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Huellas N.04, Abril 2021

PRIMER PLANO

Su sola presencia

Stefano Maria Paci

El viaje de Francisco por los lugares del Antiguo Testamento para acercarse a los cristianos perseguidos, allí donde el Isis instaló sus cuarteles. «Permanecieron inermes, signo de otra manera de concebir la vida»

Tanques. Lo que más me impresiona son los tanques. No están en fila ni a los lados del camino, sino plantados, inmóviles, sombríos y amenazantes en los cruces. Cuento hasta 14 en un trayecto de veinte minutos entre el aeropuerto de Bagdad y el palacio presidencial que antaño fue la residencia de Saddam Hussein, donde gestionaba las guerras del Golfo y que ahora ve al Papa católico encontrarse con el jefe de la nación y las autoridades políticas y civiles. «Sentía como un deber venir aquí», nos dice Francisco en el avión antes de pasar a saludar uno a uno a los periodistas de la prensa internacional que viajábamos con él. «Un deber».

¿Pero por qué Iraq? ¿Por qué en este momento de pandemia? ¿Por qué, si la situación es tan incierta? ¿Por qué, si tanto en el Vaticano como en Iraq han intentado disuadirlo? Me lo pregunto mientras los helicópteros giran sobre nuestras cabezas protegiendo el convoy, con una inmensidad de soldados equipados para la guerra vigilando las calles, blindados con metralletas escoltando a su paso, drones controlando el terreno. Lo pienso y encuentro algunas explicaciones, pero el motivo profundo solo lo percibo en el siguiente encuentro, cuando Francisco entra en la catedral de Nuestra Señora de la Salvación, donde el 31 de octubre de 2010 irrumpieron, durante la misa, los milicianos del Isis provocando una masacre: 48 cristianos muertos, entre ellos dos sacerdotes. Hombres que se dicen religiosos matando como animales a personas que rezaban a un Dios distinto de aquel en el que ellos creen. Locura. Horror.
Ahora el Papa está aquí, en el lugar del martirio. Miro alrededor y me doy cuenta de que la iglesia está construida en forma de nave que sostiene a los creyentes, igual que la barca que llevaba a Jesús y sus discípulos en la tempestad. Jesús estaba allí, con ellos, durante la tempestad. Mientras sus amigos tenían la sensación de que la vida podía acabar, Jesús estaba allí. «Nos hemos reunido en esta catedral», dice Francisco, «bendecidos por la sangre de nuestros hermanos y hermanas que aquí han pagado el precio extremo de su fidelidad al Señor y a su Iglesia». En ese momento lo entiendo. Para el Papa, para cualquier cristiano, todo va ligado a esta presencia. Los discursos van después, o actúan a otro nivel. Presencia, solo presencia: ser, estar, aquí, físicamente, en esta catedral, junto a los hermanos, en los lugares del dolor y el sufrimiento, en la tempestad y en la alegría. Paradójicamente –pienso mientras Francisco deposita unas flores en el altar bajo un gran cuadro de la Virgen y el Niño Jesús, y reza en silencio– es igual que ir al colegio, a la universidad, al lugar de trabajo, o que ser Papa y viajar a Iraq: estar presente es el único criterio, una inmersión en la realidad.

También el diálogo con el islam, igual que el intra-cristiano, ha viajado durante décadas por senderos complicados, a veces abstractos. Ahora, en este viaje, lo he visto hacerse carne, concreción, en virtud de una presencia, como la que al día siguiente recorre una pequeña callejuela de Nayaf –ciudad sagrada para el islam chiita porque allí está enterrado Alí, primo y yerno de Mahoma, el primer converso del islam– para entrar sencillamente en una casa, la que habita el gran ayatolá Al-Sistani. “Visita de cortesía” es la definición oficial de un encuentro que ha sido difícil de conseguir, una definición que quiere decir que el Papa rinde homenaje dócilmente a la autoridad islámica. Pero Francisco decidió hace tiempo hacer humildemente todo lo que haga falta para indicar no el autoritarismo sino la autoridad, exactamente igual que le vi hacer en Abu Dabi cuando firmó con el gran imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb, punto de referencia sunita, el Documento sobre la fraternidad humana que luego inspiró su última encíclica, o en Suecia durante el quinto centenario de la Reforma de Lutero. «Muchas veces se debe arriesgar y sé que por estas cosas algunos me tachan de estar a un paso de la herejía», nos dirá sonriente en el vuelo de regreso, «pero estas decisiones se toman siempre en oración, en diálogo, pidiendo consejo, en reflexión. No son un capricho». Cuando Bergoglio entra en su casa, sorprendentemente Al-Sistani se pone en pie, algo inédito, que nunca hace, ni siquiera ante presidentes ni altas autoridades religiosas. Es un gesto de sumo respeto, cuyo eco también resuena en el mundo chiita del vecino Irán. La humildad de Francisco, como antaño la del santo de Asís que visitó al sultán, tiene un efecto visible inmediatamente. Luego, esa importancia de la presencia física del Papa llega a los lugares del Antiguo Testamento y junto a los cristianos perseguidos de Mosul y Qaraqosh, que fueron las fortalezas del Isis, el reino del horror envuelto en locura y religiosidad. Este es el verdadero y profundo objetivo de este viaje, por eso el Papa ha insistido testarudamente en hacerlo: llevar la caricia de la Iglesia a los cristianos que han sufrido por el nombre de Cristo, por su fe en Él.

Un viaje intenso, emocionante y conmovedor, donde da la increíble sensación de haber entrado en una película de guerra, y al mismo tiempo en las páginas de la Biblia y en los relatos de los mártires. Resuenan en mí, a medida que recorro con Francisco estos lugares, los nombres que se leen en el Antiguo Testamento: la llanura de Nínive, Ur de los Caldeos, la casa de Abrahán… Allí donde vivió él, el punto de referencia de las tres religiones monoteístas, el padre de nosotros, los cristianos. «Aquí, donde vivió nuestro padre Abrahán, nos parece que volvemos a casa», dice Francisco. «Nosotros somos el fruto de esa llamada y de ese viaje». Ur, donde todo comenzó, donde habitaba el hombre al que Dios se le apareció bajo la forma de tres viandantes que albergó, pero que en la Biblia hablan en singular, como si fueran uno, prefiguración del misterio de la Trinidad. La casa, según la tradición, es esta, esta misma que veo con las habitaciones en ruinas y las piedras vigiladas por soldados armados. Aquí vivía aquel que habló con Dios, que se le presentó en forma humana mucho antes de hacerse carne en Palestina.

Junto a la casa rodeada de tierra desértica, el Papa se reúne con los responsables de las demás religiones de la nación. Aquí, en este lugar físico, en esta tierra, es donde Dios hizo una promesa a Abrahán mientras estaba bajo una tienda en la encina de Mambré: te daré una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo, y te daré un hijo, pero déjalo todo, vete y fíate de mí. Una propuesta, no una orden, para la que Dios espera una rápida respuesta de Abrahán para dar inicio a su alianza con el hombre. Una propuesta conveniente. Dice don Giussani, en una conversación que me envió una amiga antes de partir: «El alma de Abrahán, su conciencia, su corazón serían como una luz. En este lugar se comunica el sentido de toda la historia del mundo, el sentido de la existencia de cada hombre: empieza a comunicarse el evento con el que Dios se convierte en un factor de la vida del hombre; Dios se hace uno de nosotros, uno como nosotros. Dios se introduce en la vida del hombre y lo hace con la misma familiaridad de un diálogo. El asombro ante dicho acontecimiento hace renacer nuestra vida».
Pero Sara, la mujer de Abrahán, se ríe cuando le anuncian el nacimiento de un hijo, pues tanto ella como su cónyuge son ancianos. Dios la observa y la reprende pero, escribe Giussani, «no por eso cambió el significado de Su presencia, de Su plan sobre ella. No modificó sus planes». Qué consuelo suponen estas palabras. La historia de Israel a partir de ahí, pero también la historia cotidiana de cada uno de nosotros, siempre se divide en efecto entre el asombro atento de Abrahán y la risa incrédula de Sara. Pero Dios es fiel, se une al hombre, se “mezcla” con él y mantiene siempre, mantiene para siempre, su promesa de alianza, de amistad inseparable. Independientemente de nuestra respuesta. «Sin este acontecimiento no sois nada», escribe Giussani hablando del encuentro de Abrahán con Dios. «Quien está marcado en su ser porque Dios se ha implicado con él, quien está marcado por el signo de Cristo resucitado, no puede ya ni siquiera engañarse: “Sin mí no podéis hacer nada”. Este es nuestro valor, el valor de nuestro rostro y el contenido de nuestra persona» (en Huellas n. 10/1999).

El contenido de nuestra persona es el Nazareno. Esa letra N que en el seno del Estado Islámico escribían en las casas de los cristianos cuando el Isis conquistó Mosul y Qaraqosh, estableciendo su dictadura religiosa, debía ser la marca de la vergüenza, pero en cambio se convirtió en la de la gloria. Gloria de los mártires. N, de nazarenos, trazaban con barniz o cincelaban con piedra los milicianos del Estado Islámico en las casas de los cristianos para señalar a los que no se convertían al islam, que serían asesinados, o esclavizados, u obligados a huir.

Para llegar a Mosul y Qaraqosh, salimos muy temprano de Bagdad. Aterrizamos en Erbil, donde nos esperan helicópteros y autobuses escoltados por seis blindados, con soldados a pie armados con metralletas. Voy mirando atentamente nuestro recorrido: el mismo que aquellos cristianos hicieron a pie, huyendo del Isis que había conquistado sus ciudades y pueblos, 120.000 en pocos días, sin poder llevar nada consigo, a los ancianos ni siquiera les dio tiempo a agarrar sus medicinas. Hallaron refugio en Erbil, en el Kurdistán iraquí, pero durmiendo al aire libre, sin comida ni ropa. En el avión, enseñamos a Francisco una hoja del Isis donde se indica el precio, según edades y condiciones, de las jóvenes cristianas y yazidíes, otro pueblo perseguido, que habían tomado como esclavas y vendido. En Mosul, que durante tres años larguísimos (de junio de 2014 a julio de 2017) fue la capital del autoproclamado Estado Islámico, Francisco rezó una oración de sufragio por las víctimas de la guerra. En el centro de la plaza donde confluyen cuatro iglesias. Todas fueron destruidas por los ataques terroristas. Y con ellas el resto de la ciudad, un cúmulo de escombros, como si hubiera pasado un terrible terremoto, pero en cambio fueron hombres los que la devastaron. Francisco dice que para la sociedad supone un daño incalculable la trágica reducción de los discípulos de Cristo aquí y en todo Oriente Medio. Es una forma de decir que la fe y la Iglesia católica no son europeas ni occidentales; sus raíces, aunque a menudo se olvide, están aquí, en Oriente Medio, en una tierra que sigue sufriendo y donde la presencia de los cristianos hasta ahora siempre había estado bien arraigada, pero ahora corre el riesgo de desaparecer en medio de la indiferencia.
Después Qaraqosh, la ciudad con el mayor porcentaje de cristianos en Iraq, el 90 por ciento en una nación de inmensa mayoría musulmana. Espero al Papa dentro de la iglesia de la Inmaculada Concepción, miro los coloridos vestidos tradicionales que llevan muchas mujeres y pienso en todo lo que habrán visto y sufrido. Esta iglesia, ahora reconstruida, fue quemada, prendieron fuego a sus bancos y a sus muros, ahora recubiertos de mármol, pues quedaron ennegrecidos por el humo, con las columnas acribilladas a disparos, los libros sagrados destruidos, las imágenes despedazadas. Aquí los cristianos padecieron el mal y no reaccionaron. No empuñaron las armas, permanecieron inermes, signo de otra manera de concebir la vida. Despojados de todo, tenían todo lo necesario para vivir, incluso en una indigencia absoluta: la compañía concretísima de Cristo. Lo que han vivido saca a la luz claramente qué es lo que puede responder a las exigencias de la vida. En esta iglesia los miro con asombro y gratitud, a ellos, testigos que fueron despreciados, que lo perdieron todo por profesar su fe.
Y veo con qué mirada, con qué emoción, con qué conmoción miran ahora al Papa, dulce Cristo en la tierra, que ha venido hasta aquí por ellos, por los que han muerto y por los que han sobrevivido, por ellos que han escrito con sangre y con lágrimas, y con esperanza, una nueva página de los hechos de los mártires. El Papa ha venido hasta aquí para llevar la tierna caricia de Cristo a los suyos, a aquellos en cuyas casas grabaron, con desprecio, Su nombre. Ellos. Nosotros. N. Como nazarenos.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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