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Huellas N.07, Julio/Agosto 2021

PRIMER PLANO

Aprender a aprender

Paola Bergamini

En la vuelta a la “normalidad”, nos lanzamos al presente. Puede ser como la espuma del mar, o puede ser «presencia». Entrevista al psiquiatra Giovanni Stanghellini

La curva de contagios desciende, ya no hay colapso de camas en los hospitales, vuelven los atascos a las carreteras. La vida se hace físicamente menos claustrofóbica. Entre las variantes del virus y las reacciones a las vacunas, lentamente, con mil cautelas, vamos volviendo a la “normalidad” y empezamos a hacer proyectos. «¡Por fin vuelve la vida!», se oye decir. Parece que urge el ahora, pero «el presente sin pasado ni proyección de futuro es cortante como el filo de una navaja», afirma Giovanni Stanghellini, psiquiatra, psicoterapeuta y profesor en la Universidad de Chieti.
Como un flash acuden a mi mente los versos de Montale en su poema Antes del viaje: «Y después uno se marcha y todo está O.K., y todo es para bien e inútil». ¿Acaso el presente puede hacer daño? Con esta primera comparación empiezo a entender que la entrevista será mutua, que aquí las palabras y las imágenes no servirán para dar definiciones cerradas sino para abrir horizontes. Y empezamos por el pasado reciente.

La pandemia nos ha obligado a medirnos con una realidad que se nos ha echado encima trastocando nuestras certezas. ¿Qué queda ahora de lo que hemos vivido?
Creo que hay que ser muy realistas respecto a cuánta realidad somos capaces de soportar. Me explico. ¿Somos capaces de mirar las cosas a la cara sin hacernos una imagen a nuestra medida, sin que al final tratemos de cuadrar las cuentas con lo que creíamos saber para no asustarnos demasiado? Tendemos a acomodarnos, a enamorarnos de nuestras certezas, intercambiando opiniones como si fueran verdades. Nos cuesta aprender de la experiencia.

¿Pero nos ha enseñado algo?
No estoy seguro. Ni soy escéptico ni espero demasiado. A mí me ha enseñado que me gustaría aprender a aprender. Podría enumerar un elenco de “me gustaría haber aprendido”: a dar prioridad a la defensa de las personas vulnerables, a respetar el espacio –el aura– que rodea a los demás, a hacer que prevalezca el sentido de participar en la vida de una comunidad sobre la obligación de obedecer las leyes de una sociedad, a recordar que la libertad no es sinónimo de individualismo sino de respeto y responsabilidad, a enseñar a mis alumnos que la ciencia tiene mucho que enseñarnos a cambio de que entendamos que su saber se aproxima a la verdad pero no dispensa certezas. Pero sobre todo me gustaría haber aprendido la importancia de la presencia.

¿Qué entiende por presencia? Parece que suena distinto al “presente” entendido como carpe diem.
La presencia tiene un espesor que no tiene el presente. El elogio del presente es propio de las filosofías de los momentos de crisis, que corresponden al ocaso de una civilización, filosofías enérgicas que enseñan a aprovechar el instante, el momento presente, al margen del futuro. El presente es como la espuma del mar, vital pero dispuesta a dispersarse. La intensidad que se busca en este presente va acompañada de una sensación de vacío, lo único que deja es un sabor a tedio persistente. En cambio, la presencia tiene una profundidad y una extensión que el mero presente no tiene. Se está presente ante una situación, ante uno mismo, y sobre todo ante el otro. La presencia es una pausa que suspende el frenesí del hacer, del producir, del consumir. Pero es una pausa en movimiento, porque advierte algo que te sale al encuentro o hacia lo que yo me dirijo. Un movimiento que me hace caer en la cuenta de mis emociones, inclinaciones y deseos, y también los de los demás. Lo definiría como una “resonancia” que se da ahora, pero que solo se manifiesta con toda su intensidad en un espacio intersubjetivo. La presencia es intimidad con uno mismo y con el otro. Según la lógica de la presencia, siempre hay otro en juego: una persona, algo que evoca un recuerdo, una flor que me envuelve con su aroma, un acontecimiento que me implica con su atmósfera. Pensemos en un atardecer. ¿Por qué la belleza de un atardecer es tan sobrecogedora? Por la misma razón que lo es una flor que brota. En ambos casos se anuncia la vida en su plenitud, en continuidad con su desvanecimiento. Cuentan que un día Freud y el poeta Rilke compartieron un paseo primaveral por las montañas y que ante el espectáculo del despertar de la naturaleza el poeta dijo que todo aquello le causaba una sensación de profunda tristeza porque en el renacer ya vislumbraba la muerte. Freud se quedó asombrado y trató de reconfortar a Rilke, autor del famoso verso «Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible». Pero eso no significa que el destino de lo bello sea afearse, sino que es propio del sentimiento de la belleza abrazar el tiempo que pasa, y por tanto también el futuro, en el que la belleza que florece se marchitará. Pero eso no disuelve la presencia de la belleza, sino que más bien la hace más íntima, más verdadera e intensa. Esto permite no caer en la lógica de lo instantáneo. La nostalgia del pasado, de lo bello que fue, y la espera del futuro, de lo bello que vendrá, se funden en la experiencia de la presencia de la belleza, son los rasgos de la presencia de la belleza. Mucho más si esta experiencia se puede compartir con alguien.

¿Se trata de la experiencia de la felicidad como plenitud? ¿Podemos introducir esta palabra en la lógica de la presencia?
Estamos hechos para sentir constantemente que algo nos falta. Pico della Mirandola decía que Dios, cuando llegó a crear al Hombre, había agotado todas las características que ya había atribuido a los demás animales. De modo que estableció que el Hombre fuera el animal que no tenía ninguna característica pero que podría tenerlas todas. Eso es lo que nos caracteriza: la posibilidad de desearlo todo. En último término, lo que nos caracteriza es la libertad y la nostalgia de lo que nos falta. La aspiración a la felicidad, a la realización de uno mismo, no puede dejar de ir acompañada por un velo de tristeza.

¿Qué es para usted la felicidad?
La felicidad se fundamenta en la capacidad de soportar una cierta cuota de infelicidad. Igual que la autonomía es la capacidad de tolerar una cierta cuota de dependencia. Me hacen feliz las relaciones, pienso en mi mujer, en mis hijos, en mis amigos, en mis pacientes. Pienso en momentos de especial resonancia que no se desvanecen.

¿Por ejemplo?
Vuelvo al atardecer. Puedo estar solo mirando un atardecer que me llena el corazón y no puedo evitar pensar que si estuviera conmigo una de las personas a las que amo, eso me haría más feliz. Poderlo compartir. No hace feliz nada que pueda imaginarse prolongado o constante, nunca he bebido de una fuente que me haya saciado del todo. No existe un atardecer eterno. No existe para nadie, tal vez ni siquiera para alguien que tenga fe, como usted. Porque hay una relación muy estrecha entre inquietud y fe.

Cierto. Pero hay momentos donde la Presencia encarnada se hace experiencia. Llena el aquí y el ahora.
En hebreo se llama Shekinah (divina presencia). Cada vez que «dos se reúnen de modo auténtico y sincero, yo, Dios, estoy en medio de ellos». Para quien no goza del don de la fe, yo traduciría ese “yo” con la palabra “intimidad”, que me gusta más que “felicidad”. La intimidad es lo que sucede entre dos personas, o incluso conmigo mismo, en un silencio comunicativo donde no hacen falta las palabras. La intimidad es estar-solos-juntos, sentirse juntos por compartir la misma soledad. Es una paradoja, sí. La intimidad también es la sensación de imposibilidad de satisfacer el propio deseo de plenitud. Por ejemplo, en la relación entre marido y mujer, o entre dos amigos. Los momentos más bonitos son esos en los que somos conscientes de lo que nos cuesta estar juntos. Hace falta coraje para vivir así, para afrontar la propia insatisfacción. Eso es la intimidad.

¿Así se evita el afán por un presente que nos atenaza y que en último término no satisface?
Solo nuestra cultura hedonista nos ofrece la ilusión de una felicidad al alcance de la mano. Somos consumidores a los que venden recetas de felicidad. Pero el hombre está dotado de una mirada que siempre le hace ir más allá.

San Agustín decía: «Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Esto vale siempre y para siempre.
Con la diferencia de que el obispo de Hipona tenía un Tú en el que descansar. La fe se recibe, no se da. Mucha gente no logra ese descanso, aunque lo eche en falta. Es uno de los puntos en los que coincido profundamente con don Giussani: el elogio de la inquietud. Fe e inquietud son dos caras de la misma moneda. Conocí a Giussani a través de sus amigos y, aunque venimos de mundos muy distintos, nos une este tema de la inquietud en relación con la fe, que para mí es sagrado. La alternativa es el fanatismo. Esa inquietud abre a la “divina presencia” y tal vez nos ayude a reconocerla. Si yo llegara a tener experiencia de la fe, creo que sería mediante el encuentro con un Tú que me dijera: «Has hecho bien en estar inquieto».

Pero el mundo dice otra cosa. Usted hablaba de hedonismo, ¿podríamos añadir la palabra nihilismo?
El hedonismo es efímero, pero hunde sus raíces en el nihilismo de quien lo promueve. A estas personas, a estos vendedores ambulantes, no les importan las preguntas ni la complejidad de la realidad. Quieren seducir: ofrecen respuestas, no preguntas. Si venden fórmulas mágicas cargadas de “certezas” para ser felices es porque consideran que no hay nada por lo que valga la pena vivir. El nihilista es aquel que decide no hacerse preguntas y perseguir el placer momentáneo de la propia existencia. Y así hace daño al hombre.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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