"Con verdadera emoción acabo de pisar suelo español. Bendito sea Dios, que me ha permitido venir hasta aquí, en este mi viaje apostólico".
(Aeropuerto de Barajas. Domingo 31 octubre 1982)
En Roma el 1 de noviembre de 1987 Juan Pablo II tomó las llaves del Cielo y de la Tierra con la sencillez y la responsabilidad de todos sus compromisos. Esta nueva misión, la de ser el Papa que cierre el s. XX, es la más inmensa y decisiva de su vida la que exige de él una fidelidad máxima, una entrega absoluta.
Habremos pensado alguna vez de qué manera habrá cuidado Dios a Karol Wojtyla para encomendarle el destino de su Iglesia.
Cómo habrá enseñado el Padre a este hombre cuál es el camino de la Redención. De qué forma Cristo quiere que entre las palabras gastadas y las garras de la guerra un nuevo Pedro anuncie su Evangelio.
Cuando se analiza esto solo nos decimos -como en confidencia- que Dios ha forjado a golpes de Cruz a un santo para esta tarea.
Su plenitud humana, demostrada en la mina, en la Universidad, en la Guerra y en la Iglesia, siempre amando, es la del hombre que no vacilaría ante el martirio en la proclama de Dios, un hombre que resplandece del Espíritu Santo.
Es innegable que el Papa ha comprendido perfectamente la palabra divina y como profeta conduce a la historia hacia el hogar de los elegidos.
Cada minuto de su vida es una invitación a continuar el camino. No se desmaya porque está profundamente enamorado de Dios.
Lleva ya 5 años gestándose en este milagro.
Con estas líneas queríamos dirigir nuestro foco hacia la huella que en su peregrinaje dejó en España.
El año pasado, noviembre dejó pasar a Juan Pablo II por la Castellana madrileña, por Guadalupe, Toledo, Loyola, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Santiago, y muchos rincones más de la Península.
El eco de su vida de santo ha hecho que la Iglesia de España lleve un año encontrándose a sí misma y redescubriendo la ilusión de vivir seguir el Espíritu. Nos dijo a todos que era imperioso construir una civilización para el hombre. Y nos relayó el Evangelio deteniéndose en el modo concreto en que debemos hacerlo: purificando el corazón de arriba a abajo. Comprometiendo el alma y el cuerpo en el seguimiento de la Luz.
Nos confirmó en nuestra esperanza. Nos gritó que el Hijo de Dios no podía tener miedo a nada.
Quiere esta Papa que los hijos de la Iglesia dejen de dar gato por liebre a sus hermanos incrédulos y sean de una vez intachables. Porque así conmoverán a la humanidad y santificarán todo.
Wojtyla abrió el invierno de España hace un año y solo nos queda meditar constantemente sus palabras, que no son originales, que son las de Cristo.
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