La historia del mundo es el drama del hombre libre necesitado de Dios, y del amor liberrimo de Dios en busca del hombre
Iniciamos en este numero una nueva sección de NUEVA TIERRA. En ella vamos a recorrer la historia del mundo. Y, sin embargo, los protagonistas de esta historia no van a· ser Julio César, Napoleón o Hitler; al menos no lo van a ser de la misma forma que en la historia académica. Es decir, vamos a tratar de mirar a la historia, a la crónica de nuestra familia humana, con unos ojos distintos de los habituales. Con unos ojos cristianos, católicos, para ser más exactos.
Es preciso quizá explicar esto. La plenitud de los hombres, del mundo, no es otra que el encuentro con Dios. Para eso Dios ha creado al hombre, y en relación a ese fin el hombre vive, arriesgando en su vida su destino. Es este hecho el que hace que la historia humana sea historia, y no simplemente biología, o un episodio de eso que impropiamente llamamos "Historia Natural". Es este hecho el que hace que la historia humana sea siempre una realidad dramática. Lo es doblemente:
1.En primer lugar, porque la historia no es el resultado deducible de unas leyes físicas, biológicas o ecológicas. Esas leyes actúan, a un cierto nivel, y a veces hasta son capaces de dar una cierta explicación de los niveles más bajos en el comportamiento de la especie humana. Pero la historia es también el resultado de la libertad de los hombres, y esa libertad -su uso, su abuso, hasta la renuncia a usarla- deja en la historia una huella indeleble. Hasta el hombre más embrutecido -el salvaje tradicional o el adicto a la televisión- intuye oscuramente que en la vida se juega uno algo más grande y más valioso que la vida misma.
2. Pero la historia es dramática de otro modo también: si la plenitud del hombre es el encuentro con Dios, la vida humana no es un soliloquio, y en el acontecer de la historia interviene necesariamente, con su ausencia o su presencia, otro personaje: Dios. Alguien de cuya libertad el hombre no dispone jamás, aunque su donación y su amor -lo que en la teología católica tradicional se llama la "gracia"-es aquello que el hombre necesita absolutamente para realizar en plenitud su destino. La historia del mundo es el drama del hombre libre necesitado de Dios, y del amor libérrimo de Dios en busca del hombre.
Todo esto, y mucho más que esto, lo sabe hasta el más humilde de los creyentes, aunque lo diga con otras palabras. Sabe que Dios ha estado actuando en la historia "desde el principio". No como un estratega que juega con soldaditos de plomo, porque Dios tiene un respeto infinito a la libertad del hombre. Sabe también que "en la plenitud de los tiempos", Dios se ha manifestado, se ha comprometido indisolublemente con la historia del hombre. El encuentro del hombre con Dios -la salvación del hombre- Dios la ha hecho posible de una vez por todas en Jesucristo, en quien Dios se ha entregado a sí mismo "para la salvación del mundo". Si eso es así -y esta es nuestra fe, su corazón más íntimo-, Dios hecho hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia, según manifestaba la pancarta que nos abría camino en Ávila. En Jesús de Nazaret se abre el acto final del drama entre Dios y el hombre, con una iniciativa sorprendente de Dios, escandalosa y adorable al mismo tiempo.
Describir las consecuencias de este hecho sería describir la fe cristina. Para nuestro propósito aquí nos basta con subrayar una de ellas:
a) En primer lugar, no existen en la historia acontecimientos profanos. Todo lo que sucede en el mundo -el nacimiento de un niño, la migraciones bantúes, la política agraria del faraón o la conquista de Babilonia por los persas, el surgir del Islám, las campañas de Mussolini en Etiopía, el éxito de Hitler en lo que había sido la Europa cristiana, la invención de la imprenta, el nacimiento del capitalismo y del marxismo, la política del turismo en la España de los sesenta, el problema vasco-, no son sin más, avatares de una historia neutra, de una historia que no va a ninguna parte, y que no tiene interés para los cristianos en tanto que cristianos. Junto a esta historia existiría otra, la "Historia Sagrada", la historia de la Iglesia, que no tiene nada que ver con la anterior, y que sería la historia particular de los judíos o de los cristianos. Esto es falso. Porque la historia tiene un centro, la entera historia humana es una, y es, se sepa o no, se quiera o no, "Historia de la Salvación". Todos los acontecimientos, todo el quehacer del hombre, se orienta -o se desorienta en relación al fin del hombre y de la historia. ¿No os ha hecho pensar que en el Credo aparezca esa figura tragicómica, cuya grandeza humana no tiene proporción alguna con el significado real de su destino, que es Poncio Pilato?.
b) Por otra parte, si Dios se ha revelado en la historia, desde el principio como "preparación al Evangelio", y luego de una forma incomparablemente nueva en Jesucristo, resulta que el caminar de la humanidad hacia su plenitud está indisolublemente ligado a las manifestaciones históricas de Dios, a la mediación escandalosamente concreta de Jesucristo y de la Iglesia, que es "Cristo extendido y derramado" en el espacio y en el tiempo. Por eso la Iglesia, el pueblo cristiano, es depositario de la clave de la historia, del amor y la gracia de Dios, y tiene en cuanto tal una responsabilidad abrumadora de cara a la historia. La historia del mundo es ya para siempre la historia de la Iglesia, y la suerte del mundo depende irremisiblemente de que los cristianos acierten -o se nieguen-a realizar su misión: la de ser portadores y testigos de la Buena Noticia.
Este es el aspecto que vamos a reflejar en nuestra sección: la acción de Dios en el mundo por la predicación y el testimonio, por la vida entera de tantos y tantos cristianos que nos han precedido. El riesgo sublime de sus vidas, sus aciertos, sus fracasos no son simplemente un tesoro para la Iglesia, son también la parte más preciosa, la más decisiva, de la historia del mundo.
Al conocer, a través de los sucesivos artículos, las gestas de los cristianos de todo el mundo, de Oriente y de Occidente, podemos sentirlas como nuestras, como parte de nosotros, porque lo que fue su misión es la nuestra, nuestra misión y nuestra responsabilidad de cara a los hombre de nuestro tiempo.
Esperamos que de aquí crezca nuestro amor a la Iglesia y la urgencia de nuestra dedicación a esa tarea de redención que nos incumbe a todos.
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