejo de nuestro yo. Para explicarlo mejor, tomemos otro relato breve, esta vez del autor ruso Daniil Kharms (1905-42).

Había un hombre pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Ni siquiera tenía cabello, así que eso de que era pelirrojo es un decir. No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz. Ni siquiera tenía brazos ni piernas. Tampoco tenía estómago ni espalda, ni espina dorsal, ni intestinos de ningún tipo. De hecho, no tenía nada. De modo que es muy difícil entender de quién estamos hablando. Tal vez sea mejor ya no hablar nada más de él.

La narración consiste en desmantelar al personaje, hasta tal punto que va desapareciendo progresivamente, reducido a la nada. Sin embargo –justo porque podemos hablar de un personaje, porque podemos definirlo con un él– en cierto modo él existe realmente. El personaje no existe, pero existe. Y se presenta ante nosotros con el pelo rojo (que no tiene). Esta paradoja nos ayuda a entender que el mundo existe continuamente, que basta con mirarlo para que, aun cuando parezca acercarse a la nada, manifieste su presencia.
Así es. Basta mirar. ¿Pero cómo tener una mirada que tienda realmente al conocimiento y no a la acumulación de nociones? Hay muchos personajes de los que sabemos muchas cosas, pero parecen menos vivos que el hombre pelirrojo esbozado por Kharms. Volvamos de nuevo a un microrrelato escrito por la escritora brasileña Clarice Lispector (1920-77). Es la historia de un erudito que, por una serie de circunstancias, se convierte en gerente de un negocio de zapatos. Acaba así:

Había sido el mejor alumno de Historia y hasta se interesaba por la Arqueología. Pero lo que parecía faltarle era cultura histórica o arqueológica, solo tenía la erudición, le faltaba la comprensión íntima de los hechos que habían sucedido en este mundo y con estos mismos hombres, que en la tierra que él pisaba un día no había habido habitantes y que los peces que se habían transformado en anfibios eran esos mismos que él comía. Y hasta hoy extiende zapatos como un erudito, como si no estuviera en contacto con esta áspera tierra en que se gastan las suelas.

En realidad, por tanto, no basta con mirar las cosas, hace falta comprometerse: sentirse parte de lo que se quiere entender, apoyar los pies en la tierra, percibir las suelas que se desgastan, la fatiga, el sentido de estar en pie y caminar. De ahí la palabra “comprometerse”: implicarse en la alteridad que se quiere conocer, acogerla y, en cierto sentido, formar parte de ella, pero sin abdicar de uno mismo. La autora francesa Simone Weil (1909-43) también expresa este concepto, reflexionando sobre cómo poder alcanzar eso que Lispector definía como una «comprensión íntima».

Esta mirada es, ante todo, atenta; una mirada en la que el alma se vacía de todo contenido propio para recibir al ser que está mirando tal cual es, en toda su verdad. Solo es capaz de ello quien es capaz de atención.

El acto de conocer no requiere una técnica o, si la requiere, esta queda subordinada a una regla básica: el sujeto debe dejarse guiar por el objeto. Este último, sin embargo, no soporta un enfoque erudito, ni una mirada que examina de lejos. El método por tanto es amar al que es distinto de nosotros, para que verdaderamente pueda dejar huella en nuestra vida.

Hemos visitado cinco continentes, desde los aborígenes australianos hasta la Norteamérica de Wallace, desde Asia con Kharms a Sudamérica con Lispector y Europa con Weil. Solo falta África… de modo que concluyo con Amadou Hampâté Bâ (1900-91). Me detengo en las páginas que el autor de Mali dedicó a su maestro, el sabio Tierno Bokar (1875-1940), fundador de una escuela coránica y de la hermandad sufí de Tijaniyya. En una tarde de viento, Tierno Bokar estaba explicando complejas cuestiones teológicas, cuando algo cayó de la rama de un árbol. Se oyó un graznido y Tierno interrumpió la lección. Se acercó, vio un nido roto y una pequeña golondrina. Pacientemente, el maestro sufí reparó el nido, con aguja e hilo, y lo puso en el árbol, con la golondrina dentro. Luego invitó a sus discípulos a prestar atención a los reclamos de los «hijos de los demás», porque «sin la caridad del corazón, las cinco oraciones que hacemos cada día serán un gesto vano y todas las peregrinaciones, un paseo sin provecho». La pequeña golondrina sola no puede hacer nada. Ese ser frágil, ese dolor que nos reclama, es un símbolo óptimo para representar la necesidad de amar al mundo para poderlo entender.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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