"El vínculo del Evangelio con el hombre es creador de cultura en su mismo fundamento, ya que enseña a amar al hombre en su humanidad y en su dignidad excepcional". Juan Pablo II
La Iglesia lleva veinte siglos entendiendo e interpretando al hombre. Desde su misma humanidad ha sabido revelar durante dos milenios hasta dónde llega la redención del mundo, no ya por su labor de predicación más expresa, sino a través de su propio estilo de vida.
Los discípulos que se desperdigaron tras Pentecostés para ser testigos del Acontecimiento de Cristo, habían vivido y continuaron compartiendo las mismas necesidades y dolores que el ciudadano romano o el beduino del desierto; pero ellos habían sido redimidos en toda su experiencia cotidiana; en la de su trabajo, en la de su amistad, en la de sus relaciones con el Imperio; también en la de su muerte.
Hoy, después de tanto tiempo de despliegue de esa Verdad, la misma Iglesia sigue diciendo que nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón: "La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia" (G.S. 1).
Pero también es cierto que los mismos cristianos, con frecuencia, hemos reducido las consecuencias de la redención a los lugares más recónditos de nuestra conciencia, a unas cuantas máximas morales, al mundo de la mera práctica religiosa o en el mejor de los casos a los deberes y buenas intenciones de quien practica la limosna o es responsable de la catequesis de los jueves.
Mientras, cuanto afecta a la existencia de la persona, a sus deseos y sentimientos más profundos, al horizonte de sus actividades o al medio social en que se desenvuelve, quedan en nuestro criterio a merced de la ideología de turno, o simplemente de nuestra opinión, eso sí, siempre sana y moderada.
Pero este orden de cosas deja de ser válido cuando afrontamos con una mínima autenticidad la propia vida. Entonces, ante el riesgo de una esquizofrenia producida por vivir nuestra existencia como una suma de diversas actividades inconexas, nos damos cuenta de que nuestra vida es una; de que el pecado más grande no es ni siquiera servir a tal señor o a tal otro, sino querer servir a todos; no permitir que nuestra existencia sea toda empapada por una sola fe que la transforme. Y ese es el centro del problema. Nuestra existencia es única y lo religioso no se reduce a una faceta de ella, sino que es precisamente lo que le da unidad, lo que conecta todas nuestras acciones, anhelos, proyectos, experiencias, toda la vida interior que existe en cada hombre.
La pretensión de acorralar al hombre en su dimensión económica o social, en la psicológica o en la biológica, etc., ha constituido el error de las ideologías contemporáneas, no muy lejano de la evasión practicada en muchas ocasiones por los cristianos al retirar el criterio de su fe, cuando no el interés de su propia vida, del mundo laboral, de sus inquietudes intelectuales, afectivas, políticas, etc.
Decir que la fe transforma nuestra propia vida, es entender que ella ha creado en nosotros una sensibilidad distinta, que asume todos los aspectos de la cultura.
El nacimiento de una nueva cultura, la adhesión sin límites a cuanto hay de válido en las diversas culturas, he aquí la consecuencia más necesaria de una toma de conciencia sobre nuestro propio compromiso cristiano. He aquí la única medida de la evangelización, de la misión.
Debemos, así, recuperar esa acepción de la cultura para hacerla dimensión fundamental de nuestra fe. La cultura no es un sector sino una función global de la vida personal. Así, dice Mounier, no hay una cultura respecto a la cual, otra actividad resultaría inculta. La diversidad de la cultura se corresponde con la diversidad de las actividades del hombre. Según esto la cultura no consiste en un atiborrarse de saber, sino en una transformación profunda del sujeto. Por eso la cultura no se impone ni se fabrica, sino que se despierta.
Frente a cualquier tentación de abandonismo o división ficticia, el Concilio Vaticano II propuso las líneas fundamentales por las que debía caminar todo intento de llevar el Evangelio al hombre, especialmente desde nuestra identidad de laicos.
"El pueblo de Dios, movido por la fe... procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (G.S. 11).
El Santo, lo es porque vive desde la clave que libera de toda servidumbre, Jesucristo; ese compromiso que asume la globalidad de la existencia; y lo hace eclesialmente. Porque lo humano, en cuanto tal, es radicalmente cristiano y complementariamente lo cristiano es radicalmente humano.
El realismo que aporta esta forma de entender mi propia vida y la de los que me rodean, el destino de la humanidad entera no nos somete a las categorías históricas del éxito o de la realización efectiva de nuestros proyectos. Sabemos que al margen de todo pragmatismo, nuestra acción, nuestro compromiso se orienta a la consumación de todo en "unos Cielos nuevos y una Tierra nueva".
Se trata, en definitiva de ofrecer al mundo la perspectiva de esta Tierra Nueva que llevamos ya en nuestra propia existencia. Se trata simplemente de vivir con la dignidad de los hijos de Dios.
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