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Huellas N.10, Noviembre 2021

PRIMER PLANO

Portugal. La saudade de alguien que está

Davide Perillo

Cristina vive en Cucujães, a 250 kilómetros de Lisboa, donde hace treinta años conoció el cristianismo. Ahora habla de un lugar que con el tiempo la ha hecho crecer. Y de la necesidad de seguir «viviendo para aprender a vivir»


«Alegría. Eso es lo que llevo dentro». Cuando recuerda la Jornada de apertura de curso, lo que más habla en Cristina Tavares, 56 años, profesora de Ciencias en un instituto, son sus ojos. Incluso cuando la ves por primera vez a través de una pantalla, a dos mil kilómetros de distancia. Cristina tiene un marido ingeniero, tres hijos y vive en Cucujães, al norte de Portugal. Cerca de Aveiro, una ciudad preciosa y llena de historia: 80.000 habitantes, casas de colores y una red de canales atravesados por moliceiros, barcas de pescadores, largas y estrechas. La llaman “la Venecia lusitana”.
Allí nació a finales de los ochenta una pequeña comunidad de CL. Y allí conoció ella el movimiento gracias a los amigos de su hermano. «Gente normal, sencilla. Pero me preguntaban un montón de cosas, se interesaban por mí. Necesitaba encontrar personas así». La primera vez que fue a Lisboa para participar en un encuentro, le impactó el coro. «Tanto la música como las palabras. Era precioso». Pero aquella amistad aportó mucho más a su vida. «Empecé a considerar a Cristo como una presencia real. Al principio iba a misa solo por contentar a mi padre. Una vez le pregunté: ¿pero tú por qué vas? Y me dijo: porque nos llevaba tu abuela. Para mí eso no bastaba. Y me dolía».

Tampoco comprendía la decisión de su hermano de entrar en el seminario. Al menos hasta que empezó a leer en la Escuela de comunidad El sentido religioso, de don Giussani. «Lo devoré. Sentía una correspondencia total, todo empezaba a encajar… Cuando iba a Lisboa, a los encuentros con estos amigos, hasta mi madre notaba la diferencia: “Cada vez vuelves más contenta”».
La capital está 250 kilómetros al sur. Dos horas y media de camino que en la vida de Cristina y de la comunidad de Aveiro pesan especialmente. En 1993, volviendo de un retiro de Navidad, tuvieron un accidente de coche en el que murieron dos amigos, Fernando e Isabel. Para algunos, aquella tragedia supuso un peso demasiado grande. «Varios amigos se fueron. Del movimiento y de la Iglesia». Ella no. ¿Por qué? «La respuesta la dio Carrón en la Jornada de apertura de curso. Tal vez no era muy consciente, pero “fuera de aquí, ¿a dónde voy?”. No podía negar el cambio que había dado mi vida».
Un cambio que había ido llegando poco a poco, casi sin darse cuenta, estando “a remojo”. Incluso con el dolor de una herida que seguía abierta. «Al principio no sabía cómo estar delante de los padres de aquellos amigos. Era yo quien conducía, era mi coche. Me sentía responsable, aunque sabía lo que había pasado. Pero fueron ellos los que vinieron al hospital a consolarme. Me ayudaron mucho y aún nos seguimos viendo. Durante años, cada vez que iba a encontrarme con ellos se me oprimía el corazón: “¿Será esta vez cuando me echen en cara todo lo que ha pasado?”. Pero no, nunca. Su fe me ha sostenido».
Como la fe de Vítor, su marido; la de sus amigos de Aveiro y Lisboa; o la de los ancianos enfermos de la parroquia, a los que visita todas las semanas. «Me enseñan muchas cosas. Les llevo la Comunión, rezamos juntos y charlamos de la vida. Siempre que voy, vuelvo con el corazón lleno, porque veo cuánto me quieren. Me preguntan por mis hijos, por mi madre. Uno podría pensar que sus días no tienen valor porque están inmóviles en una cama. Pero no se quejan. Esa es su manera de expresar su fe, y así me educan». Con su madre le pasa lo mismo. «Está enferma, vive con nosotros y debemos atender sus necesidades. Tiene un ritmo y unos tiempos distintos a los nuestros. Pero es una forma de obediencia que nos está haciendo crecer, a mí y a mi familia».

Con esta vida sencilla, a base de distancia y problemas –porque esos 250 kilómetros pesan, y verse no siempre es fácil–, su camino en el movimiento se ha mantenido durante años, casi subterráneo. Cuando empezó el confinamiento y Zoom abrió vías impensables, todo se intensificó. «Empezamos a vernos más a menudo: la Escuela de comunidad, el rezo del rosario, ciertos gestos… Nada se daba por descontado y todo provocaba preguntas». La Jornada de apertura de curso supuso para ella el estallido de esta urgencia. Enseguida se lo contó a una amiga. «Me impactó mucho la expresión “La nostalgia de alguien ausente”. Traduce la petición que siempre he llevado dentro, siempre: que Cristo vuelva a suceder, que mi corazón pueda volver a vibrar por su Presencia». Por estas tierras, “nostalgia” es una palabra seria. Se dice saudade, término imposible de traducir completamente. Es la falta de alguien que está. Está presente, pero esa presencia ahonda de tal manera que cada vez la necesitas más.
Y luego, esa pregunta: ¿por qué seguimos aquí ahora? ¿Cómo es que la vida no nos ha arrastrado? «Me sentí muy identificada. Si no hubiera encontrado el movimiento, yo también me habría alejado de la Iglesia. Pero el carisma de don Giussani responde a mi sed de ser amada tal como soy. Necesito el movimiento para reconocer en mí –no solo en los apóstoles o en las personas que citan las Escrituras, ¡en mí!– la ternura de la mirada de Cristo».
Dice que se siente como Marcelino delante del crucificado. «Es mi imagen preferida. Esa presencia es la luz que me permite mirar mis heridas, abrazar mi humanidad sin tener que censurar nada». Siguiendo, ha descubierto algo muy sencillo: su autoconciencia crece. «Me doy cuenta de que realmente la compañía está en el yo. Antes iba a Lisboa y volvía transformada, pensaba que solo podía encontrar a Jesús allí. Pero con el tiempo, gracias precisamente a este lugar, me he dado cuenta de que Él está en la Iglesia. Y estando en la Iglesia, me doy cuenta de que está en mí. Soy frágil, pero soy amada ahora».
Esto es lo que cambia las jornadas, el tiempo, la vida. «Como la semana pasada. En nuestra casa vive una mujer que nos ayuda con mi madre. Tuvimos una pequeña discusión y ella empezó a decir: “no sé si quiero quedarme”. En otro momento habría entrado en pánico: “¿y qué hago ahora?”. Pero empecé a pedir ayuda al Señor, pues mi madre es suya, y yo también. No puedo tener miedo». Como en una llamada con uno de sus hijos, que le hablaba de sus problemas en el trabajo. «Le dije: “Pide ayuda, pide. Pedir nos hace sentir tal como somos realmente, porque no somos superhéroes”. Vale también para mí. Siempre estoy pensando en organizarlo todo, en tener las cosas bajo control… pero se aprende con el tiempo. Necesitamos vivir para aprender a vivir. Crecer es algo precioso».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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