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Huellas N.6, Noviembre 1984

CULTURA

¿Es imposible la tolerancia?

José Miguel Oriol

La pregunta es acuciante. Muchos hombres de buen corazón empiezan a perder la esperanza de una respuesta afirmativa, al contemplar la situación del mundo de nuestros días. Centroamérica, Irán e lrak, Camboya, Sudáfrica, el terrorismo occi­dental, las dictaduras y la mentira sistemática en la vida pública son muchos ar­gumentos para no creer en la tolerancia, sino en la fuerza y el poder. Precisamente en el marco del «V MEETING 'POR LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS» que se celebra en Rímini (Italia) se ha planteado esta pregunta: ¿es imposible la toleran­cia? En la mesa redonda que clausuró este V Certamen intervino José Miguel Oriol, director de Ediciones Encuentro, para afirmar las razones de la esperanza en una convivencia tolerante, lejos de la posición indiferente, individualista y rela­tivista de la cultura dominante. Presentamos aquí un resumen de sus palabras. última Edacl Media.

TOLERANCIA Y VERDAD
Partiré de mi propia experiencia. En la medida en que uno se hace más viejo (en el buen sentido de la palabra viejo), más valora la tolerancia de los demás con uno mismo, porque uno se hace más y más consciente, conforme pasan los años, de las propias limitaciones, las pro­pias carencias, las propias manías... y cada vez aprecia uno más que los que nos rodean no hagan de ello un obstáculo en su relación con nosotros y hasta lle­guen, en los casos de mayor santidad (o estatura humana) a hacernos olvidar esas manías en su estima por nosotros. Está claro que, en este nivel personal, la tole­rancia es una actitud que los seres huma­nos agradecemos profundamente en el comportamiento de quienes nos rodean, aunque no por esto la practiquemos habi­tualmente nosotros con ellos.
Pero hay otro aspecto de la tolerancia de mayor dimensión pública, histórica y social. La tolerancia es una actitud que crece con el grado de civilización huma­na; es decir, con el grado de desarrollo de la humanidad en cuanto tal, cosa que no debe confundirse con el grado de desarrollo económico.
Cada vez que yo he sido acogido con cariño por extraños, en países extraños, se ha producido un encuentro de interlo­cutores verdaderamente interesados por la personalidad del otro, por su historia personal, su juicio de las cosas, de la crónica de nuestro tiempo. Esos encuen­tros abiertos, interesados, indagadores que buscan la posible cooperación, inclu­yen enormes dosis de tolerancia o, mejor, de otra de las proyecciones de la tolerancia: la que expresa la capacidad de aper­tura a lo distinto, al diferente, al distante. ¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que no tenemos miedo al diferente que nos interpela. Y ¿qué es lo que hace posible esto? ¿Por qué no tenemos mie­do a ser cuestionados a fondo? Precisa­mente porque tenemos clara nuestra pro­pia identidad humana. Es esto lo que nos hace buscar con frecuencia esa apertura justamente para acercarnos de manera cada vez más completa a la verdad.

ENTRE EL DOGMATISMO Y LA TOLERANCIA
Pero, a su vez, esto supone una actitud contemplativa respecto de la verdad, todo una relación de propiedad o -tan sólo sea- de posesión. Este denota general­mente intolerancia. En esto radica el dog­matismo, como actitud humana irrespe­tuosa con el dogma (pues no se siente poseída por el dogma sino poseedora de él) aunque formalmente lo afirme. Lo que conlleva normalmente la ignorancia y el desprecio al estudio y al debate.
Contra el dogmatismo está construida -en un paralelismo de ideologización y mentira- la ideología del tolerantismo que se presenta como la única forma de combatir el dogmatismo, al que por supuesto identifica con la afirmación de cualquier dogma, cualquiera que sea, ade­más, la manera de afirmarlo. En efecto, el tolerantismo (que aparece como abande­rado de la tolerancia) es uno de los as­pectos fundamentales de la sociedad de nuestra época, del modo de saber ligado a ella, así como de las prácticas culturales, sociales y políticas consideradas como legítimas en dicha sociedad. La ver­dad -para el tolerantismo- no precede al saber humano y, puesto que éste pro­cede históricamente de manera acumula­tiva, la verdad, en el fondo, no existe; y, en todo caso, si existiera, no significaría nada más que un eje de sentido, algo a lo que se tiende de manera asintótica y que, no tiene lugar alguno, es utópico.
El tolerantismo se afirma, de este modo, como vencedor de una batalla uni­versal, pues no sólo es operante contra la tradición judía, cristiana o musulmana en Occidente, sino que lo es también contra toda forma de saber, de código legisla­tivo o de costumbres y de práctica socio­política, basados en una cosmovisión y en una antropología religiosas, pues, por principio, estas se fundan siempre en la afirmación de Dios, es decir, de la verdad absoluta, de la fuente de todo ser, más o menos escondida, mostrada o revelada.

LA TOLERANCIA, ENEMIGA DEL TOLERANTISMO COMO IDEOLOGIA «ANTIDOGMATICA»
Pero, ¿cuál es la verdadera relación del tolerantismo con la tolerancia? Podría­mos simplemente registrar la actitud de los modernos medios de comunicación que están en manos de la ideología dominan­te, con lo diferente, lo distinto.
Baste con recordar algunos apuntes: el trato que reciben por parte de dichos medios los pueblos del llamado Tercer Mundo, en general, el trato que reciben los musulmanes o que recibimos los cató­licos; o el trato que reciben los grupos urbanos marginales, los improductivos, los incapaces de compelir.
De manera paralela a cuanto decíamos antes en torno a los que se sienten posee­dores o propietarios de la verdad, los tole­rantistas -o propietarios de la toleran­cia- niegan todo derecho de ciudadanía a quienes quieren comportarse de acuerdo con sus propios criterios -que saben di­ferentes a los de muchos otros- y quie­ren ver protegidos legalmente esos cri­terios de comportamiento, al tiempo que afirman el derecho de los demás a com­portarse de acuerdo con los suyos y a que sean también protegidas legalmente sus costumbres.
En nombre del principio «que nadie imponga sus propios criterios», el tole­rantismo conduce a una filosofía según la cual sólo existe un sujeto estadístico: el cuidado abstracto; sin rostro, sin alma. Todo lo que forma parte del mundo de los valores es relegado a un «derecho de conciencia» que no debe tener traduc­ción alguna en la normativa de la con­vivencia. Esta postura conduce a consi­derar solamente regulable la vida eco­nómica y la dimensión institucional -po­lítica- ligada a ella. Sólo interesa el hom­bre productor, consumidor, pagador de impuestos y votante.

CIENTIFISMO, MORALISMO, NATURALISMO...
Pero las expresiones características del tolerantismo -que nos descubren su ver­dadera naturaleza ideológica- son el cien­tifismo, el moralismo y el naturalismo, todas ellas ideologías y actitudes que tam­bién forman parte del contexto cultural dominante, de la moda de nuestros días. Trataré de desvelar la intolerancia que encubren.
El cientifismo es la reducción del cam­po lógico a lo matematizable, enfiando a las tinieblas exteriores de «lo irracional» a toda aquella parte de la realidad que no puede ser aprendida por procedimientos matemáticos. De cuestiones no comproba­bles científicamente -dirán estos tole­rantistas- no queremos saber nada. Cada uno que piense como quiera y allá él con sus propios fantasmas y locuras. Pero -¡atención!-, ninguna ingerencia extra­científica en nuestro campo: todo el que penetre en él argumentando desde la filo­sofía, los valores, la religión, etc... , trans­grede -ahora sí- la ley. ¿Es que la in­vestigación biológica, energética, o neuro­lógica pueden dejar de estar guiadas -en primera o en última instancia- por algo que no sean intereses humanos, deseos humanos, valores humanos?
En segundo lugar, el moralismo. El mo­ralismo - es la reducción de la ética al puro terreno del cumplimiento de la nor­ma. Usted puede pensar y sentir como quiera. Puede pertenecer a la etnia, a la cultura, a la iglesia que quiera. En todo caso lo importante es que cumpla las normas. Su «ethos», su morada, su te­jido de convivencia, la razón de su ca­minar, no nos interesa nada. Somos ab­solutamente tolerantes con todo esto; pero en la convivencia social usted cum­ple la norma.
Contra esa moral, el tolerantismo levan­ta la moral social y pública del presente, la moral del cumplimiento de las obliga­ciones productivas, consumidoras, fisca­les y electorales frente al Estado cada vez más omnipotente.
La verdadera tolerancia parte de una apertura a la totalidad del ser que in­cluye su dimensión moral desde la raíz que la genera.
Y en tercer y último lugar, el natura­lismo. Last but not least.
El naturalismo es la reducción de la capacidad de percepción de la belleza a la sola forma corporal, física, material.
Ciega y ensordece por lo tanto la percep­ción de la belleza moral -el bien- y la belleza lógica -la verdad-. No registra el valor estético del trabajo humano -la arquitectura, las artes- más que en fun­ción de su comodidad para el cuerpo. No entiende el drama ni la música sinfónica. No se interesa por la percepción de las formas de presencia del misterio. No hay canon estético posible. No hay verdadera tradición estética posible. Ahora bien, eso sí si usted rechaza la belleza de la in­dustria cultural moderna está fuera de órbita. Si a usted le aburren los best­sellers (tanto los yankees como los del dichoso «boom» latinoamericano), le da dolor de cabeza la música discotequera y no soporta el sillón de su casa antes las series a, b o c de televisión, allá usted con sus manías. El tolerantismo es una vez más intolerante especialmente en lo que toca al bolsillo y al buen funcionamiento del Estado.
Interesa desposeer la gratuidad y sen­tido a la actividad creadora. Relegar a museografía y arqueología vendible como ocio organizado al máximo de la produc­ción cultural pasada (que no fue conce­bida ni realizada para venderse como mercancía sino para satisfacer necesida­des sociales de muy diverso orden, desde la alimentación de la memoria colectiva de una comunidad hasta la pedagogía religiosa). Pero debo acabar ya. Y quiero hacerlo aprovechando esta tercera dimensión de la belleza para hablar de la verdadera tolerancia.
En efecto, la verdadera tolerancia es también enemiga del tolerantismo en este campo, porque parte de la atención apa­sionada a la profundidad del ser, intere­sándose por la luz originaria que nos per­mite iluminar y captar la belleza de lo que contemplamos y muchas veces no somos capaces de percibir. Y por esto sabe de la emoción que siente en los fugaces instantes en que percibe la belle­za de la verdad y el bien. Y por eso sabe del dolor y la oscuridad que preceden en el camino a la alegría y a la luz.
Y claro está, interesándose por la luz que ha encendido la imaginación creadora en el distinto, en el pueblo diferente, en­table con él un diálogo religioso, es decir, un diálogo que no elude ninguna de las dimensiones de la existencia humana, que se interesa por todas, pero que las mira todas desde la pasión por el común -y personal- origen y por el común -y per­sonal- destino.
Esta es la sencilla historia del cristia­nismo desde que apareció en la tierra. Cuando la Iglesia ha encontrado pueblos con culturas y cosmovisiones religiosas diferentes ha chocado en muchos momen­tos. Esta es la limitación humana de sus miembros. Pero no ha faltado nunca en ella provocar la experiencia del encuen­tro, tanto en su actitud de indagación en la personalidad colectiva del pueblo que encontraba, como en la respuesta de sorpresa y apertura a su anuncio del Dios -hecho- hombre que provocaba. Y este es el genio del cristianismo, la fuerza del Misterio que lleva dentro de sí la Iglesia.
A la intolerancia de quien blandía la cruz como espada en la convicción orgu­llosa de poseer la verdad, se ha opuesto siempre en la historia de la Iglesia la tolerancia de quien ha anunciado con co­raje el Evangelio. Aquella ha sembrado do­lor y muerte, ésta alegría y vida. Y el progreso humano civilizador en la historia, en la medida en que existe, es producto de esta última no de la primera.
Pero este auténtico progreso humano no sólo es producto de la tolerancia cris­tiana. La propuesta cristiana ha encon­trado a lo largo de la historia, interlo­cutores también a su vez intolerantes y tolerantes. De los primeros ha recibido la persecución y el martirio. De los se­gundos el diálogo y, en muchos casos, la conversión.
Claro exponente de esta interpelación enriquecedora lo encontramos en el arte resultante del diálogo del cristianismo to­lerante y la tolerancia de los distintos pueblos evangelizados.
La tolerancia verdadera es fecunda para la historia humana y nace en los cora­zones ciertos de la propia identidad, en los corazones que se saben pertenecien­tes a un pueblo, incluso cuando este pue­blo no se define por sus características étnicas, lingüísticas o antropológicas, sino por su libre aceptación del Dios que se ha hecho compañía familiar del hombre.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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