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Huellas N.05, Mayo 2021

PRIMER PLANO

La generación del afecto a Cristo

Apuntes de las meditaciones de Julián Carrón durante el Triduo Pascual 2021 de los universitarios de Comunión y Liberación en conexión por vídeo

Jueves Santo, 1 de abril de 2021
- Al mattino
- Ballata dell'uomo vecchio

Cada mañana vuelve a empezar el drama de la vida, como acabamos de escuchar: «Por la mañana, Señor, / mi cántaro está vacío en la fuente» (A. Mascagni, «Al mattino», en Cancionero, Comunión y Liberación, 2004, p. 352), es decir, está lleno de deseo, de un deseo apremiante de cumplimiento, como lo está hoy cada uno de nosotros.
Este deseo se da de bruces con una experiencia que se impone: «La tristeza que hay en mí, el amor que no hay, / tienen ya mil siglos» (C. Chieffo, «Ballata dell'uomo vecchio», en Cancionero, op. cit., p. 321). Es lo que me han testimoniado algunos estudiantes que empezarán la universidad el año que viene, con los que he tenido la ocasión de conversar la semana pasada. Decían: «Mi vida se está marchitando lentamente»; «el entusiasmo inicial ha decaído desde hace algún tiempo, ahora ya no veo en mí el empuje que tenía antes»; «estoy completamente apático. Nada me toca ni me atrae»; «me cuesta disfrutar de las cosas. Existe un interés, pero me doy cuenta de que no prevalece sobre la dificultad». Todavía no tienen veinte años y ya han entablado una lucha sin cuartel contra la nada.
Todo lo que vemos que sucede en la experiencia muestra que el yo, nuestro yo, es la encrucijada entre el ser y la nada. Es una alternativa que los genios literarios han descrito de manera fascinante. «La recompensa por haber sufrido tanto es que después nos morimos como perros» (C. Pavese, El oficio del vivir, Seix Barral, Barcelona 1992, p.64), observa Pavese. Por otro lado, con una percepción de la existencia diametralmente opuesta, escribe Ada Negri: «Mas no hay instante / que no pese sobre nosotros con la potencia / de los siglos; y la vida tiene en cada latido / la tremenda medida de lo eterno» (A. Negri, «Tiempo», en Id., El agua pura de mi pobreza. Antología poética, Encuentro, Madrid 2021, p.94).
Lo queramos o no, la alternativa entre estas dos posibilidades se presenta cada día que empieza en cuanto abrimos los ojos, cuando no nos hemos levantado aún de la cama. Esta alternativa nos atañe a cada uno de nosotros. De forma más o menos consciente, todos tomamos una decisión cada mañana, en un sentido o en otro: morir como perros o vivir según la medida de lo eterno. Quien no se conforma con morir como un perro hace cuentas con las preguntas que sorprende dentro de sí, como documentaban los estudiantes de último año de bachillerato a los que me he referido antes. En ellos se da una urgencia de vivir que se convierte en grito: «¿Qué puede destruir de verdad el aburrimiento, la apatía, y permitirme empezar a vivir de nuevo?»; «¿cómo puedo disfrutar del estudio y de las clases incluso cuando no prevalece el interés, sino la dificultad o la tristeza?»; «¿cómo puedo tener el corazón abierto incluso dentro de la dificultad?» Su lucha, al igual que la nuestra, se debe a un deseo de vida que nada consigue eliminar de las fibras de nuestro ser.
Y entonces podemos entender que el problema no es la multiplicación de discursos o propósitos, sino ver si hay algo capaz de rescatarnos de la nada que invade nuestras vidas. ¿Hay algo capaz de derrotar la apatía, el desinterés, la tristeza, el marchitarse de la vida, en una palabra, la muerte? Pensamientos y discursos son impotentes. ¡Solo la vida es capaz de desafiar a la nada que se infiltra en nuestras jornadas y la tentación de abandonarnos a ella! Pero atención, no debemos confundirnos, porque «la vida» puede ser una expresión vacía. No podemos hacernos la ilusión de que lo conseguiremos repitiendo palabras sin más.
Intentemos preguntarnos: ¿dónde hemo visto florecer la vida con toda su intensidad? ¿Cuándo la hemos interceptado? Detengámonos un instante para mirar con atención lo que nos ha pasado. ¿Qué ha despertado en nosotros la vida? ¿Quién ha introducido en nosotros la semilla de una vida distinta, apasionante? Esto es lo que cada uno de nosotros está llamado a identificar. ¡Es preciso que reconozcamos hoy qué ha desafiado y desafía a la nada en nosotros! Por ello, os invito a pensar, al comienzo de estos días –esta es la lucha en la que nos veremos inmersos–, si la vida ha estallado y estalla en nosotros, y cuándo se ha producido esto. Todos tenemos ya suficiente experiencia para saber que todo esfuerzo por nuestra parte es impotente en última instancia para procurarnos una vida capaz de hacer frente a la muerte. Por otro lado, y como confirmación de ello, especialmente en estos tiempos, los argumentos lógicos no mueven ni convencen ya a nadie, al igual que las exhortaciones. ¿Qué discurso, por muy verdadero que sea, o llamamiento moral, por muy justo que sea, tiene la capacidad de alcanzar lo más íntimo del yo derrotando ese vacío de significado en el que nos precipitamos tan fácilmente, muchas veces de forma inconsciente?

Un anuncio resuena desde hace dos mil años: Dios ha mandado al mundo a su Hijo para desafiar a la nada. ¿Cómo lo ha hecho? El genio de Péguy, que acompaña nuestra Semana Santa desde siempre, lo ha expresado de modo insuperable. Jesús «no perdió sus tres años, no los empleó en gemir y en invocar los sufrimientos del tiempo presente […].
Él lo atajó (en seco). ¡De una manera bien simple! Construyendo el cristianismo […]. No incriminó al mundo. Salvó al mundo» (Ch. Péguy, Verónica, diálogo de la historia y el alma carnal, Nuevo Inicio, Granada 2008, p. 171). ¿Cómo lo salvó? ¿Cómo ha vencido a la nada? Con la vida. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10). «Quien tiene al Hijo, tiene la vida, quien no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida» (1Jn 5,12). Nadie había podido desafiar nunca a la nada con la sobreabundancia de una vida; esto es, no en abstracto ni con razonamientos o auspicios, sino en el terreno concreto de la experiencia humana. Al hacerlo, Cristo ha mostrado que conoce mejor que cualquier otro la espera infinita del corazón del hombre, su naturaleza. Lo documentan sus palabras: «¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» (Mt 16,26).
Cristo conocía bien la profundidad de nuestro deseo y el abismo de nuestra debilidad, nuestra facilidad para hundirnos en el vacío, para ir contra nosotros mismos, y también sabía perfectamente que las palabras no bastarían para desafiar a ese vacío, para satisfacer la urgencia del deseo. Solo una vida sobreabundante podía atraer al hombre y convencerlo para no abandonarse a la nada. Es esta sobreabundancia lo que Él ha venido a traer, el contenido de su propuesta. Pensemos en la Samaritana en el pozo: nadie como aquel hombre había sido capaz de captar su sed ilimitada, esa sed que sus numerosos intentos no habían sido capaces de calmar. Nadie se había atrevido nunca a afirmar el alcance de su deseo, a asegurar su satisfacción: «El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed» (Jn 4,14).
La propuesta que Cristo nos dirige es tan imposible de imaginar por nuestra parte que Él mismo ha puesto en nuestras manos el criterio para verificar su verdad en nuestra experiencia: «Quien me siga tendrá el ciento por uno aquí» (cf. Mt 19,29), es decir, podrá ver cómo explota la vida cien veces más, podrá atravesar las pruebas que se presentan en la vida de forma cien veces más humana. De este modo, en cuanto se asoma en la vida la «Vida», la nada pierde toda su fuerza. Reconocer Su presencia es fácil: cuando entra en el horizonte de nuestra experiencia, suscita una correspondencia con el corazón que parecía imposible. Como les pasó a Juan y Andrés: en cuanto se toparon con Él, experimentaron una correspondencia incomparable y se apegaron a Él. Es sencillo reconocerlo, hoy igual que al principio. Desde entonces la vida tiene un nombre: Cristo. «Cristo es la vida de mi vida. En Él se resume todo lo que yo quisiera, todo lo que busco» (El hombre y su destino. En camino, Encuentro, Madrid 2003, p. 55), decía Giussani. Pero, ¿cómo nos alcanza esta vida que Cristo ha venido a traer? ¿Cómo nos ha alcanzado y atraído a ti y a mí? A través de la gracia que se le ha dado a uno, don Giussani, ¡por tanto a través de su «ímpetu de vida», de su «fiebre de vida!» Esto es el carisma, que se le ha dado a uno para que nos llegue hoy a nosotros: un ímpetu de vida. «Me siento portador de un ímpetu de vida y, por tanto, justamente, de un carisma. […] Todo lo que él suscita es un asombro más grande incluso que el del mismo inicio» (L. Giussani, «Laico, cioè cristiano», en Un avvenimento di vita, cioè una storia, a cargo de C. Di Martino, EDIT-Il Sabato, Roma 1993, pp. 51-52). Esto es lo que me conquistó cuando conocí el movimiento, como os ha conquistado a vosotros.
El movimiento es «un acontecimiento […], no una organización […], estás en juego tú». Estamos en juego tú y yo. El movimiento es para «movilizar la vida y convertirla»; por tanto, se trata de «identificarse con una experiencia, con una realidad, con una persona viva. […] Lo demás es sentimentalismo e intimismo» (L. Giussani, citado en A. Savorana, Luigi Giussani: su vida, Encuentro, Madrid 2015, pp. 514-515). Si no crece en nosotros una experiencia de vida, nadie nos convencerá, y entonces pertenecer al movimiento será similar a pertenecer a una asociación. Pero, ¿qué interés puede tener esto para nosotros ante el desafío de la nada?

En estos tiempos nos hemos repetido a menudo que, en una sociedad como la nuestra, «no se puede crear algo nuevo si no es con la vida. No hay estructura ni organización o iniciativas que valgan. Solo una vida distinta y nueva puede revolucionar estructuras, iniciativas, relaciones, todo en definitiva» («Movimiento, "regola" libertà», a cargo de O. Grassi, Litterae communionis-CL, n.11/1978, p.44). Cuando pertenecemos a esta vida distinta y nueva, ella renace en nosotros y se comunica, como hemos escuchado a dos de vosotros en nuestra Diaconía y después en la Escuela de comunidad. En el gran claustro de la universidad, un chico escucha hablar a dos estudiantes como él; lleno de curiosidad, se detiene, escucha, después se acerca y dice: «Perdonad si os molesto, os interrumpo solo porque he escuchado que estabais hablando de filosofía. Soy estudiante de primero de filosofía, ¡y nunca he oído hablar de la filosofía de forma tan interesante!». Solo una vida puede atraer a las personas hoy en día, incluso a alguien que pasa y simplemente toca «el borde del manto» de una conversación. Otro de vosotros escucha cómo su adversario político de extrema izquierda le invita a presentarse a las elecciones. «¿Por qué quieres que me presente?». «Por la amistad que sabes generar con todos». ¡Una vida! La misma vida que testimonia una médico chilena a la que he escuchado este fin de semana en el encuentro de responsables del movimiento de América Latina, y que consigue convencer a una mujer gitana para dejar que trate a su hija.
Esa madre se queda tan impresionada por la médico que a la cita siguiente lleva consigo a todo su grupo de gitanos. ¡Una vida! Ni siquiera los gitanos, que habitualmente están encerrados en su grupo, se pueden resistir.

¿Qué puede inducir a la gente a abrirse de tal modo? Todos estos hechos no habrían sucedido, no sería posible ni siquiera imaginarlos, si no existiese un lugar, una compañía fijada por Dios donde las palabras no están vacías, sino llenas de una vida y de un entusiasmo tales que nos atraen a nosotros y a los demás.
La lucha en que nos sumergiremos estos días es la lucha entre la nada y Cristo. Cada mañana decidimos por Cristo, que da la vida por nosotros –«Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13)–, o por la nada. Pero atención, Cristo es una presencia ahora. Hacemos memoria de esto el Jueves Santo, memoria de un hecho que permanece presente en la historia, que entra en nuestra vida y la desafía. No es un recuerdo del pasado, un simple recuerdo; lo sería si la «Vida» no nos alcanzase en el presente. Solo porque Cristo nos alcanza y nos atrae ahora puede generar ese afecto que nos libera de vernos zarandeados de un lado a otro.
«Ha llegado el momento», decía don Giussani, «en el que el afecto entre nosotros cobra un peso específico inmediatamente más grande que incluso una lucidez dogmática, la intensidad de un pensamiento teológico o la energía para guiar. El afecto que es necesario que nos tengamos mutuamente tiene una sola urgencia: la oración, el afecto a Cristo». Si el afecto entre nosotros no genera el afecto a Cristo, vencerá la nada; podremos incluso estar juntos, pero nos veremos zarandeados de acá para allá, seremos como una piedra arrastrada por el torrente. Por eso, continuaba Giussani, «ha llegado el momento en que el movimiento [es decir, la vida] camina exclusivamente en virtud del amor a Cristo que cada uno de nosotros tiene y que cada uno suplica al Espíritu poder tener» («Corresponsabilidad», Apuntes de la conversación con Luigi Giussani en el Consejo internacional de Comunión y Liberación - agosto 1991, Litterae communionis-CL, n.11/1991, p.33).
Pidamos entonces al Espíritu este afecto a Cristo, pidámoslo un instante tras otro, a lo largo de la mañana, siguiendo el gesto a través del cual don Giussani nos inserta en el drama de la elección entre Cristo y la nada.
¡No permitas, Cristo, que nos separemos de ti! «Escúchame, quédate aquí todavía, / vuelve a repetirme tu palabra. / Repíteme esa palabra que / un día me dijiste/ y que me liberó» (C. Chieffo, «Ballata dell'uomo vecchio», en Cancionero, op. cit., p. 321).


Viernes Santo, 2 de abril de 2021
- Monologo di Giuda
- Non son sincera

«No fue por los treinta denarios, / sino por la esperanza que Él había suscitado en mí aquel día» (C. Chieffo, Cancionero, «Monologo di Giuda», en Cancionero, op. cit., p. 345). Estas son las connotaciones del drama en que nos sumergiremos esta mañana. No habría existido ningún drama si Cristo no hubiese suscitado en Judas la esperanza. Pero es el mismo drama que tiene lugar entre Cristo y cada uno de nosotros. ¿En qué consiste?
Cristo, lo vimos ayer, ha venido para traernos la vida que nos arranca de la nada, del decaimiento, de la pérdida del interés, de la apatía, de la muerte. Hoy asistiremos a la lucha que se desarrolla en esa encrucijada entre el ser y la nada que es nuestro yo, la lucha contra Cristo, para arrancar a Cristo de la tierra de los vivos. «Venid, […] arranquémoslo de la tierra de los vivos» (Responsorios, Eram quasi Agnus, en È possibile vivere come Gesù, Semana Santa Pascua CLU 2021, p. 50). El poder laico (Pilato) y el clerical (el sumo sacerdote) de entonces se encontraron unidos en esta lucha. La genialidad de Péguy está en haber identificado el lugar en que se desarrolla esta lucha en última instancia: nuestro yo, el yo de cada hombre.
Ambos poderes tratan de arrancarlo de la tierra de los vivos porque Él, su presencia salvadora, pone en riesgo su poder. Pero esta lucha que se produce en el gran escenario de la historia refleja otra lucha que se está desarrollando en otro lugar, en el yo de Pedro y de Judas. El poder constituido no es lo único que se opone a Él. También nosotros, muchas veces -influidos por la mentalidad dominante– nos oponemos cuando Aquel al que hemos reconocido como correspondiente a la espera del corazón choca con nuestra medida. Atención, no con la razón en su originalidad, como apertura a la totalidad de la realidad, que ha florecido en nosotros por la esperanza que Él ha suscitado, sino con la razón entendida como medida, con nuestros esquemas. La lucha se da entre la medida de Pedro y la medida sin medida de Aquel que fascinó su vida desde el principio. «Desde el primer encuentro Él se había hecho dueño de su ánimo», su corazón se vio completamente lleno de Él. Con su presencia en los ojos, con la memoria continua de Él, Pedro «miraba a su mujer, a sus hijos, a los compañeros de trabajo, a amigos y extraños, a personas y multitudes […]. Aquel Hombre se había convertido para él en una revelación grande, inmensa, todavía por esclarecer» (L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 2019, p.93). Y esta sería la mayor dificultad de Pedro porque, conviviendo con Él día tras día, Pedro veía su vida desafiada por una medida que no era la suya.

Esa Presencia lo superaba por todas partes, y cuando Pedro se abría a ella, entonces su razón era llevada hasta su culmen. Jesús llevaba a su amigo Pedro más allá de su medida, es decir, lo generaba a otra medida. «Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?!. Ellos contestaron: "Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas". Él les preguntó: " Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo" [Aquel que trae la vida]. Jesús le respondió: "¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16,13-18). Este reconocimiento –que se llama «fe»- «florece sobre el límite extremo del dinamismo racional como una flor de gracia a la que el hombre se adhiere con su libertad» (L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 46).
Pero cuando prevalecía su medida, Pedro se equivocaba gravemente. Nada más pronunciar las palabras citadas, como Jesús empieza a decirles que tiene que ir a Jerusalén y sufrir mucho a manos de los ancianos y de los jefes de los sacerdotes, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Pero Jesús, su gran Amigo, no retrocede ni un milímetro, no secunda su medida ni un segundo: «Aléjate de mí Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios» (Mt 16, 21-23). ¡Esto es verdadera amistad! ¡Todo lo demás es palabrería!

Jesús desafía constantemente la medida de Pedro. «Disputaban los judíos entre sí:" ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?". […] Muchos de sus discípulos [al haber superado su medida las palabras de Jesús], al oírlo, dijeron: "Este modo de hablar es duro, ¿quién peuede hacerle caso?". [...] Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: "¿También vosotros queréis marcharos?". Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos [por la correspondencia con el corazón que han experimentado] que tú eres el Santo de Dios". Jesús le contestó: "¿Acaso no os he escogido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un diablo". Lo decía por Judas, el hijo de Simón Iscariote, pues este le iba a entregar, uno de los Doce» (Jn 6,52.60.66-71). Por el contrario a Pedro, justamente a causa de la correspondencia que había experimentado –aunque, como los demás, no comprendiera las palabras que Jesús había dicho en la sinagoga–, no se le pasa en absoluto por la cabeza la posibilidad de separarse de Él. Al decir: «¿A quién iremos?», Pedro se adhiere no porque lo entienda todo, sino por esa correspondencia única que le permite seguir a Jesús incluso cuando no entiende todavía.
Ayer lo pudimos ver descrito en el lavatorio de los pies. «Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro y este le dice: "Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?". Jesús le replicó [esta es la cuestión]: "Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde"» En ese momento Pedro escucha el mayor desafío. Ante la afirmación rotunda de Pedro: «No me lavarás los pies jamás» –Pedro no se anda con medias tintas–, Jesús sube la apuesta sin rebajar el desafío: «Si no te lavo [los pies], no tienes parte conmigo». Ante semejante apuesta, Pedro se rinde: «Señor [Pedro pone toda la carne en el asador], no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Jn 13,3-9). ¿Qué es lo que vence en él hasta el punto de dar marcha atrás de ese modo, de hacer que no prevalezca su medida? Solo el afecto a Cristo.
Pero el drama continúa. Llegan los soldados a prender a Jesús en el huerto. «Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha». ¡Era más fuerte que él, su afecto lo arrastraba! Pero frente a Pedro, Jesús tampoco cede a un afecto sin razones y desafía su medida. «Dijo entonces Jesús a Pedro: "Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?"» (Jn 18,10-11). Había muchas cosas que no le cuadraban a Pedro, pero no se le pasaba ni un instante por la mente separarse de Él. Pedro no era capaz de permanecer encerrado en su medida, porque la Presencia que había entrado en su vida había suscitado en él una correspondencia total con las exigencias de su corazón, había introducido en cada pliegue de sus jornadas una plenitud tan inaudita que ampliaba su razón, haciendo que fuese cada vez más él mismo. Para separarse de Jesús, habría tenido que negarse a sí mismo, negar todo lo que había vivido. Entonces él acepta dejar entrar otra medida, la medida de Otro. Jesús podía comunicar a Pedro otra medida porque Él había atravesado primero todo el drama que Pedro tendría que atravesar. Tampoco a Jesús le corresponde de forma inmediata lo que está a punto de suceder. De hecho, dice en el huerto de los olivos: «Padre, si es posible aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Al decir esto, ¿renuncia Jesús a su razón o la abre a un designio más grande? «Esta confianza original en el Padre, no oscurecida por la desconfianza alguna, se funda en la comunión del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo. El Espíritu mantiene viva en el Hijo la imperturbable confianza por la cual toda disposición del Padre –aunque fuese incluso la transformación de la separación personal en abandono [como escucharemos hoy: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», aunque fuese esto]– brotará siempre del amor [del Padre. ¿Comprendéis la naturaleza del drama?], al que ahora, al haberse hecho Hombre el Hijo, habrá que responder con obediencia humana» (H.U. von Balthasar, Se non diventerete come questo bambino, Piemme, Casale Monferrato (AL) 1991, p.31).

Así es como vence Jesús, aquí está la raíz de la victoria de Cristo sobre la nada: el modo de vivir del Hijo es la victoria sobre la nada. También Pedro tendrá que atravesar el mismo drama. Fruto de su ímpetu, igual que sacó la espada, también había afirmado: «¡Nunca te abandonaré!» (cf. Mc 14,29; Mt 26,33). Pero ante la sirvienta que dice: «También tú estabas con él», responde: «No lo conozco» por tres veces. «Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: "Antes de que cante hoy el gallo me negarás tres veces". Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 60-62). Ese llanto amargo es lo que diferencia a Pedro de Judas: ambos han traicionado a Jesús, pero mientras Pedro llora de dolor, Judas se suicida por desesperación. Judas no encontraba paz; no quería ser un «borrego» –pensaba– como Pedro; quería –diríamos– mantener su actitud crítica y su autonomía. En cambio Pedro llora amargamente.

Estas dos figuras muestran que el drama se desarrolla por completo en el yo, en el corazón de Pedro y en el corazón de Judas. ¿Por qué se produce este drama? Por la esperanza que Él había suscitado en ellos. Si dicha esperanza es acogida, la vida tendrá un resultado positivo; si, por el contrario, vence la negación de esa esperanza, el resultado será la victoria del poder. La mirada de Jesús a Pedro, que hace brotar el llanto, muestra hasta qué punto la pasión de Jesús por su amigo no disminuye ni siquiera en ese momento, ni siquiera en el momento de la triple negación, cuando Pedro se ve arrollado por su fragilidad: el Señor se volvió y miró a Pedro. Y por eso, ni siquiera el mal más clamoroso que haya podido hacer es capaz de arrancar a Pedro de su apego a Jesús. Amor e incoherencia nos parecen incompatibles, porque identificamos el amor con la coherencia. Pero en la experiencia profunda no sucede así, y Pedro lo documenta a la perfección: se ha hundido en la incoherencia más absoluta, pero esa incoherencia no prevalece sobre el apego a Jesús, como demuestra su llanto. Su dolor quedará para siempre como signo de su afecto inquebrantable. Ese dolor es justamente el signo más evidente e inequívoco de su amor por Cristo. Solo ante una persona amada se experimenta el dolor por el propio mal. El dolor es signo del amor.
Pero, ¿cómo se puede volver a empezar después de haberse hundido en el dolor? El drama de Pedro no termina. Más aún, alcanza su vértice ante la pregunta más impensable que habría podido imaginarse escuchar después de su evidente traición, es decir, de su negación. ¿Existe un desafío más grande que el que le dirige Jesús? «Pedro, ¿me amas?» (Jn 21,16). Ninguna otra pregunta podría desafiar tanto la medida de Pedro, es decir, la razón de Pedro reducida a medida. Jesús no quiere ser seguido por borregos sentimentales. Por eso entra en el corazón de Pedro a través de la única puerta verdaderamente humana: la razón. Él desafía a Pedro con el amor implicado en esa pregunta. Y al arrollarlo con su afecto irreductible, único, Cristo permite a la razón de Pedro no ser racionalista. ¿Qué implicación tiene esto para nosotros? Si el corazón no ensancha la razón, no hay nada que hacer, porque prevalece la medida. Pero el corazón es «la condición para que la razón se ejerza sanamente», nos decía don Giussani. «La condición para que la razón sea razón es que la revista la afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero. Esto es el corazón del hombre: razón y sentimiento, razón y afecto» (L. Giussani, El hombre y su destino. En camino, op. cit., p. 112). Cuando se separa del afecto, como en Judas, la razón enloquece; en cambio, cuando no se separa, como en Pedro, porque se ha visto desafiada por la pregunta de Jesús –«Simón, ¿me amas?»–, se abre de nuevo la partida.

Con esta pregunta: «¿Me amas?», Jesús renueva el drama que parecía una derrota. Si Jesús no hubiese vuelto a abrir ese drama con su pregunta, no habría habido historia y todo lo demás habría sido inútil, no habría quedado nada, la nada habría vencido (Pilato, Herodes, el Sanedrín). Esto vale hoy también para nosotros: si Jesús no abriese una y otra vez nuestro drama no se construiría nuestra vida, vencería la nada, porque solos no somos capaces de salir de nuestra medida. Esto solo resulta posible si yo me veo invadido por un amor como el de Cristo por Pedro está construido sobre el perdón […]. Por esto es por lo que el Abad le dice a Miguel Mañara que todo lo que pueda haber hecho en su pasado ha quedado como reducido a cero. Hace falta [verdaderamente] un poder infinito para reducir a la nada lo que existe». De hecho, continúa don Giussani, «el perdón es […] una reducción a la nada de todo el mal que yo he hecho. Pero también de todo el que haré, porque dentro de un mes, dentro de un año, tendré formalmente que decir lo mismo que hoy (L. Giussani - S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 130).Todo esto no ha existido nunca: solo Él es. Lo saben muy bien las madres y los padres que «reducen a cero el recuerdo de los pequeños grandes errores que cometen sus hijos» (ibídem) cada día. Y todo puede volver a empezar, renacer. A menos que uno rechace este perdón. Me contaban que una baby sitter japonesa, ante el perdón que veía que la madre concedía constantemente a sus hijos, un día le dijo: «¡Ya no vuelvo a trabajar aquí!». «¿Por qué?», le preguntó la señora. «Porque no puedo soportar que usted perdone a sus hijos y también a mí». ¡Según ella, había que eliminar esa palabra del diccionario! El perdón introduce en la vida una novedad revolucionaria, desafía radicalmente nuestra medida. Para aquella baby sitter el desafío era inaceptable, el escándalo era demasiado grande.
No es inmediato dejarse generar por el perdón, aunque sea sencillísimo. Se trata de una provocación última a nuestra libertad y nuestra razón, porque cuando uno está herido y alberga un resentimiento –ante todo hacia uno mismo por el error que ha cometido, por el mal que ha hecho–, está como paralizado. Por ello, un signo inequívoco de que se ha aceptado el perdón es que la persona se desbloquea. Esta es, por tanto, la condición para que florezca en nosotros la humanidad nueva: aceptar que somos perdonados. Nuestro cotidiano arrancar a Jesús de la tierra de los vivos consiste en no dejarnos generar por el perdón de Cristo, y aquí el que Lo niega no es el poder constituido, sino el poder de nuestra libertad. Y por tanto, al igual que Judas, entramos en el juego del poder, ya sea laico o clerical. Y entonces prevalece nuestra propia medida sobre la Vida que nos genera, sobre la esperanza que Él ha suscitado en nosotros.
Por ello, del «sí» de Pedro –que parece ajeno al drama que desde ese momento se desarrolla en la gran escena de la historia– surge el pueblo nuevo. El «sí» de Pedro es el origen del pueblo nuevo del que formamos parte. Con gran genialidad, don Giussani pone el «sí» de Pedro en el origen, y establece la conexión entre la vocación personal y el designio universal de Dios. Solo partiendo de la experiencia personal del perdón aceptado se puede participar en el designio universal de Cristo, en la piedad de Cristo. Solo quien renace del perdón puede comunicar este acontecimiento nuevo y, por tanto, hacer resurgir a cada «Pedro» que se encuentra por el camino. No en virtud del papel que pueda jugar, sino porque ha sido perdonado. Uno solo puede hacer llegar al otro la mirada de Cristo que le ha hecho renacer. Solo puede reconstruir quien ha sido y es continuamente reconstruido. Este es el triunfo de la piedad que Cristo tiene por el hombre.

No basta con un recuerdo devoto para volver a abrir la partida había vivido. Se necesita a Alguien presente. Quien no se deja generar ahora no podrá salir por sí mismo de su medida, que siempre prevalecerá sobre él. Nadie genera si no es generado en el perdón. El pueblo nuevo nace de este perdón.
En este momento, pidamos entrar en este drama personal e histórico. El gesto que estamos realizando no es un simple recuerdo del pasado, sino que se trata de un acontecimiento que permanece –Cristo es contemporáneo, está sucediendo ahora– y que plantea el mismo drama del principio, el mismo drama de Pedro y Judas, aquí y ahora.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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