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Huellas N.06, Junio 2021

BREVES

Cartas

Agradecimiento
Estimados lectores, queridos amigos, las etapas de la vida nos van marcando con llamadas distintas, cada una orientada al destino que nos espera y que ya se anticipa en el gaudium Christi que experimentamos con creciente intensidad y sencillez.
Por eso, quiero despedirme de vosotros como directora de Huellas, expresando mi agradecimiento. Al cabo de 31 años al frente de la revista de Comunión y Liberación en lengua española, paso el testigo a Yolanda Menéndez, desde hace una década valiosa colaboradora en el trabajo de comunicación de CL en España. A partir del mes de septiembre, será la nueva directora de Huellas.
Quiero dar las gracias en primer lugar a los responsables del movimiento que han confiado en mí durante todos estos años, así como a mis colaboradores en la sede española de la revista y en la redacción de Tracce en Milán. También quiero agradecer uno a uno a tantos voluntarios que me han ofrecido su tiempo, compañía y dedicación, y que siguen siendo anónimos para la mayoría.
Pero de manera especial quiero dar las gracias a un sinfín de personas que han escrito a la revista en estos años compartiendo su experiencia, su fe y la alegría por el don inmerecido del encuentro con el carisma de Comunión y Liberación. Cada uno de vosotros me ha brindado una confirmación gratuita de Aquel que es lo más querido en mi vida.
«Rodeada de una nube tan ingente de testigos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», abro de par en par las puertas ante la llamada del presente. Paso el testigo del trabajo en la revista, pero os llevo a cada uno conmigo, desde España hasta Hispanoamérica, porque en el corazón de Cristo cabe de verdad todo el mundo.
Carmen Giussani
Directora


Por la “puerta del Cielo”
Cada vez que en la Escuela de comunidad escuchaba la frase «una caricia del Señor» me sentía incómoda porque me parecía una cursilada muy grande... hasta que Él me acarició. Por una larga serie de penosas circunstancias, mi marido llevaba más de tres años en una residencia donde le visitaba todos los días y, como la calle era lo que más le gustaba, salía con él, en su silla de ruedas, durante el mayor tiempo posible (¡incluso lloviendo, con el chubasquero de silla!). Después de los procesos normales de negación y violencia tras el ictus, se le veía tranquilo y feliz, dentro de sus límites. No hablaba y era muy dependiente, pero en sus ojos y su actitud se notaba la aceptación y me demostraba ternura y cariño. Cuando la vida se paralizó a causa del Covid, pensé que se moriría de tristeza, aislado en su habitación y sin ninguna visita. El 24 de marzo de 2020 me informaron de su posible neumonía y el 30 de ese mes me llamaron para decirme que podía ir a verlo posiblemente por última vez. Fui con todo lo necesario para el aislamiento y verdaderamente estaba muy mal, sedado, con oxígeno y con saturaciones bajas. Pedro era un hombre esencialmente bueno, aunque nada religioso. Solamente una vez, hace muchos años, me habló con una gran emoción de la Virgen del Perpetuo Socorro. De ella le hablé, de todas las cosas que pasamos juntos, de nuestros hijos, de lo contenta que estaba de haberlo conocido y así, con un avemaría tras otro pasamos la noche con una increíble paz llenando la habitación. Por la mañana vine rápidamente a darme una ducha y cambiarme. Cuando volví, la doctora y dos supervisoras me estaban esperando para “reñirme” por haber pasado la noche con él, pero me dejaron pasar un momento. Cuando entré, le dije lo más alegremente que pude: «Pedro, cariño, me dejan estar un ratito contigo» y, a pesar de la sedación, volvió la cabeza, abrió los ojos, me miró… y expiró. Yo solo podía dar las más emocionadas gracias a Dios porque en plena pandemia nos regalaba ese gran privilegio: Pedro moría mirando a una persona que le quería. No será un milagro, pero sí algo excepcional: una maravillosa y suave caricia del Señor.
Ahora, cuando rezo el Rosario estoy plenamente segura de que la Virgen del Perpetuo Socorro ha sido su Estrella de la mañana y su Puerta del Cielo.
Mariate, Madrid


«Preferí perdonar»
«Encuentra un adjetivo que describa cómo estás». Así fue el comienzo de cada lección a la vuelta de las clases presenciales en el instituto. Al cabo de trece años de enseñanza, se ha producido por primera vez una espera inimaginable, inmediatamente perceptible en el aula. Las pequeñas distracciones por el cambio de una clase a otra han dado paso a los ojos abiertos de par en par y al asombro por mi tarea. Chicos que no están apuntados a la clase de religión me piden quedarse para poder responder también ellos a la pregunta. Luego los provoco con los primeros compases de la meditación de Julián Carrón a los universitarios para el Jueves Santo. Preguntas, tareas, exámenes. Dentro de la abrumadora actividad escolar se abría, sin ninguna posibilidad para preverlo, un nuevo camino, justo en el lugar donde nadie lo hubiera esperado. En particular, dos chavales. Uno de segundo de secundaria. Llevaba cinco meses sin ir a clase. No le importaba. Él también comienza a responder la pregunta y luego explica el motivo de su ausencia: «Encontré un trabajo, otros ambientes, otros lugares... Ya no necesito la escuela, solo me hace perder el tiempo». Lo interrumpo y pregunto: «¿Por qué has decidido venir hoy?». Él responde apresuradamente: «Extrañaba a mis compañeros». Le digo: «Si los extrañas hoy, ¿por qué no deberías extrañarlos también mañana y pasado mañana?». «En realidad, siempre hay algo que extraño en todo lo que hago», responde. Se hace silencio en el aula. Un chaval que tenía que salir pronto para una visita médica casi quería posponerlo. Otra clase, otro estudiante. Empiezo con un verso de Ada Negri: «Mas no hay instante / que no pese sobre nosotros con la potencia / de los siglos; y la vida tiene en cada latido / la tremenda medida de lo eterno». Y pregunto: «¿Os ha pasado algo alguna vez que hubierais querido que durara para siempre?». Se levanta una mano al fondo de la clase: «Sí, cuando conocí a mi padre». Le pregunto si es adoptado y responde: «No profe, mi padre me abandonó cuando nací y el otro día volvió». Uno de sus compañeros reacciona: «Si me hubiera pasado a mí, le habría dado una patada». Entonces me atrevo a preguntar: «¿Por qué tú no lo hiciste?». «Preferí perdonar», responde. Silencio. Me viene a la cabeza el Evangelio en el que Jesús resucitado se presenta con los signos de la pasión en las manos y los pies, y dice a los apóstoles: «¡Soy yo, de verdad!». Aquí estaba Él frente a mí. Al día siguiente, busco a la responsable del grupo de Bachilleres en mi instituto para pedirle si puedo involucrarme con ellos, para poder tener un lugar en el que ser abrazado todos los días y confirmado en la fe por hechos así, y para que haya un lugar donde poder invitar a estos chavales. Si no fuera por la experiencia cristiana que vivo en el movimiento, no hubiera pasado nada. Esto me deja siempre aturdido por el agradecimiento, por un lugar en el que un pobrecillo como yo, que se distrae un momento después, es siempre rescatado antes de que sea demasiado tarde.
P. Simone


No por mérito mío, sino por un encuentro
Un día, mi hijo Alberto llega a casa diciéndome que el hermano de su amigo no se encuentra nada bien, debido a una depresión bastante grave, y me pide que escriba a su madre que, por cierto, acababa de terminar un ciclo de quimioterapia. Llevaba tiempo sin saber nada de ella. Nuestros hijos han sido compañeros de clase en primaria, enseñanza media y superior: nos felicitábamos de vez en cuando las fiestas, pero nada más. Lucía, mi otra hija, interviene y dice: «Pero Alberto, qué le pides a mamá, ¿qué puede hacer ella?». Y él, seguro: «Mamá sabe qué hacer en estos casos». Me llamó la atención escuchar esto, porque es una señal de lo que eres, no por mérito tuyo, sino por el encuentro que has tenido. Aquello en lo que pones tu esperanza con seguridad no pasa desapercibido, aunque tú no te des cuenta. De todos modos, no sé cómo, ahora le envío a esta madre lo que a mí me ayuda, y ella está muy agradecida por ello. Ciertamente no le soluciono el problema imagino qué ansiedad la embarga, ni la ansiedad de su hijo, pero está agradecida de sentirse apoyada, sobre todo mediante la oración. Cada mañana volvemos a empezar juntas sabiendo que el día no cae en saco roto. Podemos caer mil veces, pero sabemos que somos abrazadas de nuevo tal y como somos. Lo mismo me pasó con otra amiga, a quien invité a los Ejercicios de la Fraternidad. El domingo por la noche me escribió para pedirme si le conseguía El sentido religioso. Lo compré y se lo llevé a misa junto con El libro de Horas. Ese día me escribió: «Estoy haciendo Escuela de Comunidad con Mari». ¿Mari? «Mari es una señora de 85 años, muy probada por la vida, pero siempre con una alegría serena».
Giuliana, Milán


San José y mi vida diaria
Hace cuatro años, mientras vivía un momento de gran cansancio en mi matrimonio, un amigo sacerdote me invitó a investigar la figura de san José y a tomar como referencia para mi vida al Custodio del Redentor. Inspirándome en él podía descubrir el poder que tiene decir «sí» en la vida cotidiana y la gran escuela de paciencia y misericordia que debe ser el matrimonio a imagen de la Sagrada Familia. Compré todos los libros sobre san José que pude encontrar en la librería y comencé a estudiar cada detalle. Poniéndome ante él comencé a entender la sensación de sufrimiento que tenía al mirar a mis hijos: el choque entre el deseo de bien que tengo hacia ellos y el muro de su libertad, sus expectativas y también su egoísmo. Empecé a compartir esta aparente “contradicción” con los amigos de la Escuela de Comunidad. Les comenté cómo y cuánto mi libertad se pone a prueba en esta circunstancia, y cómo esta desproporción es una herida que permanece abierta. Estudiando a san José he entendido mi resistencia a decir que sí en el día a día, dentro de la familia, preocupado solo por la subsistencia y agobiado, como si todo pesara sobre mis hombros, olvidándome de confiar en Otro y de dejarme hacer. Estaba tan impresionado con san José que decidí escribir un texto teatral titulado José, el misericordioso, para contar como podía la belleza y la ternura de este hombre sencillo, a quien Dios confió a su propio Hijo. Así se ha vuelto más claro aún qué importante es estar apegado a esta nuestra “destartalada compañía” que, como puede, me ofrece un abrazo que me permite siempre empezar de nuevo.
Pietro, Milán

Compañera de estudios
Se han reanudado las lecciones presenciales y algunos de mis compañeros de curso me propusieron quedar para estudiar juntos. Estaba un poco recelosa, pero al final cedí y empezamos a vernos algunos, especialmente con una chica. Le pedí que me acompañara a la sala de estudio donde normalmente nos encontramos con otros chavales del movimiento. Durante un descanso, me preguntó por la peregrinación del fin de semana al santuario de San Lucas. También estaba con nosotros un amigo de la comunidad, que me animó a ser leal y, con un poco de vergüenza, le conté que habíamos ido a misa en el santuario. Ella estaba bastante asombrada y me preguntó si yo iba a misa todos los domingos. Le dije que sí, y para mi sorpresa, me preguntó si el domingo siguiente podíamos ir juntas a misa. Dudé un poco porque no estaba segura de querer ir con ella a la misa del movimiento, pero al final acepté su propuesta. Me sentía algo incómoda porque en nuestro curso hay muchos ateos, abiertamente contrarios a la Iglesia. Justo esa mañana, en clase, la profesora había explicado la muerte de Dios según Nietzsche y vi cómo mis compañeros la vitoreaban. Después de estudiar, me preguntó dónde almorzaba y le dije que solía ir a comer con unos amigos en unos jardines allí cerca, sin concretar demasiado. Con curiosidad, me preguntó si podía comer con nosotros. Por el camino, traté de ir despacio para no llegar a tiempo para el Ángelus, pero cuando nos vieron llegar nos dijeron que nos estaban esperando. Cuando le comenté que antes de comer solemos decir una oración, me preguntó si éramos de la Democracia Cristiana y creí que todo estaba perdido. Rezó con nosotros (aunque no se sabía la oración), y luego llegó la fatídica pregunta: «¿Pero eres de CL?». Solo pude decirle la verdad. Era absurdo, porque cuanto más intentaba desviar el tema y reducir el alcance de su curiosidad, más aumentaban sus preguntas. Era evidente que no solo le interesaba comprender mi vida, sino también todo lo que había detrás, lo que me hace ser lo que soy. Me vi forzada a contarle todo, que mi padre había conocido el movimiento en la universidad, cómo había llegado a vivir en uno de los pisos de estudiantes del CLU. Y muchas otras cosas. Después de todos mis intentos por resistirme, era evidente que en ese momento Otro pasaba a través de mí. Unas horas más tarde, llegó el tema de la Escuela de comunidad: «Hay actualmente una hostilidad hacia Él que nunca se había producido hasta ahora, fuera de los primerísimos tiempos […]. Es una hostilidad tan generalizada, alimentada y producida sistemáticamente, tan apoyada teóricamente, que nuestra adaptación a ella continuamente, sin que nos demos cuenta, es la señal más fuerte de nuestra distracción. Y si caemos en la cuenta de ello —y esto es todavía peor— hacemos como si no escucháramos, como si no viéramos, no creemos que tenga importancia». Me di cuenta inmediatamente que yo había secundado esa «hostilidad hacia Cristo», tratando de censurarme delante de mi amiga y de evitar sus preguntas. No solo, como dice la Escuela, «hacía como si no escuchara, como si no viera, como si no tuviera importancia», no era «el mundo que se mostraba hostil a Cristo», sino yo, y paradójicamente, fue ella quien me rescató.
Marta, Bolonia

«La caritativa es nuestra escuela»
Nunca me tomé en serio la caritativa hasta que un día el padre José Medina (responsable del movimiento en Estados Unidos, ndr.) dijo: «La caritativa es nuestra escuela, si no la hacemos no tenemos otra posibilidad de aprender a amar». Esta frase me llamó la atención, y al mismo tiempo me pareció un tanto exagerada porque en cualquier caso la vida nos va provocando de muchas maneras. Un tiempo más tarde, le pregunté si podía proponer la caritativa a las personas de mi Escuela de comunidad. Me preguntó si yo la hacía y, cuando le dije que no, me respondió que no debía proponérsela a otros, sino que tenía que hacerla primero yo porque así entendería muchas cosas... María, una amiga de 89 años, había sufrido un ataque al corazón y perdió totalmente la memoria. Vive sola y un sacerdote se ocupa de todo lo que le concierne. Ahora está en una residencia. Se me presentaba la ocasión propicia, así que empecé a visitarla y a hacer la caritativa en su residencia. Una tarde, estando con ella, la vi desamparada y abatida. Me decía: «No sé qué será de mí en el futuro, aquí estoy siempre sola». Todas esas cosas te parten el alma. Me acordé de lo que dice Giussani en el librito El sentido de la caritativa, que no somos nosotros los que respondemos a la necesidad más profunda del otro, sino Jesús, que se hizo compañero nuestro para compartir nuestras necesidades. Me puse a rezar el Rosario con ella, confiando a Otro el hecho de que se sintiera perdida y desamparada. Se conmovió. Pensé en ella y pensé en mí, en lo frágiles que somos. Alguien como ella, que estuvo casada con un profesor muy famoso, que tiene una colección de cuadros con su nombre y varias propiedades inmobiliarias, estaba ahí, delante de mí, indefensa como una niña. Entender que no la podía salvar yo, pero que podía acompañarla porque sé que está en manos de Dios, me liberó. Cuando un amigo me preguntó qué tal me había ido la visita y me comentó el miedo que siente al ir a verla porque no sabe qué decir, le dije: «No la visitamos para quitarle su dolor y su prueba, sino para hacerle compañía, porque el único que salva es Jesús. Basta con que estemos con ella gratuitamente». Ahora entiendo la sentencia de Medina y entiendo lo que Carrón repite: «La diferencia está entre quien hace un camino estable y quien no». Es decir, las propuestas educativas que se nos hacen pueden parecer pequeñas, pero en realidad generan una revolución en la conciencia.
Scarlett, State College, Pensilvania

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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