Antonio Anastasio
In memoriam
En su artículo Los nuevos paganos y la Iglesia, Joseph Ratzinger decía que nuestra época está marcada más por la «incapacidad de alegrarse» que por la «incapacidad de sentir duelo». Lo primero que aparece ante mis ojos re-cordando (trayendo de nuevo al corazón) a nuestro querido Anas es que sabía alegrarse. Se alegraba por el bien del otro, por quien tenía delante. Se alegraba por la vida, por la realidad, por los amigos y por el mundo. Era un hombre que vivía agradecido. El agradecimiento se asomaba a sus ojos como una constante queda, a veces risueña, a veces con chispas de ironía. Sobre su vida espiritual no hablaba mucho, pero que era una persona profunda y arraigada en una actitud meditativa se notaba en que hablaba desde un centro. Y desde ese núcleo asentado en su interior manaba algo fresco y audaz, algo magnánimo a la hora de enfrentarse a las contradicciones, los problemas, los límites y los errores humanos. No existe prueba más convincente de la fe que la humanidad pura y limpia que se decanta en muchas personas sencillas, entre ellas, Antonio. Causaba la impresión inmediata de una persona serena, con una plenitud interior que albergaba una nota apenas perceptible de tristeza por la condición dolorosa de la vida humana y la experiencia del pecado. El tono de su voz era cálido, afectivamente cálido cuando pronunciaba el nombre de Jesús, benévolo cuando se dirigía a los demás, sonriente cuando «trataba de amistad a quien sabía que le quería». Era muy dado a la amistad. Diría que la estimaba como la forma del amor trinitario, la cuidaba, la disfrutaba sinceramente y la conjugaba, sobre todo en los años de la madurez, con una gran paternidad. Tenía corazón de padre: Patris corde. Le encantaba la música folk, la de cantautor, la poesía, la escritura y la montaña, que le había conformado el alma desde la infancia. Purificado por un largo sufrimiento, culminada su entrega sacerdotal al Padre, uniformado a Cristo en su cruz y resurrección, ha llegado ligero de equipaje a las puertas del paraíso. Te pedimos, Antonio, que así como no te has olvidado nunca de tus amigos, incluso cuando la vida nos ha separado, del mismo modo intercedas por cada uno de nosotros para que se nos conceda imitarte en la alegría, la magnanimidad y la paternidad.
Carmen, Madrid
El origen de este impulso
Tengo veinticuatro años. Empecé a trabajar recientemente en una empresa que hace servicios de diseño. Estos días, contando a mi novia y a mis amigos lo que estaba viviendo, me di cuenta de que el momento de Escuela de comunidad es una compañía positiva y pro-positiva para mí. Me sorprende que pase algo así, ya que solo conozco a una docena de los que participan, por lo tanto, aparentemente no hay mucha familiaridad. Sin embargo, me encuentro hablando de ese momento y de esas intervenciones como si fueran mi pan de cada día, como si fueran parte integrante de mi vida. Por ejemplo, la caritativa. Participé en la acción caritativa tanto en el bachillerato como en la universidad, cuando la hacía en la asociación Cometa (experiencia de acogida de algunas familias en Como, ndr.). Con la llegada del Covid fui dejándolo y, sí, de vez en cuando lo echaba de menos, pero sin darle demasiado peso, en el fondo pensando que había sido un momento precioso, pero ya no me hacía falta... Yo tenía que trabajar y había muchas formas de crecer. Luego llegó la Escuela de comunidad, con la intervención de una joven madre que contó cómo el dolor por la muerte del padre Anastasio (misionero de la Fraternidad San Carlos Borromeo, fallecido el pasado mes de marzo, ndr.) había generado en ella un fuerte sentido de responsabilidad y había despertado el deseo de no perder ni un segundo de su vida. Me llamó la atención porque en el fondo yo podía decir que estaba bien, que no tenía grandes dificultades excepto alguna frustración relacionada con cierta situación; no poder ver a mis amigos o a mi novia con libertad es claramente molesto, pero básicamente el trabajo me va bien, estoy contento con lo que tengo. Pero cuando intervino esa mujer, me pregunté: «Pero yo, que estoy bien, ¿por qué no he acusado este deseo y esta responsabilidad?». Esa misma noche, le escribí a un amigo que colabora con el Banco de Alimentos, preguntándole si podía apuntarme como voluntario. Luego contacté con un par de amigos y les invité a que se apuntaran. Me sorprendió que el origen de este impulso fuera la Escuela de comunidad, que ha influido en muchos otros gestos y aspectos de mi vida diaria. Pienso, por ejemplo, en el hecho de que en la universidad me justificaba diciendo: «Ya leo todo el día, el texto de la Escuela de comunidad no me cabe»; y ahora, en cambio, me encuentro leyéndolo semanalmente con amigos. Además puedo decir que los momentos de tiempo que consigo salvar para estar con mi novia son un gran regalo, y eso no se debe a que la situación que vivimos hace complicado el poder quedar, sino al hecho de que ella existe. Esto también me lo enseña la Escuela de comunidad.
Paolo, Milán
Una plenitud recibida
Estamos acompañando hacia su nueva familia al pequeño que tenemos en acogimiento desde hace año y medio. Decidimos acogerle por una plenitud recibida gratuitamente, pero estamos comprobando que hemos recibido mucho más de lo que imaginábamos. Los padres adoptivos son dos personas maravillosas y eso nos tranquiliza mucho. Hacemos todo lo posible para ayudarles en su nueva tarea y parece que todo va estupendamente. También han superado con creces el “examen” al que los han sometido nuestros otros dos hijos, quienes les han aprobado oficialmente como «nuevo papá y mamá». Hemos recibido a este niño de forma gratuita y gratuitamente lo vamos a entregar. Solo puedo donar lo que tengo, algo que es mío. Sin esta posesión real, creo, solo lo habríamos hecho como un trámite. En cambio lo hemos recibido, lo hemos asumido como “nuestro hijo” y ahora lo entregamos. «Qué bellas son las historias que te hacen reír y llorar al mismo tiempo», dice Jerónima en Miguel Mañara, y estos días lo estamos experimentando, sostenidos por una compañía que se hace presente.
Carta firmada
La rabia y la mirada
Alejandro (nombre ficticio) es un niño de segundo de primaria, adoptado, que lleva tres años en Italia. Le encanta cantar y jugar al baloncesto, por lo demás estudia justo lo mínimo para mantenerse al paso de la clase. Pero a menudo, de repente su cara se oscurece, sus ojos se hacen pequeños y el Alejandro que ves se convierte en otro niño: violento y enojado, que desafía con palabras, gritos y patadas a quien se le ponga por delante. De hecho, todo lo que entre en su campo de acción en estas situaciones se ve afectado. Aparentemente no hay ningún factor desencadenante para que pase de la “normalidad” a una situación muy difícil de gestionar. El hecho de no encontrar, ni nosotros ni el psicólogo de la familia, el nexo causa-efecto nos deja impotentes. Todos los profesores de la clase tienen delante este reto educativo, una profesora del segundo ciclo (de 11 a 13 años, ndr.) actúa como “su” maestra de apoyo y yo también, que soy la directora de la escuela, me encuentro personalmente ante un problema que no tienen fácil solución. Y los rostros atónitos de los demás niños de su clase me lo recuerdan todos los días. Noches de insomnio, pensamientos “pesados” y mañanas a la espera de que ese día vaya mejor. Ninguna receta, ninguna estrategia parece ser beneficiosa. Pero, lentamente, se asoma un punto de vista diferente: yo tengo necesidad de ser amada, Alejandro también necesita ser amado incondicionalmente, no solo si se porta bien, si es bueno, no solo si mejora, sino amado a priori, independientemente de todo lo demás. Por ahí debía empezar a tratarle. Me sorprendí agradecida pensando que valió la pena luchar, hace unos años, para que nuestra pequeña escuela siguiese adelante y así pudiese acoger también a este niño. El reto educativo empieza a tomar un color diferente, el peso a ser más ligero.
Carta firmada
Mi pregunta
Hasta el año pasado, he creído siempre que la religión cristiana era todo un invento: creía que los evangelistas habían decidido inventar una historieta acerca de ese famoso Jesús. También pensaba que todos los cristianos habían caído en la trampa y creían en esta fantástica historia que les lleva a adorar a un Dios inexistente. El Triduo de Gioventú Studentesca (los bachilleres de CL, ndr.) ha refutado esta creencia mía. De hecho, es imposible que tanta gente se encuentre frente a un ordenador con esta felicidad y este deseo de descubrir algo nuevo. Y pensar que miles de personas después de dos mil años van a misa convencidos de que este Dios está verdaderamente presente. No es posible, por tanto, que no haya nada en la base. Pero yo me pregunto si este Dios, del que todos hablan, tiene algo que ver conmigo. Me resulta realmente difícil de entender. Otra cosa que realmente me llamó la atención era el hecho de que hubiera una persona que nos dirigía desde la pantalla como si se diera por sentado que cantábamos juntos. Parecía como si todos estuviéramos reunidos físicamente, como en los tiempos sin Covid. Esto me hace aún más consciente de que esta experiencia no viene de mí, sino de alguien más grande. El Triduo también me animó a ir a los oficios de Semana Santa. Fui de muy buen grado y nunca he escuchado tan atentamente la Pasión de Cristo en mi vida. Entonces me di cuenta de que hay algo ahí, pero mi pregunta sigue siendo: en mi vida, ¿dónde está esta presencia?
Chiara, Trento
Cámara encendida
Como parte de mi tesis, me incluyeron en un grupo de investigación con otras cinco personas. A causa de la pandemia, y por el hecho de que los otros colegas se encontraran en el CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear, ndr.) de Ginebra mientras yo vivo en Bolonia, una vez a la semana nos conectamos por Zoom para ver el estado de la situación. La primera vez que nos conectamos, yo había encendido mi cámara: todos, por defecto, la mantuvieron apagada, excepto en el momento de presentarse. En general, nadie la tiene encendida ni muestra su rostro. Sin embargo, yo seguí con la cámara encendida. En un momento dado, me pregunté: ¿por qué lo hago? ¿Qué genera este gesto tan simple y qué expresa? Estas preguntas se han abierto camino con el paso de los meses, mientras tanto, poco a poco, los demás han empezado a encenderla. La semana pasada inicié la sesión y de repente vi que aparecían nuestras seis caras (e incluso el hijo pequeño de uno de ellos, en brazos de su padre). Me llamó la atención, porque en estos meses de trabajo, en retrospectiva, en la misa había pedido siempre a Jesús que me mostrara su rostro en mí día a día, le ofrecía mi trabajo en la tesis, mis relaciones e incluso mis deseos particulares. No he pedido a nadie que encendiera su cámara, pero evidentemente, por haberlo hecho yo, por mi propio intento irónico de entablar una relación, esto se ha dado. ¿Por qué tenía mi cámara encendida? Porque durante estos años de universidad me han tratado de esta manera, me han mirado a la cara y estoy agradecido. Mis amigos en la Escuela de comunidad me prestan atención, me piden que encienda la cámara porque mi rostro es precioso para ellos. Así que yo también quiero mirar a mis nuevos compañeros, con los que está naciendo gradualmente una amistad.
Ricardo, Bolonia
Allí donde tú nunca habrías llegado
Esta vez lo esperaba, y también rezaba para que el Señor me arrancara de las manos el catálogo de tentaciones que se pueden resumir en una frase: «Lo comparto y me encantaría estar pero no tengo tiempo, sería muy complicado, con el trabajo, la casa, los hijos, no puedo».
Pero este año algo ardía en mi interior. Fuerte, cada vez más fuerte, como un camino que vuelve a atraerme. Qué raro –me decía mientras miraba por el retrovisor de mi vida–, cuanto más pasan los años, más crece el afecto. Por la mañana deseas ir a misa, ir al encuentro del Señor, un pensamiento que honestamente hace tres años no tenía ni por asomo. Había dilapidado amistades atesoradas y descuidado muchas relaciones. Hasta que un día volví a aparecer en una pequeña Escuela de comunidad, todavía recuerdo cómo me abrazó mi amigo Alberto al ver reaparecer a un antiguo fantasma. A partir de entonces, casi sin darme cuenta, empezaron a suceder más cosas y al final, Cesare y Paola, con los que ha surgido una relación tridimensional durante el último año, nos invitaron a su casa para seguir al menos la jornada del sábado.
Al final, fuimos mi mujer y yo, ella por primera vez, con sus preguntas y sus dudas, y yo por “primera vez” después de diez años, dando gracias, no solo por la propuesta, también por esta situación excepcional que había borrado de un plumazo la habitual objeción del viaje, que ahora se reducía a unos cuantos pasos y un clic.
No sé cómo seguiremos ni qué pasará, pero sé que he vuelto a sentir aquella profunda vibración del inicio, de los lejanos tiempos del Berchet, tras mi hermano Marco, y luego en la universidad. No hay ninguna otra experiencia capaz de derrotar el tiempo y devolvernos la novedad de entonces, aún más sobrecogedora si cabe. Algo que esperas y que llega hasta el fondo, allí donde no es posible engañarse, y desaparecen la nostalgia y la amargura.
A lo largo de los Ejercicios son muchas las palabras que te tocan. Alguna resbala por mi torpeza, pero sé que algún día volverá a llamar a la puerta de mi mente y mi corazón. Otras, en cambio, se clavan en mí como flechas.
Pero la mayor evidencia de estos días ha sido la explosión de humanidad y de esperanza –que daba título a los Ejercicios– que Julián Carrón transmitía y describía. La historia de las dos mujeres enfermas e ingresadas en la misma habitación, por ejemplo, te lleva en un instante hasta un lugar al que tú, con tus propios pasos, nunca habrías llegado. Toda la vida no sería suficiente para entender, ni siquiera para imaginar vagamente, que se puede vivir así. Con esa fuerza, con ese ímpetu, con esa certeza, incluso delante del mal, delante del sufrimiento, delante de la muerte. He visto los ojos de Manila, mi esposa, y también los de algunos amigos capturados por lo que estaban viendo en la pantalla, empañados por las lágrimas mientras Carrón hablaba de esa madre con su hijo con discapacidad.
Es verdad: el cristianismo abre vías insospechadas, te hace captar tonalidades que nunca habrías imaginado, te hace aferrar la realidad con una fuerza que va más allá de tus capacidades, pensamientos y talentos.
Nosotros tampoco vemos la divinidad de Cristo, pero sí los signos de esa presencia dentro de nuestras vidas: el cambio que vence al escepticismo, que te hace empezar a levantar un poco el freno de mano, la credibilidad de aquellos que se toman en serio su vida, incluso en circunstancias complicadísimas. Sin duda, ese algo más que me han testimoniado no puede quedar diluido por voces sentimentales ni reconducido a la burbuja de las sugestiones.
Ciertos acentos muestran que estás más allá, no sabes muy bien dónde, pero más allá. Allí donde tú nunca habrías llegado. El afecto de Pedro fue más fuerte que sus remordimientos, ¿y el mío? ¿Mi afecto irá más allá de los remordimientos, los errores, las indecisiones y todo lo demás?
El trabajo de potenciar el músculo de lo humano no es solo algo del inicio, sino que afecta a todos los desafíos y aristas que plantea la propia vida. Aunque comenzara hace ya muchos años. Yo había dejado ese trabajo de comparación continua un poco al margen de la vida, en los límites de mi esfera más personal, dominada por mi egocentrismo. Yo y de nuevo yo, pero no mi verdadero yo sino mis caprichos y aspiraciones, por legítimos que fueran, la cuota mínima de la vida cristiana tradicional, muchas buenas intenciones, muchas premisas y una pizca de vanagloria, aunque con tintes irónicos.
Vuelvo a casa con una apuesta: Señor, dame fuerza para arriesgar más en esa comparación y no tener miedo a llevar este desafío a todos los ámbitos y situaciones. Quiero jugar esta partida, incluso sin saber antes bien todas las reglas.
Antes notaba más mis objeciones, los obstáculos; ahora también lo percibo, y la verdad es que no poco. Pero un instante antes acuden a mí esos testimonios, esos rostros, esa humanidad y ese Misterio, que sigue siendo Misterio pero es un poco menos extraño, llamando a la puerta de mi vida. Y me siento menos solo. Algo ha cambiado dentro de mí. Otras cosas no han cambiado y los límites de una cierta edad pesan como un lastre sobre mis hombros, pero sé que quiero seguir adelante. A mis 58 años, siento dentro un impulso casi frenético de felicidad, como nunca antes.
Stefano Zurlo
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