Una de las etapas más significativas de este viaje histórico tuvo lugar en la llanura de Ur, patria de Abrahán. De allí salió el patriarca en «un viaje que iba a cambiar la historia», como dijo Francisco ante unas pocas decenas de personas, en medio de la nada, en el desierto, con el imponente telón de fondo del zigurat de Ur, que conoció Abrahán, símbolo del politeísmo mesopotámico.
¿En qué sentido ese viaje iba a cambiar la historia? ¿Y qué tiene que ver con nuestra historia actual? Dejando ese zigurat a sus espaldas, Abrahán se alejaba del politeísmo respondiendo a la llamada de Dios, que decidió tomar la iniciativa identificando su Presencia en el tiempo con una historia particular.
Hay que entender bien qué era entonces el politeísmo para comprender el alcance de aquel movimiento de Abrahán, hasta llegar a nosotros hoy. Para empezar, lo que no se verifica con Abrahán es el paso de “cien” dioses a un único dios, como entiende a veces cierta perspectiva evolucionista. Lo cierto es que el politeísmo no era una multiplicación de esa imagen de dios que podemos tener nosotros. Ellos creían en un absoluto, Hado o destino, que subyace y rige la realidad entera. Un absoluto que no se ve interpelado porque no tiene un carácter personal. No expresa voluntad alguna, se “comunica” mediante las leyes recurrentes de la naturaleza, que se pueden conocer.
El hombre mesopotámico fragmenta la realidad para intentar apropiarse racionalmente de un universo previsible. Los dioses son el resultado de esta fragmentación. Constituyen ventanas abiertas hacia ese absoluto impersonal. Son iconos que representan aspectos de lo real: justicia, sabiduría, fecundidad…
Lo que se verificó con la llamada de Abrahán es en cierto sentido a-mesopotámico. El absoluto toma la iniciativa de un modo personal, expresa una voluntad («sal de tu patria hacia la tierra que te mostraré»). Con él nace la fe, en el sentido de una obediencia (y no una apropiación racional) a la voluntad expresada por Dios. Comienza una historia particular: nace un pueblo.
Es importante darse cuenta de que el gesto celebrado en Ur no era un encuentro entre religiones como intentos creativos de alcanzar el Misterio. Judíos, cristianos y musulmanes son herederos de esa iniciativa divina que muestra su verdadero rostro: un Dios creador de todo, misericordioso con el hombre y la mujer que ha creado a Su imagen y semejanza.
Nuestro mundo, sobre todo el occidental, comparte con el politeísta mesopotámico una percepción idéntica de la realidad. Para nosotros hay un absoluto impersonal, al que llamamos naturaleza, que rige con sus leyes la realidad entera. Para poseer de manera racional la realidad, la fragmentamos, para aproximarnos a ella mediante diversas disciplinas y ciencias. El resultado es una gran soledad: ese absoluto no tiene una mirada amorosa hacia mí, no soy único dentro de un designio universal.
En esta gran llanura que es nuestro mundo, traspasado por el virus y el nihilismo, las tres grandes religiones tienen la tarea histórica de comunicar la iniciativa con la que Dios ha mostrado su voluntad: la historia particular de Abrahán, que continúa en el tiempo como un pueblo particular. Nosotros, «hermanos y hermanas de otras religiones», estamos llamados, como nos dijo el Papa, «a testimoniar su bondad, a mostrar su paternidad» mediante nuestra fraternidad, de modo que «la familia humana sea hospitalaria y acogedora con todos sus hijos y que, mirando al cielo, camine en paz en la misma tierra».
En esa imagen del Papa con los hijos de Abrahán, con el zigurat de Ur como telón de fondo, está la esperanza del mundo.
* Profesor de Antiguo Testamento en la Universidad San Dámaso de Madrid
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