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Huellas N.10, Noviembre 2021

RUTAS

Charles de Foucauld. Vendrá la lluvia

Andrea Fazioli

Su vida estuvo marcada por un movimiento inagotable entre el vacío y la presencia. Su trabajo sobre la lengua y la cultura tuareg está lleno de asombro. ¿Qué encontró en el «desierto» este misionero francés, que pronto será canonizado?

Otoño de 1911. Charles de Foucauld escribe lentamente a la luz de una lámpara. Las noches del Sáhara son frías y, si no fuera por la mano que se mueve sobre el papel, este hombre podría parecer un fantasma, envuelto como está bajo un cúmulo de mantas. Su refugio de Assekrem, donde Foucauld se instaló hace unos meses, se encuentra a 2.900 metros de altura, en el macizo argelino de Ahaggar. Todo está en silencio. Nada distrae al eremita de su trabajo. ¿Qué escribe? Acerquémonos sin hacer ruido y echemos un vistazo.
«Edel: voz activa, primera conjugación, “esperar a” [Dios, o a una persona] (se construye con un acusativo). // Por extensión, “llegar de noche a un lugar, llegar de noche a casa de una persona”. Se usa en este sentido sea cual sea el motivo por el que se llega de noche a algún lugar o a casa de alguien, te esperen o no. También “mendigar” (pedir como limosna [algo] a [alguien], se construye con dos acusativos). Dícese de los pobres que son mendigos».
Edel es una palabra en tamasheq, el idioma de los tuareg. Charles de Foucauld (1858-1916) fue un religioso y misionero francés. Beatificado por Benedicto XVI en 2005, pronto será canonizado por Francisco, tras el reconocimiento oficial (el 27 de mayo de 2020) de un milagro que tuvo lugar en 2016. Imagino a Foucauld dedicado a compilar su diccionario de tuareg-francés. Compuesto entre los años 1914 y 1915, consiste en 2.028 páginas escritas a mano con una grafía delicada, ilustrado con dibujos minuciosos por el propio autor. Aún hoy el texto de Foucauld resulta indispensable para los etnólogos que quieren profundizar en la cultura tuareg. Pero Foucauld también sacó tiempo para recoger seis mil versos de poetas y poetisas tuareg, que tradujo y ordenó en una antología.
¿De dónde le venía ese ímpetu, esa capacidad para entrar en contacto profundo con una cultura completamente distinta? Charles de Foucauld era de origen noble. Huérfano, criado por su abuelo, emprendió la carrera militar y durante su juventud llevó una vida bastante disoluta, pero siempre con un velo de melancolía. Necesitaba volar alto, buscar en el abismo. En 1883 partió en un viaje por las regiones del interior de Marruecos, donde ningún europeo había pisado nunca. Sus estudios etnográficos le valieron la medalla de oro de la Sociedad Geográfica de París. El contacto con la religión islámica le causó estupor, una atracción hacia «algo más grande y verdadero que las ocupaciones mundanas». Se convirtió al catolicismo y se hizo trapense. Después se trasladó a Nazaret, donde trabajó como sirviente en un monasterio de clarisas. En 1901, tras su ordenación sacerdotal, volvió al Sáhara, primero Béni Abbes, luego Tamanrasset y Assekrem.

Me sumergí en la figura de Foucauld para hacer una investigación para una novela. Al principio me sorprendió su tensión hacia Dios, su capacidad de abandono, su radicalidad total también me parecía muy alejada de mi experiencia. Pero unos meses después, durante un periodo en que todo se me complicó, tanto la escritura como las tareas cotidianas, empecé a intuir el sentido del desierto. Esa gran ausencia, ese inmenso espacio sahariano, se abría paso también en mi vida: en el trabajo, en la familia, mientras estaba esperando en un semáforo o cenando con amigos. El vacío no era forzosamente signo de angustia; a veces era una invitación, un signo de que no debía renunciar a la espera del cumplimiento.
La vida de Foucauld consiste totalmente en esta dinámica, en esta búsqueda incansable del vacío para que lo visite una Presencia que lo colme superando toda expectativa. El misionero de Tamanrasset era consciente de que estaba dentro de la Iglesia, dentro de «la aventura del amor de Dios». Nunca consiguió convertir a nadie ni fundar una orden religiosa, pero estaba allí, en medio de los tuareg, mostrándoles a Jesús con la fidelidad de su amistad y proponiéndose como «hermano universal». Hoy son numerosas las experiencias de fe que remiten a Foucauld, entre ellas la de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús. Puede decirse que la semilla ha germinado. Y si la cultura y la lengua tuareg se han salvado, en medio de todos los conflictos políticos africanos, se debe también a Charles de Foucauld.
Escribe Carlo Ossola, estudioso y profesor de literatura, que «el desierto de Foucauld es sencillamente la escucha de la creación». Por eso hay que considerar su diccionario como «uno de los himnos más luminosos de la belleza de lo creado», donde «cada entrada es un momento de contemplación». La lengua de los tuareg presta atención a los matices de luz, a los sonidos más sutiles del Sáhara. Foucauld escucha y mira. La palabra ti? significa al mismo tiempo “ojo”, “fuente” y “flor”; tésersek es un pequeño rayo de sol que logra penetrar en un lugar oscuro; amagar designa al mismo tiempo al extraño y al huésped, pues sería inconcebible encontrarse con un desconocido y no ofrecerle comida y alojamiento.
Foucauld vivió en la época del colonialismo. Como había respirado aquella atmósfera, su diccionario y sus poemas constituyen una afirmación extraordinaria de apertura y gratuidad. El papa Francisco define a Foucauld como «un hombre que ha vencido muchas resistencias y ha dado un testimonio que ha hecho bien a la Iglesia». Entre esas «resistencias» también estaba la idea de convertir a los tuareg a toda costa, imponiendo un modelo cultural. Foucauld, en cambio, comprendió que debía limitarse a lo esencial, es decir, al amor. Llevar a Cristo a los tuareg significaba, ante todo, amarlos tal como eran.
Antes de morir, asesinado por una banda de saqueadores en 1916, Foucauld lo compartía todo con los tuareg. Él también conocía el esuf, el riesgo de vivir una soledad profunda, que en el desierto, en cualquier forma de desierto, puede resultar mortal. El diccionario se contrapone a este peligro como forma de memoria y compartición. Cómo no hallar un sentido espiritual en el verbo zegzen, que significa «confiarse por entero a alguien» y, por extensión, «abandonarse a Dios». Todavía hoy los científicos se preguntan cómo logró Foucauld aprender el tamasheq en tan poco tiempo. Escuchó cientos de poesías de guerra, de amor, de nostalgia, de celebración del paisaje o de alabanza a Dios. Impactado por una belleza inesperada, los tradujo al francés.

Tomemos un canto de Musa ag Amastan. Compuesto en 1891, expresa la magnificencia de lo creado: «Hombres, temed al Altísimo / que creó Aouharedj y los montes Tidekmar, / que creó terrenos angostos que agotan a los dromedarios / […] / y los valles de Ahohogh, de Ahtes y Tidjidial. / […] / Sobre vosotros creó la luna y las estrellas; / hizo el día con el sol, la noche con el hielo. / En el valle de Éghergher situó las dunas; / diversificó el país: puso agua / en el valle de Abdenizé, donde los pueblos antiguos excavaron pozos, / cuyas aguas bebieron mujeres hermosas / venidas del valle de Ens-Idjelmamen y de la región de Ounan». Esa mención a «mujeres hermosas» es signo de una sabia transición de la esfera cósmica a la amorosa. Los poetas tuareg, exactamente igual que Foucauld, estaban envueltos por el vacío del desierto, por ello sus poemas están llenos de nombres. En su territorio intuyen de la misma manera la presencia oculta de Dios y la mirada de una mujer hermosa, por la noche, delante del fuego del campamento.
En otro poema, una mujer evoca la belleza de su amado a través de la naturaleza. Kenoua oult Amastan, nacida en 1860, describe así a su amado: «Yo, este año, he visto / una colina con musgo de mil colores; / la hierba era de oro y crecía con vigor; / la mezcla de miel y aceite engordaba la tierra; / la leche bañaba la colina, enclavada entre eslabones de plata». Esa referencia a «eslabones de plata» transforma el paisaje en un guerrero tuareg.
En general, en la lengua tamasheq cualquier paisaje, cualquier fenómeno atmosférico, se convierte en un movimiento del alma. La palabra agenna, que se refiere a la lluvia y al agua en general, «se usa en expresiones como “vendrá la lluvia” o “vendrá la hierba fresca y abundante”»; y estas, señala Foucauld, también son «frases que se dicen a alguien que se ha equivocado o que se desanima, en el sentido de “tú crees que yo sufro por tu error; no, no importa; vendrán días buenos para nosotros"». Por lo demás, también el verbo e??eb, que quiere decir “caer gota a gota”, se suele utilizar en sentido figurado para expresar un amor ardiente: «Kouka te??ab da? oul in… diciendo que Kouka cae gota a gota en mi corazón (Kouka se infiltra profundamente en mi corazón; amo ardientemente a Kouka)».
El movimiento que va desde el vacío hasta la presencia distingue la vida de Charles de Foucauld. Su diccionario y sus poemas son signos tangibles, empapados de atención y de asombro. A pesar de las dificultades, Foucauld nunca dejó de sembrar, convencido de que vendrían los días de la cosecha. En este sentido, parece pensado específicamente para él el sustantivo emedel, que indica al mismo tiempo al mendigo y al hombre que se abandona confiado a Dios.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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