Veinte años de matrimonio, una bonita casa, un buen trabajo. Pero con la crisis «todo lo que pensabas que estaba en su sitio, no basta». Desde Roma, Silvia y Paolo cuentan cómo se quedaron «desnudos», pero no solos
«Estábamos en la montaña, habíamos ido de vacaciones a esquiar con un grupo de amigos. Ya se hablaba de brotes de Covid, pero solo estando allí nos dimos cuenta de que era algo grave. Y volvimos a Roma». Así empezó uno de los periodos más difíciles para la vida de Paolo y Silvia Molioni y para sus tres hijos. Veinte años de matrimonio, una bonita casa en el barrio de Ardeatino, en la capital, un trabajo en el que «invertimos todos nuestros recursos. Somos una familia -podríamos decir- acomodada, pero de repente todo se vino abajo», explica Paolo. El inquilino de una propiedad suya, «un buen ingreso fijo», de repente dejó de pagar. Su showroom de productos artesanales, joyería, peletería y moda también entró en crisis con el confinamiento. «En enero cerramos todo por completo. Tuvimos que empezar a tirar de ahorros, pero aun así, al poco tiempo…».
Aparte del daño, la humillación, dice Silvia. «Vivimos una dimensión comunitaria, tanto con los familiares que viven en nuestro edificio, como con muchas familias del barrio. Relaciones que han surgido con los años, entre la parroquia, el colegio de las monjas y el parque de la Caffarella que está delante de casa… Bueno, comentábamos la situación y nos hablaban de renacer en las relaciones estando encerrados en casa, de que podía ser una ocasión... En definitiva, eran felices, y nosotros no».
Silvia no aguantaba más a su marido, que estaba angustiado por el trabajo y -explica él- «por el hecho de no poder sostener a la familia. Un par de veces llegó a decirme que hiciera las maletas». Las clases online no ayudaban, sobre todo con uno de sus hijos, adolescente, que se encerró en la habitación durante meses. «De repente me vi como desnudo, sin defensas. Y entonces surgió algo…», continúa Paolo. La fe que siempre habían vivido en casa se convirtió en una luz para ver la realidad. «Me di cuenta de que antes me veía como un buen padre, un buen marido, con un buen puesto en la sociedad. Como en una serie de tv, en la que, en un momento dado, la cámara se apaga y todo lo que pensabas que estaba en su sitio, no basta. Ahí es cuando llega Dios, como un padre». A través de hechos, encuentros y amigos que no te dejan. Son «las caricias de Dios», como las llama Silvia. «Al principio escondes un poco la situación, las dificultades, pero después empiezas a darte cuenta de lo que pasa a tu alrededor. Una amiga que te deja en el buzón un bono para hacer la compra y comprar libros del colegio, la ayuda de los hermanos que viven en el edificio, una red de familias que se preocupan por nosotros y nos ayudan…». Paolo habla de un incremento de humanidad. «Nunca nos hemos sentido solos. Estos amigos con los que compartíamos la vida, las vacaciones, comidas y cenas juntos, ahora con su gratuidad nos hacían ver que podíamos pedir, que nuestra dignidad no estaba en lo que hacíamos o dejábamos de hacer». Hoy las dificultades tampoco faltan. «No hay trabajo, seguimos con el problema de los hijos». Pero de esta manera es otra cosa.
Y se les ve en la cara. «Con respecto a la relación entre nosotros dos, realmente fuera del matrimonio habría sido imposible», dice Silvia. «Hemos vuelto a descubrir que nuestro límite no elimina el deseo de acompañarnos. Pero cuántos conocemos que se han separado… Yo, en cambio, me muero de ganas de irme sola con él algún día por ahí». «Sería bonito», responde su marido, mientras no dejan de hablar de su «familia de familias», unos más y otros menos cercanos a la Iglesia. Paolo añade: «Solos es imposible. La solidaridad es algo profundamente humano, pero la fe es como un diapasón que te pone en sintonía con toda la realidad, exaltándola. Hoy sigue habiendo problemas, yo sigo siendo el mismo. Todavía sigo buscando un “buen” trabajo, tengo ganas de volver a salir a cenar fuera con muchos amigos. Pero ahora sé que si me quedo “desnudo” no pierdo nada».
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