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Huellas N.07, Julio/Agosto 2021

BREVES

Cartas

Una secreta alegría
Estoy batallando con la enfermedad. Donde a veces hay oscuridad, he comprendido que se me ofrece la posibilidad de amar más al Señor, ya que me hace estar viva en una continua petición. Y me doy cuenta de que esta enfermedad pasa por muchas etapas, hasta que me reúna con Él. Es como una carrera de doble fondo, hasta llegar a la etapa de una plena aceptación, que es como la forma de identificarse con Cristo. Cuando estás en la primera etapa, donde la enfermedad, a priori, no es grave, estás llena de esos posibles proyectos que tienes en la cabeza y que son buenos, por ejemplo, en una ciudad universitaria como Alcalá, alquilar habitaciones a estudiantes. Pero ese proyecto bueno se trunca por la enfermedad, así que la independencia que tenía antes se cambia ahora en una dependencia de los servicios de asistencia y de la chica que viene a hacerme la casa de lunes a viernes. Dependo de ella o de mi hermana para pasear y andar, para ir al médico o a misa. He pasado de la independencia a una progresiva dependencia. Gracias a los cuidados paliativos, los dolores desaparecen. De no ser así, estaría en el hospital cambiándome de tratamiento para aliviar los dolores, que son muy intensos e insoportables. En esta etapa oscura, no me queda otra que ofrecer, porque toda la realidad tiene cabida en la aceptación por amor a Dios. Y cuando empiezas a aprender la lección de la dependencia del Señor, esto da lugar a una renovación del corazón y a otra forma de vivir lo que me toca día a día. Se establece un contrato de vida con Él. Solo el Señor va calibrando mi enfermedad, unas veces lo llevo bien y otras no lo llevo tan bien. Pero estoy segura de que cada día dependo más de Él y esto me llena de una secreta alegría.
Carmen, Alcalá de Henares


Lo que vi
Durante el encuentro de la asociación cultural Miguel Mañara de Móstoles y en la cena posterior en la parroquia que la hospeda, disfruté de lo que vi: una comunidad cristiana, el “cuerpo vivo” de Cristo. El testimonio personal “puede” remitir a algo que hace uno mismo, la comunión siempre remite a un factor misterioso. Mirando el grupo que promueve esa asociación cultural, me resultó evidente una cosa: cuando unas personas se juntan para comprometerse con una dimensión de la experiencia cristiana, en este caso la cultura, inevitablemente se ven implicadas también las otras dos, la caridad, necesaria para trabajar juntos, aceptarse recíprocamente, perdonar la diferencia, colaborar, y la misión, porque uno debe abrirse a otros, proponer, invitar, dar a conocer, testimoniar. Por eso, me volví muy contenta por haber visto una “vida” que no es solo “mi familia y mis amigos”, sino –aunque sea apenas consciente– una pasión por la gloria humana de Cristo, una pasión por la Iglesia.
Carmen, Madrid


Ocho días y ocho noches
Nunca había estado ingresado en un hospital. Mira por dónde, cuando uno menos lo espera, Dios puede darte el aldabonazo que necesitas en tu torpeza. Yo desde luego necesitaba, de alguna manera, desentumecer mi alma y dejar que Su hálito circulara de nuevo por los desfiladeros más ocultos de mi alma. Tras pasar unos días aislado en mi casa por haber dado positivo en el test de antígenos de Covid, mi estado de salud empeoró. No hay que descartar que mis antecedentes de asma bronquial tuvieran relevancia en la involución. Una vez en urgencias, y tras las pruebas analíticas y radiológicas correspondientes, la frase pronunciada por la médica de guardia sonó con sorpresa temida para mí: «neumonía bilateral, tenemos que ingresarte». El ingreso no fue ni especialmente penoso ni largo, ocho días con sus ocho noches. Me atendieron con gran profesionalidad y, lo que es aún más importante si cabe, con extraordinaria humanidad. Sin embargo, esos ocho días con sus ocho noches fueron para mí una frenada vital muy nutricia, ya que tuve tiempo para pensar, para rezar y para sopesar el amor y cariño de mi esposa, de mis hijos, de mis familiares y de mis amigos y hermanos en la fe. Es este el primer aspecto en el que querría detenerme: en esa corriente conmutativa de amor y oración que en lenguaje católico podríamos traducir a “comunión de los santos”. Percibí perfectamente que mis amigos no solamente se preocupaban por mí con sus numerosos mensajes y llamadas, sino que oraban por mí. Por mi parte, yo ofrecía por ellos unos avemarías musitados muchas veces de forma automatizada pero con corazón, y mis pequeñas penalidades, sufrimientos más psicológicos que físicos, aunque estos también. Otro aspecto de mi cuaresma hospitalaria fue pensar en Jesucristo, en su sufrimiento por nosotros. ¡Qué insignificantes eran mis pequeñas molestias, el temor a la ausencia de ese oxígeno que temía perder al quitarme o perder las gafas, ese miedo a la evolución de la neumonía, esa pequeña molestia en la vía del brazo cuando al pinchar la amable enfermera parecía que mis venas se escondían! ¿Es que acaso mis molestias o temores son comparables a cómo a ti te destrozaron y clavaron, Señor? ¿A cómo concentraste en tu divino cuerpo y en tu humano corazón las consecuencias de nuestros pecados? ¡Qué grande pensar que tu inmenso amor en la Cruz ha disuelto mis pecados y me permite, cuando tú quieras, que yo también pueda entrar en el Paraíso, como Dimas el ladrón, incluso si solamente soy capaz de reconocer tu majestad en ese instante final! Sin mérito alguno, tan solo por tu infinita misericordia. Por eso, esas lecturas para conseguir que las horas avanzaran, esas oraciones que me ayudaron a conciliar el sueño, esas llamadas telefónicas por parte de mis seres queridos que me tranquilizaban, fueron una bendición tuya a través de ellos, una caricia tuya en ellos. ¿Se puede dar gracias por una enfermedad? ¿Puede uno ?incluso en medio de una cruenta pandemia? aseverar que este ingreso para mí ha sido un regalo? Así lo sentí cuando, del brazo de mi esposa, salí caminando por la puerta grande del hospital después de esas duras jornadas. ¿Puede una enfermedad hacerte desear cambios en tu mirada a lo que te rodea? ¿Puede hacerte desear ser mejor y dar gracias? Yo a Él se las doy. Si hay una secuela postcovid que yo no querría que desapareciera de mi vida, es precisamente esta: el agradecimiento.
Jesús, Madrid


Un pequeño imprevisto
¿Qué tipo de imprevisto espero en mi vida? Una persona desconocida me había escrito comentando muchas cosas sobre mi novio y, obviamente, me sentó muy mal. Sin embargo, leyendo los Ejercicios de la Fraternidad, me topé con la invitación a «someter la razón a la experiencia». Necesitaba saber la verdad, entonces empecé a ponerlo en práctica, dejé que mi novio me explicara y me di cuenta de que era mentira todo lo que me habían escrito. Este pequeño hecho imprevisto me llevó a Algo más grande: me di cuenta de que con los amigos del movimiento que me acompañan y me testimonian la presencia de Jesús, puedo tomar en serio mis exigencias y mantenerme abierta ante lo que sucede, tanto si es algo bueno como si no lo es. Ante los hechos imprevistos que me pasan, yo busco la presencia del Señor, que aparece siempre en medio de mis ideas como una novedad que me despierta y me provoca a juzgar y a responder en primera persona.
Alejandra, Quito (Ecuador)


En nuestros ojos los hechos
El último día de Peguerinos (campamento de verano para chicos de 11 a 13 años, ndr.) pedimos a los chicos que escriban una carta a alguien contándole qué han vivido, qué han visto y qué les ha llamado la atención. Yo este año lo he tenido claro: no hay mejor destinatario de mi carta que los responsables del movimiento, para agradeceros vuestra paternidad y vuestra compañía en aquella reunión un mes antes del campamento. Aquel encuentro fue la ocasión para tener en cuenta más factores de la realidad que quizás habíamos pasado por alto (autorizaciones, test Covid, grupos burbuja…). Lo cual nos permitió llegar más seguros al campamento y centrar nuestros esfuerzos en vivirlo intensamente prestando atención a lo esencial. Han sido días de inmensa gracia, tan absolutamente visibles que otros, los de fuera, lo han percibido con claridad. Ante ellos se ha hecho visible y experimentable el lema de este año, “Algo está sucediendo ahora”. El cura del pueblo acordó con nosotros que vendría al campamento a oficiar la misa todos los días. El primer día propuso, un poco como para marcar territorio, hacerla en catalán. El segundo día ya habló un poco más en castellano y fue más cercano. El tercero confesó en una hora y media a más niños que en todo un año en su parroquia y se le acabaron las prisas. Y el domingo, a las nueve de la mañana en su parroquia, nos puso como ejemplo de evangelización ante toda su feligresía y nos invitó a venir el año que viene. Las cocineras reconocieron a uno de nuestros responsables que, en quince años que llevaban en la casa de colonias, nunca habían visto un grupo así. Una amiga de un pueblo cercano, que vino el día de la fiesta a traer a su hijo que participaba como músico en el concierto, ante mi pregunta de qué estaba viendo, me dijo: «lo que siento es envidia, mucha envidia. Acabo de llamar a un amigo de la Masía para contárselo». Una chica que venía por primera vez y que tiene una vida difícil (vive con su madre en una habitación de alquiler) confesaba llorando: «Hoy me he sentido más querida que en todo el resto del año». Esta misma mañana, una de las responsables ha recibido un WhatsApp de un niño, amigo de los que ella ha llevado al campamento, que decía: «Quería preguntarte si yo podría apuntarme a Peguerinos, comprometiéndome a ir durante el año a las reuniones, las misas, etc.». ¡Mucho han debido contarle para comprometerse así! Una madre, ante la alegría de su hijo, nos insinuó que igual ella vendría el año que viene. Estos hechos ponen de manifiesto las palabras de don Giussani: «El hombre de hoy espera, quizás inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para quienes el hecho de Cristo es una realidad tan presente que cambia su vida».
Lolo, Osuna


El brillo de la verdad
Este año ha sido un caos absoluto. Yo no soy mucho de utilizar frases del tipo “la realidad se impone”, porque las tengo ya muy manidas, pero pensaba en este año y realmente es como mejor podría definirlo. Y no hablo solo del Covid y de la pandemia, hablo de todo: de las relaciones, de la vida universitaria, del trabajo, del estudio… Nada ha salido como yo esperaba o como yo quería, nada ha salido según mis planes: me ha dejado mi novio, del que estaba enamoradísima, me he pasado el último año de carrera en Zoom, no he visto casi a mis amigas de la universidad, me he sentido superada por la situación en el trabajo, me ha costado afrontar el sufrimiento de amigos y personas a las que quiero mucho, no me he ido de Erasmus, no he podido abrazar a mis abuelos hasta que les vacunaron hace un par de meses. La lista es larga porque ha sido un año muy largo. Y, sin embargo, puedo decir que ha sido el año más bonito de mi vida. No es una exageración porque, en una situación así, no me atrevo a afirmar algo tan importante sin que sea verdad. Termino este curso y solo puedo decir que estoy tan agradecida por todo, que incluso me sorprendo. ¿Por qué? Si se pusieran en una balanza todas las cosas buenas y todas las cosas malas que han pasado, la balanza se descoyuntaría por el lado de las malas sin ninguna duda. La lógica de mi cabeza me dice que es imposible estar contenta de verdad después de este tiempo tan duro. Pero no puedo decir otra cosa. Si no llega a ser por la Escuela de comunidad y por el camino que se ha propuesto este año, yo ahora mismo estaría metida en mi habitación y no saldría ni harta de vino. Poco a poco voy entendiendo qué significa hacer un camino personal. Hace dos años, unos pocos amigos, viendo lo que nos costaba la Escuela, decidimos empezar a prepararla juntos. En la cuarentena, para mí, cobraron gran importancia estas preparaciones, se empezaron a juntar más amigos y eran un oasis en medio del infierno del confinamiento y de los atracones de series que me metía para paliar un poco la impotencia que sentía al estar encerrada en casa. De repente veía que esa hora a la semana me permitía volver a respirar, volver a mirar las preguntas, el sufrimiento, mis miserias y mi límite, es decir, podía volver a mirar quién era. Empiezan a convertirse en una especie de puntos de referencia que me permiten recolocarme.
Me explico con un ejemplo. Un día que, saturadísima, la Escuela no me apetecía nada de nada, aun así me conecté. Hablaron todas las personas que peor me caen, que más me cuestan, me veía sentimentalmente alejadísima de ellas, de lo que contaban. Y, sin embargo, recuerdo que, más allá de enfadarme o de bloquearme, de repente, respiraba, porque me veía como un niño al que su padre le está enseñando a andar. La simple presencia de la Escuela, el querer intervenir y contar de estas personas, aunque no entendiera del todo lo que decían, me abría un horizonte que yo, en ese momento, había perdido porque mi horizonte ese día habían sido mis apuntes de morfología histórica y, evidentemente, estaba asfixiada. Es un ejemplo muy tonto, pero que me ha ayudado mucho para darme cuenta de la totalidad de esta experiencia, de que no se trata de una experiencia que va a bandazos sentimentales, sino que se trata de un camino. Para mí, comprender esto ha sido esencial. Porque entonces sé que todo cabe, que todo encuentra su sitio y su razón de ser, que, como todo camino, tiene sus tramos más duros y más cansados, tramos en los que llueve y en los que desearías estar en todos los sitios menos en ese, pero también tramos de paisajes bellísimos, tramos en los que se canta, en los que se come, en los que se habla, en los que otro te lleva el macuto. Y, sobre todo, es un camino en el que siempre sigues a alguien, de quien te fías, que sabe por dónde no nos vamos a perder y por dónde se llega mejor a la cima.
Clara, Madrid

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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