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Huellas N.08, Septiembre 2021

PRIMER PLANO

Chile. «La realidad te grita»

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El encuentro con una madre gitana, la desconfianza, los problemas… y esa «flor inesperada». Cristina Galeno es médico de familia en una zona rural, entre campesinos y nómadas

¿Y Mania, has vuelto a hablar con ella? «No, se mudaron al norte, a 900 kilómetros de aquí. Las mujeres gitanas no tienen teléfono. Pero su prima me cuenta. Sé que está bien y la niña también. Siempre le pido que les diga de mi parte que aquí me tienen». Al final, toda la diferencia está aquí. En esa disponibilidad a una amistad que a primera vista parece imposible pero que sucede, ahí está, como ciertas flores capaces de brotar hasta en la tierra reseca de este rincón de Chile.
De vez en cuando las ves, preciosas, entre los áridos terrones de Pan de Azúcar. Estamos en un pueblo campesino a un cuarto de hora de la ciudad costera de La Serena. Cristina Galeano, 29 años, casada con Gabriel, con un hijo pequeño, trabaja aquí como médico de familia, en un programa estatal de apoyo a las zonas rurales. Sus pacientes son campesinos y gitanos, de paso por la zona. Mania era una de ellos: 19 años, una niña de 15 meses con una úlcera en la boca. Se presentó en el ambulatorio como suelen hacer los gitanos, siempre de paso en un lugar que perciben hostil, desconfiada, encarada.
«La niña estaba desnutrida, no tenía el libro de vacunación ni había hecho las primeras revisiones», recuerda Cristina. «La madre solo quería resolver el problema de la boca porque le dolía. Se marchaban de aquí dos días después». El protocolo obliga a avisar al trabajador social y Cristina lo hizo. Como exige el reglamento, se abrió un procedimiento judicial. «Pero eso no me bastaba. No podían tratar a esa mujer solo por sus errores».
Así fue como esta historia tomó un rumbo imprevisto. Cristina volvió a hablar con ella. Le dijo que estaba segura de que quería ser una buena madre y que solo le estaba pidiendo que se dejara ayudar. «Me miró sorprendida. Dejó de defenderse y empezó a abrirse. Llamé a una colega de la ciudad a la que se trasladaban para que la recibiera. Mania prometió que llevaría a su hija a las revisiones. Vio que podía fiarse». A los pocos días, Cristina vio llegar al ambulatorio a una chica con un bebé recién nacido. «Era familiar de Mania, quería que la viéramos a domicilio. Luego llegó otra joven embarazada. Al final nos mandaron a visitar también a sus mayores. Y algunos empezaron a cuidarse».
Ahí estaba la flor. A Cristina le impactó tanto que lo puso delante de todos, al cabo de un tiempo, durante una asamblea con Julián Carrón en conexión por video. Habló de Mania y de su trabajo. Del cansancio «ante el dolor que veo. Me invade un sentimiento de insuficiencia». Y de preguntas hirientes, porque «la fe me hace sentir más ese dolor, no puedo quedarme indiferente. A veces me parece que para mis colegas no católicos todo es más fácil».
Surgió entonces un diálogo precioso sobre lo que significa implicarse («¿acaso es una desgracia no quedarse indiferente, Cristina? Porque si yo estuviera enfermo, me gustaría que me tratara alguien a quien le importo…») y sobre la fe. «Eso es lo que no te deja indiferente. Pero hay que hacer un camino, porque con tu límite no puedes resolverlo todo. Jesús tampoco curó a todos los enfermos. Porque vino para otra cosa: para mostrarnos que no estamos solos con nuestra nada y nuestra impotencia».
¿Aquel diálogo sirvió de algo? «Sí, lo hizo todo más mío», responde ahora Cristina. «Me hizo darme cuenta del verdadero alcance que tienen mis exigencias, las mías y las de mis pacientes. El Señor sabe por qué te pone delante de uno y no de otro. Sabe qué necesita tu vida y la suya. Solo debemos responderle».
Cristina es médico desde hace tres años y medio. Dice que llegó aquí casi por casualidad, más bien «por una intuición. Cuando empecé a estudiar, no sabía lo que me esperaba. Me gustaban las materias científicas, solo eso. Poco a poco me di cuenta de que la medicina lleva dentro mucha ciencia, pero también mucha humanidad. Entonces empezó a gustarme de verdad. Y pasó que en esa misma época conocí el movimiento».

Aquella amistad que percibió a los 13 años, cuando iba a una parroquia de Santiago con curas de la Fraternidad de San Carlos, y que luego profundizó cuando, en los años de la universidad, una amiga la invitó a los encuentros de CL, le cambió la vida y la mirada. «Me quitó el miedo», dice. «Entonces mi abuelo estaba muy enfermo. Mi madre lo cuidaba y yo la ayudaba. Por la noche nos turnábamos, de día iba a la facultad. Pero me aterrorizaba, el dolor me daba miedo. Cuando descubrí que Cristo me amaba incluso así, empezó la revolución. Sentirme abrazada en algo tan mío, que me parecía imposible de superar, me llevó a decir: ok, de aquí ya no me marcho».
También le dio una manera nueva de afrontar el trabajo. «Entras con una mirada distinta: esperando. Y siempre suceden cosas que te despiertan. Los médicos tenemos una gracia: la realidad te grita».
¿Por ejemplo? La amistad con «don Luis», un anciano abandonado en el hospital. «Estaba solo. No tenía hijos y su mujer había muerto. No podía caminar. Se peleaba con todos, y todos le trataban mal. Pero tenía una enfermedad muy interesante desde el punto de vista clínico. Mi tutor me dijo: “Ve a verlo, pero no te impliques demasiado”. Eso para mí era imposible». Poco a poco se hicieron amigos. «Cuando empezó la rehabilitación, me pidió que lo siguiera yo. Volvió a caminar. Y empezó a rezar».
Algo parecido le pasó hace poco con otra mujer gitana. «Tomaba ansiolíticos en dosis muy altas. Venía al ambulatorio a por la pastilla y se iba». Empezó a hablar con ella poco a poco. «Al final me presentó a su madre y me contaba las cosas que le preocupaban. Le daba miedo el Covid, la forma que iba tomando la vida… Parecía poca cosa, pero la última vez que vino con la receta pidió media dosis. Una persona que depende de los fármacos, ¿te das cuenta? Me dieron ganas de abrazarla. En el fondo todos esperamos lo mismo: ser amados. Por eso necesitamos a Cristo. Encuentros así me ayudan a luchar contra la nada, a mirar con ternura, también a mí misma».
¿Qué les pasa a los pacientes cuando los miras así? «Les pasa que vuelven», sonríe Cristina. «Algunos te dan las gracias, otros no. Pero vienen a verte, y no solo porque estén enfermos. Yo soy joven, tengo 29 años, y muchos de mis pacientes tienen 70-80, toda una vida. Sin embargo, si tienen problemas vienen a verme para charlar».
Estas cosas son las que cambian al menos el pedazo de mundo que uno tiene alrededor. Es otro de los puntos de aquel diálogo con Carrón que llamó la atención de Cristina y de todos los presentes. «El trabajador social también se implicó en el caso de Mania, como tú. Quería denunciarla. ¿Cuál es la diferencia? El método. Gracias a tu mirada, dio comienzo una relación con este grupo de gitanos que nunca habrías imaginado. Es lo mismo que hizo Jesús. Es el método de la atracción». No el de las reglas.

Cristina lo vio hace poco ante otro hecho, otro grito. «Llegó un paciente grave. Un infarto. Le pusimos oxígeno y le medicamos. Estaba consciente, pero le costaba mucho respirar y tuvimos que intubarlo». Fue una intervención complicada, en un ambulatorio de campaña. «No podía prometerle nada. Si iba bien, le llevaríamos al hospital. Si no, podía morir». La cosa se puso fea. «Antes de sedarlo, le agarré de la mano. Le pregunté si tenía hijos o nietos. Me dijo que sí. Le pedí que pensara en ellos, en su casa, en un lugar bonito donde le gustara estar. Nosotros le íbamos a acompañar». Silencio. Cristina se conmueve al recordarlo. «Nunca le había visto, no sé si tenía fe o no… Pero pensé: yo, antes de morir, quisiera tener la misma certeza que he tenido al conocer a Cristo». Silencio de nuevo. «No pudimos salvarlo. Pero su último recuerdo fue este: tú eres amado».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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