- No son los demás los que deben indicarle su marcha.
Desde un tiempo a esta parte arrecian por todos lados las críticas a la Iglesia. No hace falta más que abrir determinadas publicaciones o sintonizar ciertas emisoras de radio para percibirlo con claridad. Da la sensación de haberse abierto la veda, cerrada por algún tiempo, para vituperarla. Este fenómeno no resultará sorprendente para quien tenga un mínimo conocimiento de la historia. En todas sus épocas, la Iglesia ha sido blanco de las críticas de unos y de otros, desde dentro y desde fuera. Nuestro tiempo no podía ser menos.
El miembro de la Iglesia no puede pasar por alto este hecho. Dos actitudes son igualmente superficiales: la de quien desprecia cualquier crítica, atribuyéndola a la mala fe o la de quien acepta todo reproche, por considerar que el oponente siempre tiene razón. Y son superficiales, porque tanto una como otra muestran la ausencia de criterios para discernir el trigo de cizaña. Más que nunca, el cristiano de hoy necesita contar con dos cualidades igualmente imprescindibles: humildad y lucidez. Humildad, porque la Iglesia no está exenta de debilidades y lucidez, porque no toda crítica está hecha "según Dios". De ahí la necesidad de que el cristiano tenga siempre a punto sus criterios para saber discernir con nitidez lo que debe aceptar con sencillez y lo que debe rechazar con valentía en lo que oye o lee contra la Iglesia.
Una de las críticas más aireadas recientemente consiste en proclamar que la Iglesia española padece síntomas claros de "involución", crítica hecha, en muchos casos, por quienes ponderaron la actitud de la Iglesia en los primeros años de la transición. ¿A qué se debe este cambio en la valoración de la actuación de la Iglesia? A juzgar por las razones que aducen los detractores, la causa hay que buscarla en la postura adoptada por la Iglesia en las cuestiones del aborto y la enseñanza. La adopción de esta postura es calificada por ellos como "recelo" o "miedo" de la Iglesia a la democracia (Revista "Tiempo": 29-8-83; El País: 15-9-83).
Nunca pensamos que la expresión de opiniones en una sociedad democrática y pluralista fuera por recelos o miedo a la democracia. Es justamente la aceptación de los principios democráticos lo que permite a la Iglesia manifestar su postura en aquellos temas que están en debate en la sociedad, máxime cuando algunos de ellos, como el respeto a la vida y la libertad de enseñanza, afectan a los derechos fundamentales del hombre. Pero lo sorprendente es que haya personas o grupos que se extrañen de ello y lo critiquen. No se puede evitar sospechar de la auténtica actitud democrática de los que adoptan semejante actitud. Que solo se puedan expresar aquellos que coinciden con las tesis del poder, sea político o de opinión, es algo que únicamente ocurre en las dictaduras. Y da la sensación que algunos pretenden resucitar métodos, que ya creíamos definitivamente enterrados. Parecen empeñados en suministrarnos las pruebas de que, pese al cambio, nada en realidad ha cambiado: antes se censuraban las homilías, hoy se censuran los catecismos.
Pero, aparte de la actitud poco democrática que denuncian quienes censuran que la Iglesia deje oír su voz, hay algo que se esconde detrás de todo esto y que hay que decir abiertamente: el deseo de encerrar a la Iglesia en las sacristías. La Iglesia puede pensar lo que quiera, tener sus propias posiciones, pero su radio de acción debe circunscribirse a los templos. Cada toma de postura pública de la Iglesia en estos temas es calificada por estos "demócratas" de última hora como injerencia en campos que no son de su competencia. Es normal. Semejantes "demócratas" quieren el campo para ellos solos; así podrán instaurar su propia dictadura.
Sin embargo, la Iglesia repetirá a todos los que quieran reducirla al silencio las palabras que, en sus comienzos, su máximo representante, Pedro, dirigió a los jefes del Sanedrín: "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech. 4, 18). A ello nos ha animado el actual sucesor de Pedro, cuando nos invitaba a "recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de una fe vivida (...) en un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras" (Juan Pablo II en Barajas).
Por eso, considerar "involución" que la Iglesia proclame abiertamente su doctrina y añadir que tiene miedo a la democracia no es más que una proyección psicológica. Son como aquel niño que va a visitar el zoo con su abuelo y cuando está delante de la jaula de los leones, exclama: ¡Vámonos abuelito que tienes miedo! ¿Quién es el que realmente tiene miedo?
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