Veían a otras familias que vivían de manera interesante y se despertó su atención. Dos matrimonios narran su experiencia de acompañamiento en la acogida (y en todas las relaciones)
«Tres hijos ya mayores, una cierta estabilidad económica, podíamos contentarnos con una vida tranquila y burguesa. Pero pensaba: ¿y si hubiera algo más, aparte de estar bien?», dice Valentina. Tiziana reitera: «Un día, sentados a la mesa, miraba a mis hijos y tuve la percepción de que, por este plus de amor que hemos recibido, podíamos pensar en acoger a otros niños».
Ese plus es el origen de la experiencia de acogida que viven desde hace años. Por menos no valdría la pena. Estas dos familias tienen en común su encuentro con Cometa (experiencia de acogida de menores en Como, ndr). «Esa gente vivía de una manera muy interesante y despertó mi atención. ¿Estaba ahí la respuesta?», continúa Valentina. «Comenzamos a ir a los encuentros para los que pensaban adentrarse en el camino de la acogida. Nos fuimos acercando poco a poco». Dario recuerda que «de repente, una mañana, mientras cargaba las maletas para ir de vacaciones, nos llamaron… Así empezó la aventura».
Estas son las historias de las familias de Valentina y Liano, y de Dario y Tiziana (Titti); que hablan de ese plus.
Tiziana y Dario
«¿Es de locos pensar en acoger con siete hijos?». En 2006 Tiziana y Dario le hicieron esta pregunta a Grazia Figini, responsable de la asociación Cometa. «Quizás, pero puede ser una vocación. Verificadlo, pero no solos», fue la respuesta. En estos quince años han llegado a tener diez hijos biológicos y trece niños de acogida, todos pequeños y acogidos para acompañarlos hacia la adopción. Pero lo importante no son las cifras. No es una historia de héroes.
Stefania (los nombres de los niños acogidos son ficticios, ndr), la primera en llegar, tardó poco tiempo en desencadenar el caos. Las peleas entre los hijos y las discusiones entre los padres estaban a la orden del día. Titti, que suele ser paciente, saltaba a la primera. «Salió lo peor de mí», recuerda. Ya no era la mejor madre. Ya no estaba tranquila. «Fue mi salvación, porque tuve que pedir ayuda». En los encuentros en Cometa se desahogaban con sus dificultades y fatigas. «Nos ayudábamos a no quedarnos bloqueados en los problemas, a levantar la mirada», aclara Dario. «Puedes perdonar el error de un niño si aceptas que tú también te equivocas todos los días y que eres perdonado igual que él». No pueden olvidar la primera separación, aquel paso hacia la adopción. Titti estaba destrozada. «Sois como el cireneo, lleváis la cruz durante un tramo del camino», decía Giussani a los Figini. Pero no es fácil, hace falta un camino y la ayuda de alguien que acompañe esta historia, «para comprender que mi tarea era estar con estos niños durante el tiempo que quisiera el Señor. Pocos meses, un año, no era yo la que decidía. Les damos todo nuestro amor, pero su bien no está en nuestras manos. De otro modo no puedes con ello, porque la separación siempre es dolorosa».
También les pasa a los hijos biológicos. Giovanni se quedó dos años. Al irse, Titti descubrió este mensaje en el móvil escrito por su hija Chiara, que estaba en tercero de secundaria: «Gracias, mamá. Gracias a tu “sí” he experimentado que se puede querer a una persona como nunca hubiera imaginado. Sé que ha sido difícil, pero te lo agradezco».
Silvia tenía la mirada perdida, aguantaba la respiración hasta perder el sentido, no quería que la abrazaran, que la besaran. Poco a poco volvió a florecer. Cuando se acercaba el día de la separación, Titti sentía miedo. ¿Y si este nuevo «abandono» le hace retroceder? ¿Y si empezara a hacerse daño? ¿Y si, y si…? Grazia le responde: «No eres tú la que decide. ¿Crees que tú eres el único “bien” para esa niña? Solo tenemos que acompañarla del mejor modo posible». Al despedirse, Silvia se acurruca en un rincón de la habitación. Titti se acerca, le pone el abrigo y le dice: «Está sucediendo algo bonito, ¡fíate!». Y después la besa. La niña agarra su maletita y va hacia sus nuevos padres, sin darse la vuelta.
Dejarles ir, como con los hijos cuando crecen. «La acogida también me ha enseñado esto. Tenía el ansia de controlar. Te dicen que van al grupo de bachilleres y después te enteras de que están en la plaza del Duomo a su aire. ¡Pueden hacer contigo lo que quieran! La verdad es que me daba miedo amar su libertad. Hace falta tiempo. Una vez más se trata de un cambio en la mirada. Es más sencillo quererlos así».
Valentina y Liano
En 2011 llega Salvatore, de pocos meses, padece una patología rara. Siempre tiene que estar vigilado, incluso cuando duerme. Los hijos le miman, se convierte en su mascota. Giovanni, el primogénito, está viviendo un periodo turbulento, la vida es un desafío constante, siempre al límite de lo aceptable. Los padres y él pasan las noches en vela. «En la acogida le donas tu hipótesis positiva sobre la vida a alguien que tendría todas las razones para decir que nacer es la mayor desgracia. Sin palabras o explicaciones, uno crece percibiendo que el bien, a pesar de todo, supera el mal. Es tu vida la que habla. Y eso, como reflejo, lo ven tus hijos biológicos», dice Liano. Cuando Salvatore se marcha para ser adoptado, Giovanni se tatúa en el brazo: Fiat voluntas tua. Esos dieciocho meses han dejado una huella.
Al cabo de un año, les llaman para acoger a Cristina, recién nacida, y después a dos hermanos, Anna y Giacomo, en edad escolar, con una historia muy dolorosa. «“Esos dos” ya tienen muchos problemas. Estoy muy enfadado. Yo me voy», les dice Mattia, su segundo hijo. Fue uno de los momentos más difíciles. Lo que vivían no era compartido, es más, había alguien que estaba en contra. ¿Por qué seguir entonces? «Es como cuando los hijos se ponen en contra de algo que sabes que es un bien. Es un dolor pero no te cambia de idea. Él no conseguía estar frente al dolor de “esos dos”», sigue diciendo Valentina. «El sufrimiento de vuestros hijos descansará en vuestra certeza», les decía Giussani a los hermanos Figini en los comienzos de Cometa. Mattia volvió al cabo de dos meses.
Durante el primer confinamiento, con los ocho encerrados en casa, se disparó la tensión. Giovanni amasó kilos de harina para hacer ñoquis y tagliatelle con Giacomo. «No sé qué habríamos hecho sin él. Era el único que conseguía gestionarlo, porque percibía la agitación», explica Liano.
Hay mañanas que se hacen cuesta arriba. Cristina está en la cama de matrimonio, donde va cada noche. Anna y Giacomo abren los ojos y empiezan a gritar, expulsando la angustia que les atenaza. Desde sus habitaciones, los mayores gritan: «¡Que se callen, quiero dormir!». Y la madre, en la cocina, dice en voz alta: «¿Quién me mandaba hacer esto?». No hay respuesta. Luego añade otra petición en voz baja: «Jesús, ¿qué quieres de mí?». La incomodidad, las dificultades, siempre están ahí. «Últimamente he descubierto una cosa. Ya no tengo el problema de ser perfecta, de imponerme a mí y a mis hijos una medida “justa”, porque hay un punto de positividad: el hecho de que yo estoy. Y eso basta».
Con los hijos acogidos es imposible viajar al extranjero. «Han sido el antídoto a lo peor que podía sucederle a alguien como yo: aburguesarme, es decir, el concepto de autodeterminación», concluye Liano. «Nos hacen experimentar de manera cotidiana que lo que mantiene viva la relación entre Vale y yo es el Señor. Porque la fatiga hace más sencilla la petición de que Él esté presente. Necesitas Su presencia, alguien que te ayude a hacer memoria de Él. Me vienen a la cabeza estas palabras de Giussani: “Los hijos son la última ocasión para la conversión”». Tanto los acogidos como los biológicos, no hay diferencia.
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