Nos habíamos prometido un cierto orden en la rueda de visitas a nuestra primera Pinacoteca, pero la verdad es que no hemos podido sustraernos al gran acontecimiento del homenaje a Murillo en el III Centenario de su muerte y, por lo tanto, acercarnos a la contemplación de su obra en la magna exposición de las salas del Museo del Prado.
Una vez ante los cuadros del sevillano no sólo se ve uno arrastrado por la originalidad, la exquisitez, la amabilidad, la delicadeza o la depurada técnica de las que hace gala (como ha apuntado el profesor Lafuente) , sino -ante todo y sobre todo- por el contenido estético de sus temas. La religiosidad y el humanismo que salen de cada pincelada parecen inundarlo todo y ponen de manifiesto el "compromiso" del pintor, del que habla con acierto el P. Sopeña en el catálogo de la exposición. Este compromiso le lleva a presentarnos los deliciosos ciclos de Sagradas Familias, vidas de Santos, vida de la Virgen (desde su "nacimiento" hasta su Asunción al cielo", pasando por la "Presentación en el templo", el "Aprendiendo a leer junto a Santa Ana"), apariciones de santos... en una gradación ascendente que culmina en un tema sobre los demás: el triunfo total de María, la Virgen, sobre el mundo. Triunfo que se nos muestra en el ciclo de las Inmaculadas (haciéndose eco del exaltado júbilo que produjo el tema en tiempos del artista), y que transformado por los pinceles murillescos, en "Coronación" o "Asunción", llega al alma de todos y arranca las más cariñosas exclamaciones.
Y ahí estriba el gran mérito del artista exquisito que es Murillo: haber sabido conciliar de manera única la sencillez de la paleta con la grandeza de un tema que a pesar de su ininteligibilidad para la razón popular de todos los tiempos, no dejó de ser decisiva fuente de fe incontaminada para quien sabe poner sus sentimientos por delante del frío raciocinio.
Pero bástenos ya lo dicho del pintor y acerquémonos al cuadro de la "Inmaculada".
En él nos vamos a encontrar la más clara expresión de la ternura y la delicadeza que nos habla de la grandeza excelsa de quien un día se supo "Esclava del Señor". ¿Recordáis las palabras que S. Lucas pone en boca de Ntra. Sra.?: "...Me llamarán bienaventurada" nos estará cantando en el Magníficat (Lc. 1, 46) mientras estamos contemplando aquella hermosura siempre joven, siempre frágil, con cierto rubor de saberse admirada tanto y por tantos. ¿Cómo no sentirnos niños, enamorados y protegidos, seducidos y fortalecidos por su ejemplo?
Si profundizamos un poco más en la contemplación del lienzo fijémonos en la actitud de María y notaremos que es idéntica a la del principio, cuando le es "anunciada" su misión (recordemos la obra de Fra Angélico): humildad y aceptación (dos pilares fundamentales de nuestro ser cristiano) es la síntesis de su misterio.
¡Cómo se eleva por encima de las miserias del mundo!
Las manos sobre el corazón; la cabeza con cierta majestuosidad, aún cuando exenta de soberbia y vanidad, deja al descubierto un rostro lleno de turbado gozo; los ojos mirando a la altura son seguidos por un cuerpo que, sin la gravedad suficiente para retenerlo abajo, sube venciendo al mal -a sus pies- del que ella ha sido preservada.
La designada por Dios para llevar ante Él mismo la grandeza de su obra. En Ella no hay superficialidad. Las materialidades y las tristezas; el rencor y la envidia; el ansia de poder y la violencia han quedado abajo, aplastadas por la pureza, para que se cumpla la promesa del Padre en el paraíso. (Gen. 3, 15) . Sólo se eleva la dulzura, la sencillez, la alegría de ver cumplida la voluntad de Dios.
¡Qué hermoso dejarse arrastrar hacia arriba!
Es la apoteosis de la Reina, la Reina de los Angeles, a quien los querubines-niños ayudan a ascender al cielo. Reina concebida sin mancha, victoriosa su albura sobre el blancor de las nubes. Y, sin embargo, todo ello ha sido plasmado sin afectación. Murillo, en efecto, ha sabido captar la expresión dulce y complacida de la que sabe simple criatura e instrumento de Dios, que, compartiendo la debilidad humana, ha sido constituida la mediadora purísima de la salvación.
Reina de todos... ¡Santos!
Y porque han sido el artista y su pintura quienes han hecho posible este momento con la Virgen María, no quisiera terminar sin agradecer a Bartolomé Esteban Murillo, 300 años después de su muerte, el habernos hecho mucho más cercano ese misterio que él ya ahora, debe estar admirando en el cielo.
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