«No os falta ningún don de gracia» (san Pablo)
Jornada de apertura de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de Comunión y Liberación
Videoconferencia, 25 de septiembre de 2021
Julián Carrón
Nadie habría podido imaginar que seríamos llamados a dar testimonio de la gracia del carisma en medio de la tempestad. Y al igual que los discípulos en la barca, también nosotros nos llenamos de asombro porque, cuanto más fuerte es la tempestad, y a pesar de todos nuestros límites, más sale a la luz la excepcionalidad incomparable de Cristo, el afecto a Él que el acontecimiento del carisma donado a don Giussani nos ha inoculado en la sangre.
Conscientes de la diferencia de potencial entre nuestra nada y Su gracia, pidamos al Espíritu que agrande la grieta de nuestro corazón para que la luz de Su presencia no encuentre obstáculos en nosotros.
Desciende, Santo Espíritu
Bienvenidos todos, los presentes y los que estáis conectados. La experiencia de estos dos años nos ha enseñado que nada puede impedir que, incluso con esta forma, pueda suceder lo que nuestro corazón espera. Lo que establece la diferencia no es ante todo el instrumento, el medio que utilizamos. Presente o conectado por vídeo, cada uno ha podido sorprender la estructura de su reacción mientras escuchaba la letra del primer canto. ¿Quién ha percibido como suya «la nostalgia de alguien ausente»(1)? Cada uno, desde el lugar en que se encuentra ahora, ha podido sentir vibrar –o no– toda la nostalgia de la que está hecha el corazón del hombre. Pero me gustaría decir que, paradójicamente, casi no importa si no la hemos percibido, porque a veces ni siquiera esto está en nuestra mano, somos unos pobrecillos; lo que importa es que experimentemos al menos –esto sí– un instante de dolor al ver que la persona que ha compuesto esta canción ha sentido esa nostalgia mucho más que nosotros, que hemos conocido a Aquel que responde a la espera del corazón. ¡Cómo me gustaría a mí también ver vibrar todas las fibras de mi ser como debieron de vibrar en el autor de la canción!
No perdamos el tiempo en reprocharnos el hecho de no habernos dado cuenta, porque podemos remediarlo enseguida. ¿De qué modo? Quizá lo hemos hecho mientras cantábamos el segundo canto, pidiéndole a Aquel que nos ha hecho encontrar la gracia del carisma que vuelva a hacerlo suceder. «Soy viejo, sí [soy viejo, mi corazón ya no vibra como cuando todo era fresco, nuevo] [...] / pero si tú quieres, puedes salvarme»(2).
1. La gracia del carisma
En lo que hemos escuchado y vivido hasta aquí, en estos compases iniciales, se refleja toda la dramaticidad del momento histórico que vivimos, el desafío ante el que nos encontramos junto a nuestros contemporáneos. Nosotros afrontamos esta circunstancia, esta coyuntura histórica con un gran recurso: la gracia que nos ha alcanzado y que, a pesar de toda nuestra fragilidad, distracción y traición, encuentra todavía espacio en nosotros. Nada ha conseguido arrancar totalmente de nuestro ser esa gracia que nos conquistó y nos ha traído hasta aquí.
Pero me gustaría decir, para introducir el primer punto del recorrido, que no hay nada menos obvio que nuestra presencia aquí hoy. O mejor, es el dato que más se impone a nuestra atención, que nos llena de asombro y agradecimiento y nos invita a tomar una mayor conciencia.
Me ha hecho más consciente de esto la pregunta con la que Charles Taylor empezaba su intervención en la exposición Vivir sin miedo en la edad de la incerteza –desde que la escuché no he podido quitármela de encima–: «¿Cómo he evitado terminar como la mayor parte de los habitantes de Quebec que, después de un periodo determinado, se enfadaron mucho con la Iglesia? Repentinamente, en los años 60, se produjo una rebelión y muchas personas se alejaron. ¿Por qué yo no seguí esa corriente?». Esta pregunta no ha dejado de bullir dentro de mí durante todo el verano, haciendo que me resulte cada vez más evidente que haber permanecido en la Iglesia es lo menos obvio que existe.
¿Cómo es que no hemos terminado como muchos de nuestros coetáneos, que han abandonado la Iglesia? En el desierto que avanza vertiginosamente, en la continua hemorragia de adhesiones a Cristo y a la fe que caracteriza nuestros contextos europeos, occidentales (y no solo), ¿qué ha hecho posible nuestra permanencia en la Iglesia? ¿Qué da razón de nuestra presencia aquí hoy? ¿Cómo es que no nos hemos visto arrastrados también nosotros? Mirar a la cara la pregunta de Taylor ha suscitado en mí un agradecimiento infinito. Cuanto más lo pensaba, más me invadía un sobresalto tal de gratitud que no era capaz de contener la conmoción, y me vino a la mente la frase que dice san Pablo a sus amigos de la comunidad de Corinto: «No os falta ningún don de gracia»(3). De esta experiencia ha nacido el título de la Jornada de apertura de curso.
Porque no hay nada más evidente para mí que, si estamos aquí, si no pertenecemos al desierto, es por la gracia que hemos recibido, por la gracia del carisma que el Espíritu Santo ha concedido a don Giussani en función de toda la Iglesia, es decir, por el modo con el que Cristo ha decidido atraernos hacia Sí, establecer una relación persuasiva con nosotros. La permanencia, la gracia que vuelve a suceder en nuestra vida, está en la raíz de la presencia de cada uno de nosotros aquí hoy. De otro modo, ¿dónde estaríamos?
«No os falta ningún don de gracia». En los miembros de la comunidad de Corinto san Pablo veía actuar la gracia que los había aferrado y que ni siquiera todo su mal, sus límites y sus equivocaciones eran capaces de oscurecer. En la mirada de Pablo prevalecía la gracia de Su presencia, que en ese caso concreto se había servido justamente de él, de su testimonio y de su enseñanza para alcanzarlos.
No he podido evitar conectar ese pensamiento, que me cautivaba cada vez más, con la mirada de don Giussani: «A medida que vamos madurando nos convertimos en espectáculo para nosotros mismos y, Dios lo quiera, también para los demás. Espectáculo de límite y de traición, y por eso de humillación y, al mismo tiempo, de seguridad inagotable en la gracia que se nos da y se nos renueva todas las mañanas. De aquí procede ese atrevimiento ingenuo que nos caracteriza»(4). ¡Cuánta traición vivimos y, por ello, cuánta humillación! Pero nada –¡nada!– es capaz de cuestionar la seguridad inagotable en la gracia que se nos da y se nos renueva cada mañana. ¡Este es el pensamiento dominante que me ha llenado de silencio!
¿Qué es lo que nos hace estar tan agradecidos por la gracia del carisma? ¿Por qué ha irrumpido de forma tan radical en nosotros? Porque ha respondido a nuestra sed de plenitud y de destino, haciéndonos percibir la fe como algo pertinente a la vida, capaz de cambiarla y de cumplirla. Solo «esto, en efecto, demuestra su razonabilidad, y por tanto posibilita la convicción inherente, el vigor de la libertad, aviva el amor y la generosidad, y todo ello desemboca en una creatividad»(5).
Una de las frases de Giussani que más he citado en estos años evidencia esta urgencia, sin responder a la cual la fe no podrá resistir en el mundo en que estamos llamados a vivir. «Por mi formación en la familia y en el seminario primero, y por propia meditación después, me había persuadido profundamente de que una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podía ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella»(6). Una fe que no se pueda encontrar en la experiencia, que no tenga que ver con la vida, que no sea capaz de responder a sus exigencias, que no potencie lo humano, no puede «cautivarnos», no puede atraer al hombre real –no solo en la época actual, sino en cualquier época; en el pasado las cosas podían parecer distintas únicamente por el peso cultural, social y político de la Iglesia–.
«Por ello, nos ha movido sobre todo», subraya Giussani, «el deseo de que la fe fuese pertinente a la vida para que fuese razonable, libre y creativa», y «nos ha caracterizado la conciencia de que la fe es el anuncio de un hecho presente, de un acontecimiento aquí y ahora, que tiene una fisonomía sensible propia, un signo en el que existe y que se llama “comunidad cristiana”»(7). Si el cristianismo no fuese un acontecimiento de vida, si Cristo no estuviese presente ahora a través de un signo humano, si no pudiésemos encontrarnos con Él, no de forma metafórica, sino realmente, en Su cuerpo misterioso, en la santa Iglesia de Dios, en una manifestación concreta y determinada fijada por el Espíritu, no podría responder a las exigencias de la vida, no podría dar lugar a una experiencia de plenitud y estaríamos a merced de todo lo que nos rodea.
Estamos aquí porque, a través de un encuentro –puntual, histórico, carnal–, hemos sido alcanzados por la gracia del carisma entregado a don Giussani; en él se nos ha hecho evidente, de modo persuasivo y capaz de movernos de forma pedagógica y operativa, el misterio de la realidad cristiana, del acontecimiento cristiano, su coherencia con las aspiraciones estructurales de nuestra humanidad. «Carisma es la modalidad con la que el Espíritu, la energía del Espíritu hace intuir la evidencia, es decir, la verdad de la fe y su capacidad de transformación»(8). Por ello, un carisma suscita afinidad, y «esta afinidad se llama “comunión”. La realidad de esta comunión que vive se llama “movimiento”». Por eso, observa Giussani, «un movimiento no es un trozo de la Iglesia»; más bien, «un movimiento es la modalidad con que se vive la Iglesia, con que se vive todo el hecho cristiano»(9). En efecto, el don recibido ha vuelto fecundo para la vida de la Iglesia y del mundo, y sobre todo para cada uno de nosotros, el conjunto de dones que Dios ha previsto para nuestra salvación: la Sagrada Escritura, el bautismo y los demás sacramentos, la eucaristía, la autoridad de los obispos y del Papa. Como subraya don Giussani, «cada carisma regenera a la Iglesia en todas partes, regenera a la institución en todas partes, obedeciendo en última instancia a lo que es garantía del mismo carisma particular: la gracia, los sacramentos y el magisterio»(10).
En el reciente Equipe del CLU (Comunión y Liberación universitarios), después de haber visto la exposición Vivir sin miedo en la edad de la incerteza sobre la secularización, un universitario intervino diciendo: «En la excursión, durante el momento de silencio me ha conmovido pensar que, si no hubiese encontrado el movimiento, no habría seguido siendo cristiano; si no hubiese encontrado el carisma habría pasado, probablemente me habría alejado de la Iglesia aun habiendo recibido una educación católica. Me vinculé a las personas que conocí en el movimiento porque vivía con ellas una experiencia de fascinación, diría que una experiencia de plenitud y de satisfacción que deseaba que fuese para siempre. Y además pensaba que solo así la propuesta cristiana es una propuesta que respeta y exalta mi razón, mi afecto y, por encima de todo –como se decía en la exposición–, mi libertad. Esto es lo único que resiste (lo pensaba estos días) frente a los desafíos de la vida, a las complicaciones, a los problemas, es lo único capaz de hacer que vuelva a levantar la cabeza cuando caigo: darme cuenta de un atractivo presente (como ha sido escucharte a ti o a los profesores ayer por la tarde, o el vídeo de la exposición), y lo demás (las reglas, lo que hay que saber o hacer) pasa a un segundo plano. Y si me separo de esto percibo que me canso, que me ahogo, y a la mínima la vida pierde color enseguida. En cambio, cuando vivo esto, la vida empieza de nuevo y se vuelve apasionante».
Se entiende entonces el porqué de lo que decía don Giussani a los universitarios en 1987: «Para nosotros, estar en Comunión y Liberación se ha vuelto necesario para vivir la Iglesia –¡salvo contraorden del Padre eterno!–. Se ha vuelto necesario porque es el modo con el que has sido llamado a percibir la fe como vida»(11).
A través de la gracia del carisma, del atractivo que nos ha conquistado en el encuentro, hemos percibido la presencia de Cristo como algo lleno de significado y de promesa para nosotros, como respuesta a las aspiraciones profundas y constitutivas del corazón. Nunca habíamos experimentado semejante correspondencia a nuestros deseos más verdaderos, un abrazo tan definitivo a nuestra humanidad necesitada, que al mismo tiempo ha liberado nuestras necesidades de las reducciones a las que inevitablemente las sometemos, por culpa nuestra y del ambiente en que estamos inmersos, y las ha desvelado en su fisonomía original. En la experiencia de correspondencia que ha caracterizado el encuentro, hemos visto surgir el rostro auténtico de nuestro corazón, despertarse nuestro deseo, ahondarse el afecto por lo humano, agudizarse la sensibilidad por nuestras heridas y por las de los demás. A medida que se ha hecho más profundo el apego al acontecimiento que nos ha fascinado, se ha introducido, con respecto a la inquietud y la dificultad de nuestros hermanos los hombres, la misma mirada, la misma ternura que hemos experimentado hacia nosotros mismos en el encuentro.
2. La sorpresa de una mirada: la incidencia histórica del carisma
Todo esto se ha documentado en el Meeting de Rímini. Para los que han podido participar presencialmente en él, y para los que lo han seguido en conexión por vídeo, ha sido una magnífica ventana desde la que mirar nuestro tiempo. Nos ha permitido seguir viendo lo que ya se había puesto de manifiesto durante el desafío de la pandemia: la extensión generalizada de un cierto vacío existencial, que hemos llamado nihilismo, y las muchas situaciones personales y sociales de malestar, de confusión y de sufrimiento.
Me escribe un amigo: «En el Meeting, sobre todo en las exposiciones de las series de televisión y en la que trataba sobre la secularización, ha salido a la luz de forma evidente el grito de la humanidad necesitada. Un grito expresado de las formas más variadas». El mismo grito ha sido percibido en otras exposiciones. Pienso, por ejemplo, en la titulada Yo, Pier Paolo Pasolini: «Falta siempre algo, hay un vacío / en cada intuición mía»(12); o en la de las mujeres de Rose, Tú tienes valor, con una pregunta que repiten todas: «¿Quién soy yo?». Pienso en el grito contenido en la canción de Lady Gaga: «Dime algo, chica, / ¿eres feliz en este mundo moderno, / o necesitas más? / ¿Estás buscando algo más?»(13).
En definitiva, hemos visto bullir, salir a la luz las preguntas humanas más profundas y más incómodas. Cada uno ha podido verificar, en el impacto que ha advertido, la actitud con que las ha vivido. A comienzos de los años 90, Giussani decía que lo que «caracteriza al hombre de hoy [es] la duda sobre la existencia, el miedo a vivir, la fragilidad de la vida, la inconsistencia de uno mismo, el terror de la imposibilidad, el horror de la desproporción entre uno mismo y el ideal»(14).
Muchos entre nosotros perciben este grito humano con claridad. Me escribe otra persona: «Por todo lo que estoy viendo, creo que nos hallamos en un periodo especial del mundo. Me parece que solo encuentro personas heridas». Pero estas heridas –digo enseguida– son ante todo las nuestras, como cada uno puede reconocer si no se ha convertido en una piedra. Por ello, cuanto más conscientes seamos, por la experiencia que vivimos, de nuestras heridas, más capaces seremos de sentir como cercanas las que encontramos en los demás. Al mismo tiempo, las heridas de los demás nos permiten descubrir con mayor conciencia las nuestras.
En este modo de mirar nuestras heridas y las de los demás podemos sorprender la mirada misma de don Giussani: «El mundo de hoy ha vuelto a la miseria evangélica. En los tiempos de Jesús, el problema era cómo vivir, y no quién tenía razón»(15).
Igual que para nosotros ha sido –y es– decisivo el encuentro con una realidad viva que ha mirado nuestra humanidad en su totalidad, despertando en nosotros un presentimiento de verdad, la fuerza de un atractivo y una esperanza, vemos que les pasa lo mismo a las personas con las que nos encontramos y que no esconden el grito de su humanidad. La autora de la carta citada, que empezaba diciendo: «Me parece que solo encuentro personas heridas», añadía después que estas personas –cito– «en cuanto sienten que esa herida es comprendida y amada, ya no se separan». Lo que hace que se peguen es la sorpresa por una mirada en la que perciben que sus heridas son abrazadas.
Es lo mismo que nos sigue pasando a nosotros, como se ve al leer la carta que escribe una mujer a uno de los comisarios de la exposición sobre las series de televisión, después de haberla visitado: «Al terminar de visitar la exposición Una pregunta que quema. Encuentros y descubrimientos en el mundo de las series televisivas, me sorprendo agradecida por haberla visitado. He escuchado las narraciones de los personajes de la ficción que habla de los jóvenes y de la que está ambientada en el futuro, y he pensado en mi vida, en mis heridas, en mi gran fragilidad. Me he dado cuenta de que quería mirarlas y de que deseaba empezar a hablar de ellas con alguien. Me he preguntado por qué deseaba esto, y he respondido que es porque quiero atravesarlas para llegar a la luz que he visto en la exposición. Esta luz que he visto es lo más bonito, lo más sorprendente de la exposición. ¿Dónde está y qué es esta luz que he visto? Es una luz que veo al fondo del túnel de la oscuridad, del sufrimiento y del dolor que viven los personajes. Las frases de los comisarios de la exposición y de la guía nos han introducido en ella. Los mismos comisarios nos esperan y escuchan nuestras preguntas y reflexiones. Al término de la exposición me pregunto por qué los comisarios han pensado en una exposición así, donde yo puedo hablar de mí misma. No sé responder. Al mismo tiempo, pienso en el periodo difícil que me ha introducido en la edad adulta. Durante los últimos años de la universidad empecé a acudir con frecuencia a una psicóloga, pero cada vez estaba peor. Vuelvo a pensar en la exposición y me pregunto: ¿cuál es la diferencia entre la experiencia que acabo de vivir y lo que vivo cuando voy a un psicólogo? También surge en mí la pregunta que más me importa: ¿por qué estas personas quieren encontrarse conmigo, con lo que yo soy de verdad? Enseguida me asaltan otras preguntas: ¿por qué veo los ojos de la guía y luego los de los comisarios que miran mis ojos y me siento viva, amada, aun sabiendo que tengo tantas heridas? ¿Por qué después de la exposición tengo ganas de vivir, de existir, de ser feliz, y me doy cuenta de que mis heridas no me aplastan mientras hablo de mí misma? ¿Por qué los comisarios tienen el valor de escuchar mi vida, mis heridas, mis preguntas? ¿Quiénes son? ¿Cómo pueden ser como son, capaces de escucharme, de acogerme? Veo su magnanimidad. Deseo conocerlos, seguirlos. La suya es la misma magnanimidad que veo en el pueblo del Meeting, en los voluntarios, en los que han hecho el Meeting, las exposiciones, los encuentros, en los amigos que están aquí. Miro todo esto y me vienen a la cabeza mis padres, y tantos padres que en los años 70 estaban dominados por el trabajo y por no sé qué cosas. Vuelve a mi mente el deseo, la necesidad que tenía cuando era niña de hablar sobre mí a alguien que me viese y me quisiese, y el gran dolor por no conseguir hacerlo. Pienso que mis padres no fueron capaces entonces de escucharme, o que yo no fui capaz de que me entendieran porque cometí errores. Sin embargo, me sucede algo nuevo al final de la exposición, mientras hablo con el comisario: nace en mí el deseo de no condenar a mis padres, de no dejarme determinar por mis errores, sino de perdonarlos y de perdonarme, porque el comisario y este pueblo del Meeting que veo, en cierto modo, me resultan más familiares que mis propios familiares. Siento que está sucediendo nuevamente en mí lo que me ha sucedido, gracias a Dios, muchas veces en mi vida, en el encuentro con Cristo presente a través de sus testigos: siento que ya no estoy sola en el mundo».
El relato de hechos de este tipo podría multiplicarse hasta el infinito. Como manifiesta la sorpresa de Ilaria (podéis leer su testimonio en Huellas). Al término de una clase online un alumno suyo le pregunta si puede hacerle una pregunta personal, y cuando ella quiere saber por qué se ha dirigido justamente a ella, escucha su respuesta: «Porque no hay mucha gente a la que se le pueda preguntar algo así»(16). O la sorpresa conmovida de la madre de un chaval con un tipo de autismo, que ve cómo el desinterés y el miedo de su hijo son desmontados y vencidos, mes tras mes, por la mirada de una profesora que participa en la experiencia del movimiento y que, con pequeñas y continuas sugerencias, le ha implicado en la relación con los compañeros, hasta el punto de que él no ve la hora de volver al colegio. También es significativo lo que le ha pasado a un profesor con la «jefa» de los chavales que elaboran un pequeño periódico –un periódico ultra progresista, abierto a todas las formas de libertad–. Ella lo ha buscado a escondidas, sin decírselo a los demás, casi avergonzándose, y le ha dicho: «Todos piensan del mismo modo, pero yo necesito a alguien que introduzca algo distinto». Resulta asombrosa también la insistencia de un grupo de chavales en invitar a su profesora a pasar con ellos un día en la montaña. Ella cuenta que ha tratado de zafarse, de resistirse, pero ellos no han cejado, han seguido insistiendo, de modo que al final ha cedido. Durante el viaje hasta el lugar donde habían quedado, se preguntaba: «Pero, ¿por qué estos chavales me quieren a mí, quieren que yo esté?».
¿Qué vemos vibrar en estos hechos? La fe vivificada por el carisma, con su capacidad de incidir históricamente en quienes perciben sus propias heridas, su necesidad, sus preguntas, y no dejan de buscar, implícita o explícitamente, una mirada capaz de abrazar su humanidad necesitada. En efecto, es la percepción de estas heridas lo que «sitúa en la senda del encuentro»(17) y permite darse cuenta de su alcance. En todas estas experiencias se desvela con claridad ante nuestros ojos que la cuestión más decisiva de la vida es interceptar presencias significativas –«personas que sean una presencia»(18), decía Giussani–, personas que, sin asustarse de su propia humanidad, permitan a otros mirar la suya sin tener que censurar nada. He aquí un sentido renovado de lo que significa ser testigos de la fe en las «periferias existenciales», como nos invita a menudo el Papa.
Encontrar a personas así no aquieta, no atenúa las preguntas. Todo lo contrario. Como hemos visto, hace que se agudicen aún más. «¿Quiénes son? ¿Cómo pueden ser como son, capaces de escucharme, de acogerme?». La amiga de la carta no ceja y se pregunta también: «¿Por qué los comisarios han querido hacer una exposición así?». «No sé responder», escribe, «porque la respuesta es suya. Yo sé que, al visitar esa exposición, he conocido a unos amigos de verdad, porque me descubro haciendo un gesto de humanidad verdadera que veo que ellos hacen y que deseo para mí». Es el origen de la amistad. Amigo es aquel que hace posible un gesto de humanidad verdadera hacia uno mismo. Y así es como interceptamos a los amigos que necesitamos. De este modo vemos suceder nuevamente la mirada sorprendida de la samaritana ante alguien que se toma en serio su sed.
En este sentido, me han impresionado mucho las palabras del papa Francisco que, al dirigirse a los obispos de Eslovaquia, ha invitado a la Iglesia a no separarse del mundo mirando la vida con distancia, sino a sumergirse en la vida real, preguntándose por la necesidad profunda de la gente(19).
Lo que llena de asombro es una mirada diferente, una mirada que al mismo tiempo abraza y revela el tejido profundo de nuestra humanidad, nuestra verdadera necesidad, nuestra sed. Esta amiga habrá conocido a muchas personas, pero no todas han sido capaces de abrazar su humanidad necesitada.
Esto sucede en el horizonte actual, en las circunstancias que se nos dan. Precisamente ahora, aquí, en pleno clima de descomposición de lo humano, se produce la sorpresa ante una presencia semejante, ante personas que son una presencia. Es de todo menos obvio. Descubrimos todavía más la importancia crucial de la pregunta de Taylor.
Nuevamente en Bratislava, el Papa ha recomendado ser libres y creativos frente a personas que ya no creen y han perdido el sentido de la fe. ¿Cómo? Evitando «lamentarse, atrincherarse en un catolicismo defensivo, juzgar y acusar al mundo malo», tratando más bien de «hacer una abertura» –captando la grieta que hay en cada cosa, por usar las palabras de Leonard Cohen–, encontrando, ha dicho el Papa, «caminos, modos y lenguajes nuevos para anunciar el Evangelio»(20).
3. El camino de la autoconciencia
¿Cómo se explica un lugar en el que una persona se siente abrazada de tal modo que puede mirar sus propias heridas y «la oscuridad sin fin», hasta desear no condenar a sus padres sino perdonarlos y perdonarse, no dejarse determinar por sus errores? Lo hemos dicho al principio: esta amiga se ha visto renacer al visitar una exposición, pero es obvio que esa exposición no cae del cielo como un meteorito, no es como un rayo caído del cielo. Todos los que la han realizado viven inmersos en una cierta experiencia de fe que está detrás de algo así. La mirada que se ha expresado en la exposición, la humanidad que han testimoniado los comisarios y que ha percibido la mujer que ha escrito la carta no es el resultado de una estrategia o de una creatividad artística, sino el fruto de toparse con una realidad de Iglesia, vivificada por un carisma, que ha fascinado de tal modo a cada uno de los creadores de la exposición que les ha empujado a implicarse en un camino humano que ha generado en ellos un «yo» nuevo. Es este encuentro lo que ha plasmado la diferencia de su mirada, lo que les ha permitido acercarse a los visitantes para compartir con ellos el resultado de ese camino humano.
Cuanto más conscientes seamos de la modalidad con la que Cristo nos alcanza, del valor de la compañía que nace de ella, cuanto más sigamos con inteligencia y afecto el acontecimiento que hemos encontrado, secundando la gracia del carisma y dejándonos generar por ella, más crecerá la consistencia de nuestro yo.
Escuchemos cómo cuenta uno de vosotros el camino que ha hecho en estos años. «Cuando tenía 16-18 años creía que era la persona más desgraciada de este mundo a causa de todos esos deseos y exigencias que se agitaban en mi corazón. El encuentro con el movimiento me hizo respirar, porque por primera vez alguien miraba mi inquietud con simpatía, como un recurso y no como una condena. Me pegué al movimiento por esa correspondencia única con mi corazón inquieto. Pero debo confesar que, después de diez años de vida intensa y bonita, quedaban algunas cosas de mi humanidad y de mi historia sin resolver. Volvía la vieja sospecha: soy más raro que los demás. ¿Por qué cuento todo esto? Porque el carisma floreció en mí cuando decidí (obligado por mis circunstancias) tomarme en serio toda mi humanidad con las cosas que no entendía y, al mismo tiempo, conocí a alguien que me propuso el carisma como un camino, como una hipótesis de trabajo –¡qué esencial es esto!–, es decir, me invitó a no reducir la propuesta de don Giussani y a no esconder nada de mi humanidad, terreno sobre el que florece el carisma. Desde ese momento el carisma se volvió original en mí. Desde ese momento el carisma se convirtió en mí en novedad para los que eran hijos de las mismas objeciones a la fe que me asaltaban antes. Y desde ese momento me convertí en educador. La educación de los chavales del CLU se ha convertido en una ocasión preciosa para vivir la responsabilidad del carisma que he encontrado. Desde el principio entendí que tenía que vivir delante de ellos. Como decía don Giussani, no insistir sobre ellos, sino vivir delante de ellos(21). Me impliqué con su vida partiendo de mi vida y de mi humanidad necesitada. En este sentido, me doy cuenta de lo decisivo que es vivir mi humanidad necesitada desde el principio de la mañana, ser consciente de la verdadera naturaleza de mi necesidad. Entonces el carisma se vuelve vivo en mí a medida que verifico su pertinencia a mi necesidad. Al mismo tiempo, estoy sorprendido por la humanidad de los chavales, por sus preguntas, que nunca son obvias. Soy el primer asombrado de su asombro ante la correspondencia con el acontecimiento de Cristo presente. Delante de ellos no soy un experto del carisma o un líder. He verificado en mi pellejo que yo soy el primer interesado en favorecer la verificación personal de los chicos, no dando respuestas, sino retándolos a hacer un recorrido personal. ¡Cuántas cosas asombrosas me habría perdido si les hubiese ahorrado un cierto drama, el paso de un descubrimiento personal! En estos años he asistido con sorpresa a la generación del yo de algunos chavales, hecho del encuentro entre su humanidad y el carisma de don Giussani. Un yo que hace nuevo el carisma y que, al mismo tiempo, ha empezado a generar a otras personas (pienso en los chicos que han conocido en el colegio como profesores) que, a su vez, ahora están renovando el CLU. Puedo aseguraros que no hay nadie capaz de tomarles el pelo a estos chicos, porque el carisma se ha convertido en parte de su experiencia». Cuando uno empieza a decir «yo» se sorprende al ver florecer a otros «yo».
¿Cuál es el resultado del camino que empieza en el encuentro con la realidad del movimiento? El fruto es la intensidad de la autoconciencia cristiana, que luego se puede expresar en la mirada, en una exposición, en el trabajo o en la experiencia afectiva, porque «la fuerza del sujeto radica en la intensidad de su autoconciencia»(22). Por eso, en cuanto uno se topa con una persona con esta claridad e intensidad de autoconciencia, no puede dejar de verse interpelado.
¿Cómo puede cada uno de nosotros alcanzar, hacer suya esta autoconciencia, tal como desea la amiga que visitó la exposición? ¿Quién mejor que el mismo don Giussani para responder a esta pregunta? Escuchemos lo que decía en los Ejercicios espirituales del CLU en 1976 a los estudiantes universitarios, por tanto a personas que podían estar ahí por primera vez. Es tan pertinente al momento que estamos atravesando que parece pensado para hoy. Os lo propongo porque, desde que lo escuché hace algunos meses, no me he podido resistir a volver a escucharlo. Solo deseaba que se volviera mío. Creo que no podría haceros un regalo más bonito al comienzo de este año, durante el que celebraremos el centenario del nacimiento de don Giussani. Escuchemos algunos pasajes de esa intervención.
De una intervención de Luigi Giussani en los Ejercicios espirituales de los universitarios de Comunión y Liberación (Riva del Garda, 5 de diciembre de 1976)
Transcripción de la grabación reproducida durante la Jornada de apertura de curso del 25 de septiembre de 2021 y conservada en el Archivo de la Fraternidad de Comunión y Liberación.
a cargo de Julián Carrón
Luigi Giussani
¡Este es el vínculo que nos anuda a la verdad de las cosas desde el fondo! Lo que está en juego sobre todo y directamente no es la buena marcha de la sociedad, la posibilidad de una convivencia más humana, colaborar para el cambio hacia la justicia de las cosas o la liberación de las vejaciones del poder, de las mentiras cubiertas de violencia. No es esto. Porque si fuese esto directamente, podríamos inventar un partido. En cualquier caso, nuestro movimiento tiene inmediata y directamente otra finalidad: ponernos en juego a nosotros mismos, nuestra persona…
Perdonadme, pero humanamente hablando, no existe nada más impresionante y verdadero que esto. No hay nada más obvio humanamente hablando, pero [también] más provocativo que esta frase de Cristo: «¿De qué sirve», ¿de qué sirve que realices todo lo que se te ocurre, «ganar el mundo entero» –dice– «si luego pierdes el significado de ti mismo?». Si pierdes tu alma. «¿O qué podrá dar el hombre a cambio de sí?»(23). ¿La afirmación de una ideología? ¿Una posición dialéctica en la sociedad, una rabia que se desfoga con los puños o con cócteles molotov, una violencia carnal, la acumulación de horas y días de comodidad, o esa curiosidad del saber que, cuando es inteligente, no puede dejar de convertirse en rabia o ansia por la desproporción cada vez más evidente entre el medio y el objeto, entre la propia mente y el enigma de la realidad? «¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? O, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de sí?».
Esta es la primera palabra –la nombramos hace cuatro años por primera vez, haciendo que se convirtiera en uno de los términos más usuales desde entonces–: autoconciencia. El término no es muy poético, es preciso. Conciencia de sí, sentimiento de la irreductibilidad de uno mismo. «¿Qué podrá dar el hombre a cambio?».
¡El sentimiento de la irreductibilidad de uno mismo! Porque no hay… ¿acaso hay algo más evidente cuando pronunciamos la palabra «yo» con un mínimo de ternura atenta? ¿Hay algo más evidente que, cuando se pronuncia este «yo», uno afirma, siente que afirma, percibe que afirma una realidad irreductible? No hay nada más que pueda nombrarse con esa palabra en toda la historia de ayer, de hoy y de mañana, en la eternidad…
Fijaos que la novedad de la vida crece en proporción al madurar de esta conciencia de sí, de este sentimiento de sí, de esta mirada y de este gusto por uno mismo. Por favor, ¿comprendemos que el sujeto, es decir, aquello de lo que surgen, brotan, de lo que toman consistencia, de lo que obtienen su rostro todas las cosas, es decir todas las relaciones, todas las acciones, todos los movimientos, es este yo? ¡Yo!
Existe una ley, una ley que tenéis que anotar, una ley de esta autoconciencia, de la vida de esta autoconciencia, de este yo, de esta persona que soy yo. ¡Y este yo no tiene precio! Como decía Pascal: «¿Qué es esta persona? Un punto invisible dentro de la enormidad del espacio». Pero si todo el espacio, si todo el mundo se precipitase sobre mí, sobre este punto efímero, dentro de la aparente estabilidad del todo, si se precipitase sobre mí para aplastarme, «yo soy más grande que él, porque comprendo lo que está sucediendo»(24). Comprendo, hay algo en mí que escapa a este inmenso cataclismo y lo define, lo aferra desde fuera, lo comprende. No hay nada que pueda pagar el valor mi persona…
Pero os he dicho que existe una ley. La formulo: se reconoce y se ama la propia identidad amando a otro, reconociendo y amando a «otro», entre comillas. Al reconocer y amar a otro empieza, brota la capacidad de afecto…
Nosotros amamos, conocemos y amamos a otro, un hombre reconoce y ama a una mujer de verdad solo como proyección de una energía de reconocimiento y de amor a sí mismo. Porque lo dice incluso el Evangelio: «Ama al prójimo como a ti mismo»(25). El criterio originario para amar a otro es el amor que me tengo a mí mismo.
Nosotros –cuántas veces nos lo hemos dicho–, nosotros no amamos a los demás porque no nos amamos a nosotros mismos…
No somos capaces de querer, de ser amigos, si no reconocemos que hemos sido amados o que somos amados por nuestro padre y nuestra madre. Los que estudian psicología lo saben perfectamente. Se puede documentar psicológicamente. La percepción clara de ser querido, de ser deseado, de haber sido querido y amado, de ser amado…, es fundamental para la salud psíquica. Lo saben todos. Pero nadie piensa en la estructura de la ley que se encierra aquí…
Si no descubrimos todo, madre y padre, mujer y hombre, con admiración y exaltación, en una contemplación que brota de aquí, de este descubrimiento, [si] no lo descubrimos como signo de una estructura original de nuestro ser, de lo que nos hace ser, –¡ser!–, porque en este momento lo que yo soy no me lo doy a mí mismo… Ser querido, existir quiere decir ser continuamente querido –querido–, por tanto ser amado o, con la metáfora que usa la Escuela de comunidad, ser llamado de la nada en cada instante. La consistencia de mi yo es que Tú me quieras, oh Dios…
Amo mi propia identidad amando a Otro… Puede que nadie se fije en mí, pero si me doy cuenta de esto soy un hombre libre, equilibrado, quizá con una mirada dolorosa sobre la realidad, pero el dolor es lo más sano que hay, exactamente igual que la resurrección, que la gloria –como diría la Biblia–, porque la gloria o la resurrección, la vida, pasan por la cruz, por el dolor…
«Yo tengo» –decía D’Annunzio– «lo que he dado»(26). No hay nada más ilusorio y más lleno de mentira que esto. «Mi consistencia está en lo que he dado»: se trata de una definición que no se ajusta al hombre, a la criatura. «Yo tengo» solo «lo que he dado»: es la exaltación de la propia consistencia como reactividad, de la consistencia como violencia, como reactividad y violencia.
¡Yo tengo lo que se me ha dado! Esta es la frase correcta. Yo tengo, yo soy, yo consisto, yo tengo lo que se me ha dado. Reconocer esto es la autoconciencia de la que brota el afecto a mí mismo, a mi vida, al otro, a la vida del otro; de aquí brota lo humano, la humanidad…
Cuanto más consciente soy, y por ello cuanta más personalidad tengo, más voy por ahí mirando las cosas, hablando con los hombres, llevando dentro la conciencia transparente de que soy hecho, de esta presencia que me constituye, de este Tú –con mayúscula– que me constituye, y la oración se convierte en la dimensión normal de la vida…
Este es el abismo que la edad ha excavado en mi alma –sin embargo, era algo que se daba en mí desde el liceo, porque estas cosas ya las sentía yo cuando estaba en el liceo–… ¡Esta es la fuerza de la libertad, esta es la fuerza de la creatividad, esta es la fuerza a la hora de amar, es la fuerza de la afectividad! ¿Comprendéis? Esto es lo humano, esta es la génesis, la matriz, el útero [de] donde surge lo humano…
Este profundo desconocido, este Enigma –con mayúscula–, este Dios inefable, que no se puede explicar con palabras, este Tú sin ojos, nariz ni boca, este Misterio vivo que da consistencia a mi yo, se ha convertido en un hombre que decía: «Padre»; que decía: «Mamá»; que decía: «Mujer, no llores»; que decía: «¿También vosotros queréis marcharos?»; que decía: «¡Hipócritas!»; que decía: «Venid a mí los que no entendéis, los que estáis confundidos y cansados»; que decía: «Te pido, Padre, que nos des la fuerza para ser una sola cosa»; que decía: «Ya no os llamo siervos, sino amigos»; que decía: «Uno solo es vuestro maestro: yo. Todos vosotros sois hermanos. Me llamáis “maestro” y hacéis bien, pues lo soy»; que decía: «Aquel que esté sin pecado que tire la primera piedra»; que dijo: «Si he hecho algo, si he dicho algo incorrecto, explícamelo. Y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»; que dijo: «Padre, ¿por qué me has abandonado?» y que gritó: «Todo está cumplido», porque antes había dicho la «gran» palabra, la gran palabra del hombre, es decir de Abrahán: «Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya»(27). La naturaleza del ser eres Tú. Mi consistencia no es mi imaginación que va a tientas, como hombre que soy, no es la forma breve de mi sed de vida, sino que es la fuente verdadera de mi vida, de mi persona, que eres Tú, mi gloria, que eres Tú.
Esta autoconciencia, por tanto, es conciencia de Su presencia. ¡Conciencia de Su presencia entre nosotros! Si la autoconciencia tiene como contenido último, profundo, la percepción, el descubrimiento admirado, pensativo, asombrado de Otro que me constituye desde el fondo de mi persona, este Otro se ha convertido en uno –¡uno!– entre nosotros, se ha convertido en uno al que decir: «Tú», ¡pero con rostro, con ojos, con nariz y boca! Uno cuya mano se podía estrechar, uno sobre el que se podía apoyar, sobre cuya espalda se podía apoyar, reclinar la cabeza…
Por tanto, si el contenido último de la autoconciencia es esta realidad que me hace –Dios– [y] la medida del ser personal es la religiosidad, este fondo, este «Tú» con mayúscula, este Enigma con mayúscula, se ha convertido en uno de nosotros. «Nadie ha visto a Dios, el Hijo nos lo ha dado a conocer»(28). «Quien me ve a mí, ve al Padre»(29). ¡Uno de nosotros! «Haced esto en memoria mía»(30). Memoria: reconocimiento de esta Presencia, la autoconciencia ahora, mi autoconciencia de hombre llamado a este encuentro, de hombre cristiano…
«Tampoco nosotros entendemos nada de lo que dices, pero si nos marchamos, ¿a dónde iremos? Solo tú tienes palabras que dan la vida»(31). ¿En qué consistía la vida nueva hace dos mil años (hemos dicho que la autoconciencia es, representa la novedad de la vida, uno siente la vida nueva cuanto más consciente es de sí)? ¡Estar con Su presencia! Hace dos mil años la vida nueva era estar con Su presencia. ¡[Qué] sentimiento de libertad, de consistencia del propio yo! ¡«Este sí que habla con autoridad», sí que me da consistencia! Era estar con Su presencia. Hasta tal punto que escribas y fariseos, y toda la masa de gente que iba por curiosidad o por interés, o por ver milagros y luego se iba, no tenían esta vida nueva salvo por la brevedad del instante en que estaban ahí con los ojos como platos mientras Lo escuchaban hablar o Lo veían hacer milagros.
Hace dos mil años la vida nueva era estar con Su presencia. Estando en Su presencia se producía como una sacudida, una renovación de sí, nacía, ¡nacía el yo! Nacía el yo con su consistencia transparente, cristalina, con su fuerza viva, con su sed y su capacidad de querer, con su humanidad; en definitiva, nacía lo humano dentro de sí. En Juan 3 Nicodemo escucha a Cristo: «Hay que nacer de nuevo… En verdad te digo: hay que nacer de nuevo». Si quieres entender la realidad, si quieres entrar en la realidad, es necesario nacer de nuevo. Así es como se nacía de nuevo.
En resumen, chicos, la autoconciencia es la fe… La fe es reconocer Su presencia… Esto es la fe. Y en esto reside la autoconciencia, la conciencia que tengo de mí. Cuanto más resucite en mis horas, en mi jornada, la conciencia de esta Presencia en todo lo que hago… cuanto más recobre conciencia de tu presencia, oh Cristo, ¡más potente será mi identidad, más honda será la ternura hacia mí mismo, tu misericordia hacia mí, y más potente será la creatividad en la relación con el otro! Releed Colosenses, capítulo primero, versículos 1 al 23, cuando habla del «conocimiento de Dios».
Amigos míos, el primer problema de nuestro movimiento…, el primer problema no es organizar la comunidad, sino proseguir el anuncio… No hay amistad entre tú y yo si no te recuerda esto, antes y más que cualquier otra cosa…
Percibamos, sorprendamos con precisión el instante y el fenómeno en que la autoconciencia entra en acción, es decir, en que el sujeto humano entra en acción, en que nuestra personalidad se mueve. El primero, el primer instante, el primer tipo de fenómeno en sentido absoluto…, la iniciativa, «la» iniciativa es el deseo del recuerdo. Cuando nos levantamos por la mañana, amigos, cuando nos levantamos por la mañana, ¿qué deseamos? Tenemos que hacer un esfuerzo –es verdad– por traspasar el cieno de los deseos que instintivamente se presentan en nuestro cerebro, en nuestra conciencia, en nuestra alma, debemos resistir a esto y penetrar en ese cieno para ir hasta el fondo de todo, ¡hasta este deseo de Su recuerdo! Porque tal es la oración de la mañana…
Si todo no llega a esta orilla última sobre la que, frágil y desnudo como un miserable, el ser miserable que eres tú, que soy yo, está esperando lo que lo salva, lo que lo cumple, lo que lo realiza, lo que le quita el hambre y la sed, lo que le hace ser señor de sí y del mundo –porque para esto hemos nacido, a imitación de Aquel que es nuestra consistencia–, si todo no llega antes a esta orilla, todo se vuelve inútil…
Por lo tanto, lo que vale es hacer todo en función de esta Presencia inexorable, histórica, de esta eternidad que se ha hecho historia, es vivir en función de esta Presencia cada instante, sea cual sea su contenido. No os estoy arrancando de vuestros afectos, de vuestros intereses y de vuestros placeres humanos; os estoy reconduciendo, trato de reconduciros a esa raíz de todo en la que afectos, intereses y placeres florecen en una gloria impensable y se vuelven permanentes, se vuelven verdaderos...
La maduración de esta iniciativa, la capacidad de esta iniciativa madura como historia… No frenemos, no frenemos esta iniciativa, ni siquiera por la traición, y la traición más innoble que es el olvido y la distracción a la que estamos habituados, la desilusión cuando nos damos cuenta de que no hemos actuado. La desilusión que tenemos cuando nos damos cuenta de que no hemos actuado es una atadura que hay que romper. ¡No nos dejemos atrapar por esta desilusión! ¿Sabéis por qué no hemos actuado? ¿Sabéis por qué nos hemos equivocado? ¿Sabéis por qué hemos estado distraídos? ¿Sabéis por qué hemos sido de forma innoble… por qué hemos olvidado de forma innoble? ¿Sabéis por qué ayer traicionamos cien veces, mil veces? ¿Sabéis por qué? Dios ha permitido esto para que hoy, ahora, tú uses este desastre como instrumento para acordarte de Él… ¿Cuántas veces? ¿Un millón de veces? Un millón de millones de veces. Siempre…
¡Este camino se aprende caminando! La madurez se alcanza actuando. ¿Pero cómo puedes obrar, si no sabes el camino? Por eso la norma, la regla fundamental de esta historia, de este camino es una sola: el seguimiento, seguir. ¡Seguir! Seguir a quien ya conoce este camino, lo haga como lo haga. Porque el maestro te indica con seguridad, con persuasión, con demostración.
El proyecto de tu madurez no puede venir de ti mismo… ¡Lo importante en la vida es reconocer al maestro! Porque al maestro uno no lo elige, ¡lo reconoce! Elegir al maestro significa secundar la violencia de nuestros pensamientos y de nuestras elucubraciones, como podéis leer en la Segunda Carta a Timoteo, capítulo cuarto, versículos 3 y 5.
Se llama autoridad, de acuerdo, se llama autoridad pero, por amor de Dios, ¡destruid el concepto blasfemo de autoridad tal como lo usáis! ¡Porque es realmente un cadáver momificado! El concepto de autoridad que tenéis es un fósil. Es de un esquematismo que me llena de rabia, me enfurece cuando lo encuentro. Porque no se trata de identificarse con la persona, sino que es identificarse con la persona como valores, con los valores de la persona. Porque esa persona puede ser más tacaña que tú, puede ser más posesiva que tú, puede tener la cabeza pequeña, ¡pero si tú has reconocido a un maestro es por los valores que había en su acento! Por los valores. ¿Qué son los valores? Todo lo que te permite entender y te entrena para que el instante tenga la proporción del destino. El instante según su contenido, la relación con la novia o con tu padre y tu madre o con el profesor, con el extraparlamentario o con la comunidad que te pesa porque no te baila el agua.
Soy frágil, amigos míos –y termino– soy frágil porque vivo solo de este seguimiento. Lo que yo soy es por el seguimiento que vivo. Un seguimiento que pasa a través de los signos de los hombres, de hombres, esos signos que son los hombres que Dios nos ha hecho conocer; pero a medida que pasa el tiempo, siguiendo siempre a estos hombres, según pasa el tiempo, Cristo llega a ser de forma cada vez más evidente y directa el único maestro. ¡«Uno solo es vuestro Maestro»(32)!
Soy frágil porque vivo de este seguimiento, de este seguimiento a unos hombres, a una comunidad o a un movimiento guiado en el que vive el seguimiento de Cristo. El seguimiento de Cristo es la única razón de todo. Seguir a Cristo es lo único que debemos procurar. Dejo de tener consistencia por mí mismo, dejo de tener certezas construidas por mí secundando una hybris, un corazón henchido de orgullo.
Y entonces la vida camina por una luz, una certeza y una afectividad que no creo yo con mis pensamientos, que no creo con el esfuerzo de mi voluntad, sino que sorprendo en mí. Una certeza y una ternura, una certeza y una afectividad que sorprendo en mí al seguir.
Carrón
Esto es lo que nos ha aferrado desde las entrañas, lo que nos ha salvado de marcharnos como muchos otros: un ímpetu de vida, un modo de concebir, de vivir y de proponer el cristianismo que nos ha entusiasmado, por el que la fe se ha demostrado razonable y persuasiva, camino hacia el cambio de uno mismo. El carisma es el modo que Cristo ha elegido para establecer una relación significativa con nosotros, para atraernos, para hacer que sea existencialmente experimentable nuestra pertenencia a Él en la Iglesia de Dios; no en otro mundo, sino en este mundo, tal como es, con todos los desafíos y tensiones que lo atraviesan, «en la edad de la incerteza», navegando por las aguas agitadas de nuestro tiempo. «El carisma representa precisamente la modalidad de tiempo y espacio, carácter y temperamento, psicológica, afectiva e intelectual, con la que el Señor acontece para mí e, igualmente, también para otros»(33).
A través de este don particular se nos capacita efectivamente «para la totalidad. El carisma existe en función de la creación de un pueblo completo, es decir, totalizador y católico»(34).
Así, retomando de nuevo la pregunta de Taylor, en lugar de haber sido arrastrados por la fuerza de una corriente que discurría en sentido contrario, nos hemos sorprendido «cautivados», atraídos, aferrados por la presencia de Cristo, que ha salido a nuestro encuentro a través de esta modalidad, de este rostro, de esta «forma de enseñanza a la que hemos sido confiados»(35), que para nosotros es el carisma concedido a don Giussani, como para otros son otros carismas en la Iglesia. Y ha florecido en nosotros –en muchos adultos y, cosa cada vez menos obvia, en muchos jóvenes– «la conciencia de Su presencia», la fe, y hemos empezado a experimentar la novedad de vida que es «estar con Su presencia», una plenitud que nunca habríamos soñado. ¡Qué verdad es que «la Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”»(36), como repite el Papa!
¡Qué gracia más grande! En efecto, que Cristo nos haya atraído y siga atrayéndonos hoy a través del rostro, el acento y la modalidad persuasiva del carisma no ha sido y no es una iniciativa nuestra, sino una iniciativa del Espíritu Santo: es gracia. Es gracia el don del carisma y es gracia su permanencia. Una gracia que nos interpela a cada uno de nosotros, que implica, solicita y requiere la responsabilidad de cada uno de nosotros.
Acabamos de escuchar las palabras de don Giussani: «¡Lo importante en la vida es reconocer al maestro! Porque al maestro uno no lo elige, ¡lo reconoce!». Pero, ¿cómo reconocerlo? ¿Cómo reconocerlo en este momento en que la Iglesia nos llama a cambiar la guía, según los criterios indicados por el Decreto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida a todos los movimientos y asociaciones laicales, y después de la consiguiente adecuación necesaria del Estatuto?
Muchas veces nos hemos repetido que «la autoridad viene dada por lo que se vive, por la experiencia que se vive»(37). Hablando a un grupo de sacerdotes responsables de algunas comunidades de CL, Giussani decía en 1980: «Si yo deseo [ciertas] cosas, Dios me las hace aprender de quien las vive, de quien ya las vive». Este es siempre el método: «La vida se aprende siguiendo a quienes viven, ¡no porque sean mejores que tú! ¡Pueden ser mil veces peores que tú! Pero como método, como actitud de vida, como comportamiento…, como actitud a aplicar son un ejemplo. Se sigue un ejemplo, no se sigue un discurso»(38).
El maestro, la autoridad, decía en otra ocasión Giussani, es «el lugar donde el nexo entre las exigencias del corazón y la respuesta que ofrece Cristo es más límpido, más sencillo, más pacífico»; «la autoridad guía con su ser, no es una fuente de discurso. También el discurso forma parte de la consistencia del ser, pero solo como un reflejo. En definitiva, la autoridad es una persona mirando a la cual uno ve que lo que dice Cristo corresponde con el corazón. Esto es lo que guía al pueblo»(39). Entonces, ¿qué es lo más necesario para reconocer al maestro? La conciencia de la naturaleza de nuestra verdadera necesidad, una conciencia clara de sí, como escribí hace poco en la carta a la Fraternidad. «¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?». No hay otro criterio. Porque el maestro, la autoridad, es el lugar en el que más veo resplandecer lo que necesita mi humanidad para vivir: la gracia del carisma, el atractivo que nos ha conquistado en el encuentro y que ha cambiado nuestra vida de raíz, haciendo existencialmente experimentable la presencia de Cristo, Su capacidad para transformar cada fibra de nuestro ser, para llevarnos a cumplimiento.
Hemos escuchado antes: «La madurez se alcanza actuando. ¿Pero cómo puedes obrar, si no sabes el camino? Por eso la norma, la regla fundamental de esta historia, de este camino es una sola: el seguimiento, seguir». A través del seguimiento «de los hombres que Dios nos ha hecho conocer», de las personas que el Espíritu del Señor suscita ante nosotros para hacer que sea concreto y practicable el camino hacia Él, es decir, siguiendo «un movimiento guiado en el que vive el seguimiento de Cristo», nosotros seguimos a Cristo, porque «el seguimiento de Cristo es la única razón de todo».
Solo si seguimos podremos «proponer al hombre, nuestro hermano, un hecho de vida». En efecto, «el Señor vino para traer una vida, no una organización»(40). Como decía don Giussani con una frase que he señalado a menudo, «en una sociedad como esta no se puede crear algo nuevo si no es con la vida. No hay estructura ni organización o iniciativas que valgan. Solo una vida distinta y nueva puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo en definitiva»(41).
Esto es lo que queremos comunicar a todos al celebrar el centenario de su nacimiento: la imponencia de Cristo, vida de nuestra vida, que nos ha alcanzado y sigue atrayéndonos, arrastrándonos hacia Sí, a través del acento único del carisma, que vuelve persuasivas todas las dimensiones de la Iglesia para el mundo de hoy.
Por eso podemos decir que no nos falta ningún don de gracia para afrontar la nueva etapa de nuestro camino.
NOTAS
(1) «Minha luz», fado portugués, letra y música de J. Mariano y A. Costa.
(2) C. Chieffo, «Ballata dell'uomo vecchio», en Cancionero, Comunión y Liberación 2004, p. 321.
(3) 1Cor 1,7.
(4) L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 2019, p. 141.
(5) L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), BUR, Milán 2010, p. 309; traducción nuestra.
(6) L. Giussani, Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 10.
(7) L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), op. cit., p. 310; traducción nuestra.
(8) Ibídem, pp. 312-313; traducción nuestra.
(9) Ibídem, p. 313; traducción nuestra.
(10) L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 119.
(11) L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), op. cit., p. 389; traducción nuestra.
(12) P.P. Pasolini, «VI. L’alba meridionale», de Poesia in forma di rosa (1961-1964), en Id., Bestemmia. Tutte le poesie, vol. II, Garzanti, Milán 1995, p. 801; traducción nuestra.
(13) Lady Gaga y Bradley Cooper, «Shallow», del álbum A Star Is Born, 2018, ©Interscope Records.
(14) «Corresponsabilidad», Litterae Communionis-CL, n.11/1991, p. 33.
(15) Ibídem.
(16) «¿Por qué me lo preguntas a mí?», Huellas, n. 8/2021, p. 48.
(17) L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), op. cit., p. 362; traducción nuestra.
(18) L. Giussani - G. Testori, El sentido de nacer, Encuentro, Madrid 2014, p. 77.
(19) «Es hermosa una Iglesia humilde que no se separa del mundo y no mira la vida con desapego, sino que la habita desde dentro. Habitar desde dentro, no lo olvidemos: compartir, caminar juntos, acoger las preguntas y las expectativas de la gente. Esto nos ayuda a salir de la autorreferencialidad. […] Adentrémonos en cambio en la vida real, la vida real de la gente, y preguntémonos: ¿cuáles son las necesidades y las expectativas espirituales de nuestro pueblo?» (Francisco, Discurso durante el encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos/as, seminaristas y catequistas, Bratislava, 13 de septiembre de 2021).
(20) «Tenemos de trasfondo una rica tradición cristiana, pero hoy, en la vida de muchas personas, esta permanece en el recuerdo de un pasado que ya no habla ni orienta más las decisiones de la existencia. Ante la pérdida del sentido de Dios y de la alegría de la fe no sirve lamentarse, atrincherarse en un catolicismo defensivo, juzgar y acusar al mundo malo, no; es necesaria la creatividad del Evangelio […] frente, quizá, a una generación que no cree, que ha perdido el sentido de la fe, o que ha reducido la fe a una costumbre o a una cultura más o menos aceptable, tratemos de hacer una abertura y seamos creativos. Libertad, creatividad. ¡Qué hermoso cuando sabemos encontrar caminos, modos y lenguajes nuevos para anunciar el Evangelio!» (Francisco, Discurso durante el encuentro con los obispos, sacerdotes, religiosos/as, seminaristas y catequistas, Bratislava, 13 de septiembre de 2021).
(21) «Debes estar delante de ellos, no insistir sobre ellos» (L. Giussani, L’io rinasce in un incontro (1986-1987), op. cit., p. 366); traducción nuestra.
(22) L. Giussani, El sentido de Dios y el hombre moderno, Encuentro, Madrid 2005, p. 151.
(23) Cf. Mt 16,26-27.
(24) Cf. B. Pascal, Pensieri, n. 231, en Id., Opere complete, Bompiani, Milán 2020, p.2393; traducción nuestra.
(25) Cf. Mt 22,34-40.
(26) Lema inscrito en la entrada del «Vittoriale degli Italiani», Gardone Riviera (BS), en donde está sepultado el poeta Gabriele d'Annunzio.
(27) Cf. Mt 26,42; Lc 22,42.
(28) Cf. Jn 1,18.
(29) Cf. Jn 12,45.
(30) Cf. Lc 22,19.
(31) Cf. Jn 6,68.
(32) Cf. Mt 23,10.
(33) L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 117.
(34) Ibídem, p. 118.
(35) J. Ratzinger, «Intervención para la presentación del Catecismo de la Iglesia Católica», en L’Osservatore Romano, 20 de enero de 1993, p. 5.
(36) Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 14.
(37) L. Giussani, Una presenza che cambia, BUR, Milán 2004, p. 364; traducción nuestra.
(38) A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro, Madrid 2015, p. 603.
(39) «De una conversación de Luigi Giussani con un grupo de Memores Domini (Milán, 29 de septiembre de 1991)» en «¿Quién es este?», suplemento de Huellas, n.9/2019, p. 10.
(40) L. Giussani, Il rischio educativo. Come creazione di personalità e di storia, SEI, Turín 1995, pp. 61, 65; traducción nuestra.
(41) «Movimento, “regola” di libertà», editado por O. Grassi, Litterae communionis-CL, n. 11/1978, p. 44; traducción nuestra.
Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón