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Huellas N.03, Marzo 2021

RUTAS

Más allá de la niebla

Maurizio Vitali

Desde las preguntas sobre el cambio social hasta esa pregunta de Tonino… Visitamos la comunidad Mirabilia Dei donde se “hace familia” con personas discapacitadas

Lorenzo corre sin aliento hacia la entrada del auditorio donde se está celebrando una importante conferencia que reúne a varias obras de caridad. Llega con algo de retraso y además es uno de los ponentes. Milán, 1990. Lorenzo está completamente dedicado a las obras de caridad que acogen y dan trabajo a personas con discapacidad. Su experiencia ha alcanzado ya un buen nivel de notoriedad y estima. En resumen, ya es alguien en su campo. En su carrera, golpea por la espalda y casi atropella a una persona. Un caballero de gris oscuro, con boina en la cabeza. Nuestro protagonista se detiene para disculparse y ayudarle si es necesario. Lo recuerda así: «Al verle la cara me quedé de piedra, más aturdido que nunca. Era don Giussani. Balbuceo algo. Y él, sin hacer caso al golpe recibido: “Anda, vete, tienes que hablar”. Mientras tanto, toso todo el tiempo, no puedo evitarlo. Resfriado o vergüenza, o ambos, vete tú a saber. Oigo a Giussani decir a la gente de alrededor: “Vamos, dadle un caramelo, ¿no lo veis?”. Ese día comprendí lo que es la caridad».
Para Lorenzo Crosta, la familia, la hospitalidad y el trabajo están más que entrelazados: amasados y fusionados en una amalgama de caridad. Todo comenzó hace cuarenta años y la historia continúa hoy.
Inarzo es un pequeño pueblo de mil habitantes, entre la orilla sur del lago de Varese y las colinas. Cascina Mai, sede de Mirabilia Dei, se encuentra en los campos ondulados a las afueras del pueblo. Alberga una comunidad de familias que acogen y dan trabajo, a través de una cooperativa social, a unos veinte o veinticinco adultos con déficit intelectual o con patologías psiquiátricas estabilizadas.
Viven en un edificio rehabilitado, en medio de una gran finca con huertos de melocotoneros, cerezos e higueras, que la familia Brugnoni donó para fines sociales. Luego se construyeron dos pabellones para albergar los talleres, uno dedicado al procesamiento electromecánico, el otro al procesamiento y envasado de frutas, verduras y productos gastronómicos. Del primero se ocupa Crosta, de 65 años, padre de familia, no en vano un experto en mecánica. Del segundo, un hijo suyo, Mariano, ingeniero agrónomo y cocinero. El Covid obligó a suspender, aunque no a cancelar, un proyecto de restaurante y comedor social. También la hija de Crosta, Martina, trabaja en la cooperativa social; sus propias familias viven aquí, sus respectivos cónyuges trabajan en otro lugar. Desde 1991 la familia Crosta –Lorenzo y su esposa Marcella, con sus hijos– han vivido en comunidad con otras familias involucradas con ellos en la acogida. Nueve años antes habían creado la primera cooperativa social (“Solidaridad”) y hace siete, la primera comunidad de hospedaje. La cosa fue así: entraron en contacto con algunos niños huérfanos alojados en una instalación residencial, bien cuidados, sin problemas aparentes. Solo que Marcella, la esposa de Lorenzo, dijo: «Mira esos ojos, ese niño no es feliz allí». Y a partir de ahí...

En compañía de Marcella, nos encontramos con Lorenzo en el cobertizo de electromecánica, mientras maneja un destornillador. Unos trabajadores con discapacidad manejan una máquina peladora de cables, otros maniobran con transpaletas... Aquí se montan equipos láser de alta tecnología para una firma especializada de la zona. Los empleados parecen atentos y concentrados en su trabajo y, al mismo tiempo, serenos y relajados. Está claro que Lorenzo tiene con ellos una relación de tú a tú, con esa espontaneidad sobria, verdadera, a veces teñida de ironía, en ocasiones incluso un poco áspera, que bien mirada es la clave de la verdadera amistad y paternidad. Aquí se lleva a cabo un trabajo real, no simulado, productivo y con un sueldo. Los trabajadores reciben su parte, se pagan salarios y cotizaciones a la seguridad social. «Es una manera de reconocer el valor que tienen como personas», explica Lorenzo. La obra bien hecha es un espejo de la propia dignidad.
Pausa para almorzar. Las familias y los huéspedes tienen su propio alojamiento, pero la cocina y las comidas son compartidas: la convivencia, aparte del descanso, es a tiempo completo. En la página de inicio de la web de Mirabilia Dei puede leerse: «Vivimos juntos acogiendo a personas discapacitadas. Mejor dicho, no. Con ellos hacemos familia».
El día está marcado por un orden discreto, inspirado en el ora et labora de un monasterio benedictino, marcado por el trabajo y la oración, la escucha de música, la lectura del libro de don Giussani ¿Se puede vivir así?, los talleres...
La música le cambió la vida a un ensamblador de puertas y ventanas de Brescia. «Fue hace tiempo. Llegaba temprano por la mañana, se sorprendía por la música clásica (que le apasionaba) y se quedaba intrigado al escucharnos rezar y cantar», dice Lorenzo mientras estamos en la mesa. «El bresciano hizo carrera en la empresa y, años después, regresó como supervisor de obras. Me dijo que quería venir a vivir y trabajar con nosotros. También se trajo a una amiga suya que se había quedado viuda». Un bocado de excelente risotto, y luego dice casi para sus adentros: «Cristo no deja de mendigar nuestro corazón, nunca se rinde; y nosotros debemos aprender a mendigarle a Él». Y añade: «Aprender... No repetir conceptos, sino asimilar las cosas y vivirlas, a través de las circunstancias y los encuentros que se nos dan. Como bien se explica en ¿Se puede vivir así?». Hay una copia del volumen en el banco, muy arrugado por el uso. Prosigue Lorenzo: «He aprendido una cosa y es que el deseo nunca debe ser castrado, porque es el empuje más profundo del corazón humano; y también que la experiencia de la impotencia es providencial, porque te lleva a mendigar».

Lo que hoy existe en Mirabilia Dei forma parte de un viaje que comenzó, como decíamos, hace cuarenta años. Lorenzo, a sus veinte años, es comunista y está ansioso por implicarse con los demás «por la redención de la sociedad». Conoce a Pippo Ciantìa, de CL de Varese, que «amablemente me tomaba el pelo y me decía: “Ah, estás acercándote a la Iglesia... ”»; luego a don Fabio Baroncini, coadjutor parroquial en la misma ciudad, «que providencialmente me dio a leer El sentido de caritativa y casi me tomó por tonto, paternalmente: “No te vas a enterar de verdad hasta que no llegues a comprender que la acción caritativa no es fruto de lo que piensas de los demás, sino sobre todo un gesto bueno para ti, para la verdad y realización de ti mismo”».
Para entenderlo, fue necesario pasar por la circunstancia adecuada. Que llegó, con la entrada en escena de Tonino, el tetrapléjico. Un día sucedió este diálogo. Tonino, con palabras arrastradas y deformadas: «¿Pero qué podré hacer yo cuando sea mayor?». Lorenzo: «¿A mí me lo preguntas? Qué sé yo. Pregúntale a la trabajadora social». Pero Lorenzo no sale bien parado del trance. Se queda pensativo, con «una inquietud dentro, de modo que la pregunta de Tonino se convirtió también en mi pregunta».
La historia con Tonino lleva dentro una «sensación de impotencia que te empuja a mendigar a Dios». Lorenzo tiene 25 años. Empieza: «Lee esto y escribe un breve resumen». En un momento dado, Tonino presenta el escrito. «No puedo leer nada», dice Lorenzo. «Yo tampoco». Estamos bien, pensó Lorenzo. Pero también pensó que la escritura era ilegible, sí, pero el escrito estaba ahí. No era nada. Nuevos intentos. Compra una máquina para video-escribir. Tonino golpea las teclas como puede y las rompe, así que hay que hacer una modificación: poner teclas nuevas de aluminio. Esas no las destruye pero no atina con ellas, no tiene un control adecuado de la mano. Toca hacer otra modificación: cubierta de plexiglás con agujeros para ayudar a los dedos a centrar la tecla; luego cascos con una especie de tirador. Todo eso para describir el entramado de intento-impotencia-nuevo intento... intentos irónicos, por supuesto. Recuerda Lorenzo: «Tonino me decía que pidiera el milagro de su curación a la Virgen de Lourdes. Lo hice tres años seguidos, en la cueva de su aparición. A la cuarta solicitación, le contesté: “¡Mira, Nuestra Señora ya ha hecho el milagro! Es lo que sucede entre nosotros”».

Por esa pregunta de Tonino –¿qué haré cuando sea mayor?– que ha llegado a ser suya, Lorenzo Crosta emprende su camino. La cooperativa Solidaridad nace en 1982, ante notario y ante el Padre Eterno, a quien Lorenzo le dice: «Dios mío, me estás haciendo una promesa, por favor mantenla. Si no, me rindo». ¿Y..? «La mantuvo. Nos dio lo necesario y también lo superfluo».
En un año, la obra acoge a 70 personas con discapacidad. Luego se multiplican las obras, se crea una red, la red se expande (más de 400 personas seguidas en 2000) y, cuando se hace muy complicada de gestionar, entra en una fase crítica. «Amigos expertos en negocios me daban buenos consejos, frenaban ambiciones poco realistas tratando de mantener las cosas en las dimensiones adecuadas. Debería haberlos seguido, pero no lo hice. No escuché a mi corazón, en el fondo actué movido por un cálculo de poder. Y me equivoqué». Un mundo se derrumba. Crisis y rabia. Incluso contra Dios, porque mientras tanto se le muere un hijo pequeño. Un día de 2006 regresa de un diálogo con un amigo: «Lorenzo, llega un momento en el que debemos mortificar nuestras sugestiones». Aún está lleno de niebla por dentro, y por fuera también hay niebla. En casa, lleva a la terraza a la pequeña Martina para decirle que su hermanito está en el cielo: «Mira, la niebla no nos deja ver las plantas, los caminos... pero sabemos que están ahí». Y Martina: «Entonces debemos rezar más».
Hoy esa niña tiene 40 años, marido y cinco hijos (uno de ellos en camino). En la cooperativa gestiona la parte administrativa y comercial. En esta casa de acogida nació y se crió. «Lo más importante es que somos una familia», subraya Martina. «Es una conciencia que ha madurado con el tiempo, a través del camino en el movimiento de CL. En el pasado, pudo prevalecer la idea de una obra social, en cambio ahora soy consciente de que somos una familia. Por ejemplo, al principio percibía la organización del día como diseñada para las personas que acogemos. Lentamente, me he dado cuenta de que ese orden, esa vida, esas ocasiones, esas palabras están hechas para mí, se dirigen a mí».

Además del despacho, Martina se encarga de preparar los adornos navideños, los obsequios de boda... Y siempre lo hace con “los chicos”. Por ejemplo, con Paola, que «me dice cada dos por tres: “¡Enhorabuena!”, por el niño que espero. Trabajando con ella y con otros, me doy cuenta de que tenemos la misma necesidad de sentirnos útiles, de sentirnos apreciados, de darnos. Es la necesidad de un abrazo. Algo que puedes ver, y eso te fascina y te mueve». Como le sucedió a su esposo. «Primero vivimos en otro lugar, luego establecimos nuestro hogar aquí».
Estimular la libertad y no forzarla. Este es el método de Mirabilia Dei. A través de los ventanales miramos el espectáculo imponente del Monte Rosa. Dice Lorenzo: «¡Mira! ¿Y quién lo ha hecho? Estamos bajo su mirada. La mirada de Otro que viene a visitarnos y nos hace revivir el mismo gozo que advirtió Isabel en su vientre».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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