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Huellas N.02, Febrero 2021

PRIMER PLANO

Estados Unidos. Abrirse en un mundo cerrado

Anna Leonardi

En el colegio de un barrio pobre de Boston, la directora mantiene vivo el vínculo con las familias. Carolina Brito cuenta cómo algo ha empezado a moverse, contagiando a otros


El colegio Rafael Hernández K-8 de Boston está cerrado desde el 17 de marzo, cuando el estado de Massachusetts impuso el confinamiento domiciliario para frenar los contagios por Covid19. Pero, aunque esté “cerrado”, el colegio ha seguido siendo el corazón palpitante de Roxbury, el populoso barrio afro-hispano de la ciudad que lo vio nacer en 1973. Fundado por un grupo de familias portorriqueñas que deseaban una educación para sus hijos en sintonía con sus exigencias como inmigrantes, el Hernández es actualmente uno de los pocos colegios públicos bilingües de la costa oeste. Con el paso del tiempo, también logró contener la hemorragia del abandono escolar, que en esta zona afectaba a los alumnos ya desde primaria. «La pandemia ha vuelto a poner a toda la comunidad hispana ante este riesgo», cuenta Carolina Brito, directora del instituto. «De nuestros cuatrocientos alumnos, que van desde la guardería hasta secundaria, el 75% vive por debajo del umbral de la pobreza. Al pasar a las clases online ha salido a la luz el grave estado de necesidad de nuestras familias».
En muchas casas falta de todo, no solo tecnología. Carolina y su equipo empezaron a repartir todo lo necesario para garantizar una cierta continuidad: folios, bolígrafos, lápices de colores, ordenadores y wifi. Pero no tardaron mucho en comprender que la necesidad era mucho mayor, que en algunos casos llegaba hasta el estómago. «Al quedarse sin ingresos, muchas familias empezaron a no tener nada que poner en la mesa cada día», cuenta. «Nos pareció normal ponernos en marcha también con la comida. La solidaridad es algo connatural a nuestra comunidad. Desde siempre nos hemos ayudado, pues siempre hemos tenido que afrontar los desafíos ligados a nuestra integración en este país».

Las primeras contribuciones llegaron desde los restaurantes del barrio, que decidieron regalar toda la comida que les había sobrado debido al cierre. Luego llegaron también los subsidios municipales. ¿Pero cómo organizar el reparto? Carolina llamó a sus profesores, que se negaron por motivos de seguridad. Ella, aun respetando su decisión, lo recibió con malestar. Sabía que para sus alumnos es fundamental mantener vivo el contacto con el colegio, aunque solo fuera recibiendo de vez en cuando un litro de leche y un paquete de arroz. Así que Carolina lo contó en su Escuela de comunidad, algo que normalmente no suele hacer porque piensa que sus niños, su colegio, son como otro planeta en comparación con la vida fácil y cómoda de los barrios del centro, donde viven sus amigas. Como dos mundos cerrados que nunca interactúan, algo que le hacía sentirse muy incomprendida. Pero esa noche, poco antes de cerrar la conexión de Zoom, Mónica le dijo: «Carolina, espera, no cuelgues. Yo te ayudo, dime qué necesitas».
Para Carolina fue un gesto inesperado. «Normalmente nos ayudamos hablando, compartiendo experiencias y comparándonos con el texto que leemos», explica Carolina. «Ver a Mónica abriéndose ante lo que yo veía y sentía, hasta desear moverse conmigo, fue el inicio de un camino nuevo para todos». Un camino que se emprendió el jueves siguiente, cuando Mónica, después de llenar su furgoneta hasta los topes con cajas de alimentos de todo tipo, con su marido y sus cinco hijos, se dirigió hacia Roxbury para el reparto a domicilio. El colegio le encomendó a diez familias. Algunas viven en los shelters, albergues para los sintecho. Sus encuentros son de pocas palabras, pues muchas familias ni siquiera hablan inglés. Pero los nombres de los niños se les quedan grabados en la cabeza, a los que llaman a la puerta y a los que la abren. La próxima vez ya es como si fueran amigos.

En septiembre, la situación del barrio se hizo dramática. La población afro-hispana, con menos cobertura sanitaria, es la que registra más decesos. «En otoño tuvimos que volver a ponernos en contacto con muchas de nuestras familias, que entretanto se habían deshecho o habían enfermado. Veía multiplicarse las necesidades», cuenta Carolina. «Volvimos a empezar los repartos, añadiendo material didáctico, mascarillas y geles. Además, Mónica involucró a Tony, un vendedor de productos italianos del que ella era clienta y que sistemáticamente empezó a donarnos todos los alimentos cuya fecha de caducidad estaba próxima. Estábamos muy agradecidos, pero no teníamos ni idea de cómo clasificar todo eso rápidamente». Carolina llamó a Mónica, que se presentó en Roxbury al día siguiente con 25 madres y 45 niños. Crearon una enorme cadena de montaje y prepararon cajas durante más de seis horas. Eran una maquinaria perfecta de logística, aunque al verlos a todos tan contentos parecía más bien una fiesta. «Fue el primer momento de verdadera alegría en la comunidad después de tantos meses duros, encerrados en casa. Invité a todas mis amigas, incluso vinieron algunas que estaban embarazadas y otras con bebés lactantes». Esa tarde, ningún niño se quejó por las mascarillas o las medidas de distanciamiento que debían cumplir. Mientras colocaban, no dejaban de preguntarse por sus coetáneos, pensando qué podía ser lo que más les gustaría recibir. «Luego me escribieron muchas madres pidiéndome que les contara lo que había pasado», cuenta Mónica, que respondió a todas enviándoles El sentido de la caritativa de don Giussani. Ahora están empezando a leerlo juntas. Pero ese día supuso un cambio de ruta también para Carolina y su equipo. «Mis secretarias se quedaron atónitas al ver aquel pelotón de madres y niños. Una de ellas me preguntó: “¿Pero de dónde has sacado a esta gente?”, y al terminar otra me escribió: “Estoy muy agradecida porque he visto personas que, aun siendo tan distintas, pueden estar juntas. Es el primer punto de esperanza que veo en medio de este clima electoral tan polarizado”».
Ante ese hecho tan inédito para una ciudad como Boston, profundamente marcada por la división, Carolina llegó a la pregunta crucial: «¿Qué es lo que permite reconocer al otro como hermano?». Non lo duda: «Encontrarse con él. Sin encontrarse, el otro siempre será abstracto. Pero cuando lo tienes delante, se pulverizan todos tus esquemas mentales del “yo pienso esto y tú piensas aquello”. Hay como un desbordamiento del otro, de modo que lo percibes igual que a ti mismo. Y deseas ponerte a su servicio, hacer todo lo posible para que exista». Carolina no solo piensa en las familias indigentes de su barrio, sino en una manera distinta de mirar incluso a sus amigos de CL. «En mí se insinuaba un poco de amargura porque siempre pensaba que ellos no eran capaces de entender mi mundo. Pero la segregación estaba en primer lugar en mi corazón. Ahora he visto que vivimos algo tan grande que no hace falta ponerse de acuerdo. Estamos más unidos que si tuviéramos un entendimiento cultural perfecto».

Hace unas semanas recibió una llamada de una chica del barrio. Estaba desesperada, acababa de enterarse de que estaba embarazada. Carolina le propone quedar en el colegio. Quiere verla, aunque no tiene ni idea de cómo ayudarla. Antes llama a Mónica. Juntas se les ocurren algunas ideas: una doctora dispuesta a visitarla gratis y un contacto con unas hermanas que atienden a madres en su misma situación. Y Mónica vuelve a descolocarla: «Pero Carolina, tú dile que si no se ve en condiciones de tener al niño, lo tengo yo. Sé que estoy loca… Cuando cuelgue se lo cuento a mi marido, pero tú díselo. ¿Qué podemos ofrecerle sino un abrazo total?».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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