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Huellas N.07, Julio/Agosto 2021

RUTAS

Compañeros de viaje

Roberto Perrone

La “Fuente viva” de Génova. Diez años en esta casa-familia para menores, donde algunas parejas de amigos aprenden a abrirse a lo imprevisto. «Y a acoger sobre todo las diferencias entre nosotros»

Mientras nos sentamos a la mesa, suena una llamada. Hace tiempo, este era el comedor de la residencia que había en el parque de las hermanas marcelinas. La cocina es profesional, en todos los sentidos. Menú: potaje de garbanzos a la genovesa, roast beef, ensaladilla rusa, espárragos y tarta de fruta. Todo casero, todo óptimo. A mi espalda, sobre un bajorrelieve clásico de estilo ligur, un fragmento del Canto XXXIII del Paraíso que incluye este terceto: «Aquí eres faz meridiana / de caridad, y abajo, entre los mortales, / fuente viva de esperanza».
“Fuente viva” es el nombre de esta casa, el nombre elegido por y para esta amistad, el nombre más adecuado para esta obra que nació hace diez años con las tres familias que ahora se sientan conmigo. Una obra que fluye, vivaz, como agua de la fuente. La llamada que recibe Alessandra así lo testimonia. «Es una de nuestras antiguas huéspedes, que ahora vive por su cuenta. Le han robado la cartera y nos llama para saber cómo bloquear las tarjetas. Para todos los que pasan por aquí, por los motivos más variopintos, seguimos siendo un punto de referencia».
Estamos en el corazón de Albaro, barrio residencial de Génova. Todo verde, calles que bajan hasta el mar, silencio, intimidad. Comparto mesa con las tres parejas que viven en la casa. Marco y Alessandra, Luca y Laura A., Sergio y Laura P. Primero me han enseñado las instalaciones. En una hornacina de la preciosa fachada de colores amarillo y naranja, típicos en los palacios genoveses, hay una imagen de la Virgen. «Es el único objeto original, todo lo demás es obra de nuestra reforma».
Durante la visita me encuentro con un aparcamiento repleto de bicicletas, monopatines, una mesa de ping-pong y un espacio vacío. «Ahí había una cama elástica, pero se la han cargado», dice Luca mientras recoge una bola y la lanza alto, al otro lado de la alambrada, donde hay un club de tenis. Me encuentro a los culpables del destrozo en el otro extremo de la casa. Un grupo de chavales juega y corre dando vueltas a nuestro alrededor. Me siento observado. Desde la cornisa de la terraza de arriba un perro me mira fijamente. Uno de los niños se ha subido al techo de un trastero. Sergio intenta hacer que baje, pero él sube aún más alto. «Todavía no ha conseguido domarlo», explica Marco con una sonrisa.

En la casa hay cinco apartamentos, tres de las familias “fundadoras” y dos que albergan casi siempre a mujeres con hijos que normalmente huyen de situaciones complicadas. Durante la visita repasamos un poco la genealogía. Laura A. y Luca tienen un hijo biológico, otro adoptado (inicialmente era acogido) y actualmente tres en acogida. Laura P., que se graduó con una tesis sobre la acogida, y Sergio tienen cuatro hijos biológicos (algunos ya viven por su cuenta) y tres en acogida. Sergio: «Eran cuatro hace unas semanas. Una chica llegó en pleno confinamiento, en 2020, con Laura en cuarentena y Marco ingresado por Covid. Ya había estado con nosotros. Se fue durante el segundo confinamiento. Nosotros decimos que entró con el Covid y salió con el Covid, con todos sus problemas». Alessandra y Marco tienen dos hijos adoptados, ya mayores. Ellos no han “acogido”, acompañan a las familias que se alojan en los dos apartamentos, actualmente una madre italiana y otra albanesa, ambas con dos niños.
Llegaron aquí el 8 de enero de 2011, pero debido al virus no han podido celebrar su décimo aniversario. Están acreditados como “casa familia para menores” y forman parte de las “Moradas de acogida”. No son solo un punto de referencia para familias y niños con dificultades, sino para otras personas que, como yo, se sientan en esta sala para escuchar su experiencia, como un grupo de monjas curiosas, cuarenta trabajadoras sociales lituanas, grupos de fraternidad y parroquiales, parejas que desean conocer la experiencia de la acogida. «Aquí también hacemos grupos de ayuda mutua o formación, e invitamos con alegría a nuestros amigos y a los amigos de nuestros hijos». Pero también hay quien llama a su puerta pidiendo otras cosas. No está lejos el Gaslini, hospital pediátrico que para muchas familias es el destino de un viaje lleno de esperanza, pero que al fin y al cabo es un hospital, un lugar extraño en una ciudad lejana. «En sus ojos se nota el miedo. Ver un rostro amigo que te acoge marca una gran diferencia. Son “inconvenientes” que suceden mientras tú vives con tus problemas personales», dice Laura A., «pero si alguien está contigo, puede nacer algo bueno». Un grupo de universitarios llegó con un amigo español, un chico con discapacidad que quería darse una ducha. «Fue complicado, pero al final lo logramos».

Laura P. y Sergio son de San Remo. En 1983 fueron a Génova a la universidad. Sergio conoció a Marco porque era el responsable del Movimiento Popular, donde hacía el servicio civil. Con Laura A. y Luca coinciden cuando empiezan a compartir la experiencia de la acogida y las vacaciones de verano. Fue entonces cuando surgió la historia de la casa. Apasionados por la montaña, Sergio y Luca se pusieron a buscar una casa en los Dolomitas. Hablaron muchas veces y Luca cambió de idea: ¿y si buscamos un sitio donde podamos vivir todos? Ahí se sumaron Marco y Alessandra. Entonces Sergio sentenció: «Si Marco entra, la cosa sale, garantizado». Fueron a Como, a la casa de Cometa (experiencia de acogida para menores, ndr), donde les aconsejaron «primero cuidar la casa de carne, luego vendrá la de piedra». Es decir, primero debían verificar su amistad y lo que la sostenía. La Providencia ya les echaría una mano para la casa de piedra. La entonces madre superiora de las hermanas marcelinas, Maria Angela, fue a Varigotti, y allí conoció a un amigo del grupo, Ernesto. Hablaron de una casa para la que las monjas buscaban la manera de darle un uso útil. Tras reunirse los seis con la madre superiora, empieza a brotar la Fuente. «Se lo debemos a ella y a las hermanas. Aparte de todos los problemas técnicos», cuenta Alessandra, «tuvimos que enfrentarnos a la hostilidad inicial de todo el barrio. Se había corrido la voz de que se iba a abrir un centro para personas sin techo, drogodependientes, etcétera. Aunque podría haberlo sido, no estaría nada mal, todos tienen derecho a una casa». Pero este era un barrio “bien”. «Llamaban a la puerta para preguntarnos qué estábamos haciendo. Ahora nos llevamos fenomenal con todos».
Todos estaban pendientes de la casa, pero ninguno dejó de trabajar: uno es profesor, otro gerente de una oficina de correos, otra guía turística de museos, otro jefe de planta en un hospital. Una educadora les echa una mano. «Cada uno construye esta obra con sus actitudes». Laura P. recuerda que, cuando empezaron, «algunos pensaban que no duraríamos mucho». La otra Laura añade: «De hecho, nos sorprende más nuestra amistad que el éxito de la acogida».
Una amistad a base de confrontación y trabajo, pero sobre todo una compañía. «Por la noche intentamos vernos siempre y una vez a la semana cenamos juntos, respetando los tiempos y gustos de cada uno: el fútbol, las series…». En esta mesa se cuentan lo que sucede en el mundo y en su mundo. «Lo hacemos desde el primer día, nunca hemos dejado de hacerlo, ni siquiera con el Covid. Cuando Marco estaba en el hospital, se conectaba por teléfono».

La primera noche, la noche que llegaron, Laura P. y Sergio fueron a tomar café con Laura A. y Luca. Una costumbre que se ha convertido en hábito cotidiano. También van juntos de vacaciones. «Alquilamos un hotel entero, también es una manera de proponer a otros nuestra experiencia. La última vez fuimos setenta personas. Lleno. No cabíamos más». Tres familias, tres ritmos. Luca: «No nos medimos, el que puede hace más y el que no, menos. Creo que cada uno de nosotros vive tan aferrado a aquello de lo que nuestra comunión es signo que no hay motivo de queja».
Eso es un milagro que veo presente en la mesa. Llega uno de los hijos que juega al fútbol y nos ponemos a charlar. Le acompaña otra de las hijas de acogida. Además, alrededor de esta “Fuente viva” hay un movimiento de gente que colabora. «Tu cuñada, Gloria, hace crowdfunding con sus mermeladas», me dice Alessandra. Una mermelada deliciosa, confirmo. Ella siempre me habla de una madre albanesa que se bautizó, hizo el examen de enseñanzas medias y se compró una casa «gracias a la ayuda de amigos que le prestaron dinero solo porque se fiaban de nosotros». Luca sonríe: «Nuestro hijo adoptado me dijo: “Papá, ella ha sido nuestro mayor éxito”».
Llega el café. Fuera ya ha caído la noche y el ruido se amortigua. «Como has podido ver, durante el confinamiento al menos teníamos sitio para que los niños se desfogaran». Diferentes, pero juntos. «Cada vez nos damos más cuenta, con el paso de los años, de que lo que más falta hace es acoger las diferencias entre nosotros. Estamos seguros de que somos compañeros de viaje porque Dios lo ha querido así para cumplir la vocación de cada uno de nosotros. Después del café, antes de las “buenas noches”, rezamos. Para recordar que Otro nos ha puesto juntos y Otro lleva a cumplimiento el destino de los que acogemos». De hecho, vuelven a beber a esta fuente en cuanto pueden.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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