El 1 de Agosto de 1982 salía de Alba de Tormes un grupo de ocho peregrinos a pie en dirección a Santiago de Compostela.
¡No pensarás lector que voy a narrarte las aventuras y desventuras de estos sufridos peregrinos, aunque las tuvieron, y muy interesantes, ni pensarás que voy a hacer un anecdotario, aunque sería ciertamente curioso y divertido! Espero que tampoco pienses, para no sentirte defraudado, que voy a contarte lo que vieron, disfrutaron y sufrieron.
Al insistir yo para que me contaran algo de esta interesante experiencia se empeñaron en darme una serie de consejos que ellos habían vivido como buenos y que eran aplicables a esa otra "peregrinación", hacia la casa del Padre, que es la vida.
Me recalcaron repetidamente que en toda peregrinación es necesario tener bien clara la meta a la que se pretende llegar, y en ningún momento se puede olvidar este fin, ya que se corre el riesgo de abandonar, de caminar sin avanzar, de perderse o de no encontrar sentido al camino, porque a nadie se le oculta la dureza de esta empresa.
Al no ver yo claro, por mi mucha ignorancia, qué relación tiene todo esto con la vida, decidieron pasar de la comparación metafórica al lenguaje llano, explicándome que la vida es una peregrinación hacia la casa del Padre y que un cristiano no puede olvidarse de ello, al contrario, deberá pensar necesariamente en la morada de Dios, deseando ardientemente llegar a ella, haciendo así soportable la dureza de este valle de lágrimas. Después de esto pasaron a describirme cómo tenía que ser un peregrino. Debe ser un hombre con la mirada puesta en la meta a la que ansía llegar y por lo tanto, consciente siempre de que está de paso, no pudiendo apegarse a ningún lugar ya que esto le retrasaría y le impediría quizás continuar su camino. El peregrino ha de sentirse en tierra extraña y eso le concederá una dosis considerable de libertad y novedad.
En vista de que la empresa me atraía, decidieron darme algún otro consejo. Me dijeron, pues, que el peregrino ha de llevar muy poco equipaje, sólo lo imprescindible, ya que el peso hace más lenta la marcha y dificulta el movimiento. No sé por qué, al llegar aquí, y sin que yo dijera nada, me preguntaron si entendía lo que querían decirme y, sin dar ocasión a que yo respondiera, me hicieron ver que esto era bien simple: en la vida no podemos tener muchas cosas porque, en primer lugar, nos apegan al mundo y nos hacen difícil abandonar el punto de partida, y segundo porque esas cosas pesan mucho y nos quitan libertad impidiéndonos avanzar alegremente hacia Dios.
Por ello me instaron vehementemente a que si quería ser un buen peregrino cristiano, tenía que ser un hombre pobre y desprendido, siendo esta la condición de posibilidad de la libertad.
Además de este importante consejo me recomendaron que desconfiara de las fuerzas humanas , ya que tenían experiencia de que la condición humana -transcribo lo que dijeron-"es una mierdecilla" y que por ello el hombre está siempre presto a abandonar, rebelarse y renegar del hermano e incluso de Dios. Por lo cual, me aconsejaron encarecidamente que pusiera mi confianza y seguridad en Dios Padre. Me dijeron que la caridad no consiste sólo en dar, sino también en sentirse débil y dejarse ayudar, sabiendo recibir de los demás.
Por último me dijeron que todos los cristianos somos peregrinos, y que peregrinamos juntos, sin intentar pasar unos por encima de otros para llegar antes, sino atendiendo a la marcha del grupo y la comunidad. El peregrino necesita la acogida en los lugares por donde pasa, necesita aliento, descanso y ayuda, y presumían de tener mucha experiencia en este tema.
De esta premisa, dedujeron la necesidad que tienen los cristianos de ser verdaderos anfitriones, de saber ser para el hermano el que aliente y da esperanza, el amigo que acoge y es descanso para el abatido.
En definitiva me gritaron los ocho a la vez que teníamos que crear la civilización del Amor,
¡Ah! se me olvidaba decir que esos ocho peregrinos son: Julián de la Morena. Pablo de Haro, Julián Zamorano. Paco García Camarena. Juan Miguel Prim. Javier Prades. Gonzalo Lapuente y el presbítero Manolo Álvarez Osorio.
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