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Huellas N.02, Febrero 2021

RUTAS

Brasil. Ampliar la razón

Davide Perillo

«No tengo nada especial que deciros. Pero tengo amigos a los que podemos seguir juntos». Eso les dijo a los primeros chavales con los que se encontró en Ibiporã. El testimonio del padre Giambattista Giomo y el vínculo que, desde hace más de cuarenta años, le acompaña por los lugares más remotos de su misión


«¿Qué he descubierto en este medio siglo acerca de mí? Que sigo siendo un viajero de la fe, un caminante. Y que el Misterio es siempre más grande, más bello... Más cierto». El padre Gianni tiene los ojos limpios. Y una voz que transmite simpatía, mientras cuenta con palabras sencillas una historia que a finales de agosto cumplió una cifra redonda: cincuenta años de sacerdocio. De ellos, al menos cuarenta de misión en Brasil, donde llegó por primera vez en 1976, como joven sacerdote del PIME (Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras), y donde ha permanecido siempre, salvo un pequeño intervalo italiano. Nacido en 1944 en la región del Véneto en Biancade di Roncade (Treviso), de familia numerosa, ingresó en el seminario cuando era todavía un niño, el padre Giambattista Giomo vive en Ibiporã, en el estado de Paraná, 550 kilómetros al oeste de Sao Paulo. Vive en un hogar para sacerdotes ancianos (son ocho, el mayor tiene 86 años) y es capellán de la iglesia dedicada a la Rainha dos Apostolos, inaugurada el pasado verano. Punto. De por sí, no hay mucho que agregar a su biografía. Sin grandes eventos, sin mandatos importantes, sin aventuras extrañas. Una vida sencilla, como muchas otras. Pero tal vez por eso digna de ser contada, porque muestra cómo Cristo convierte en extraordinario lo que a nuestros ojos es ordinario, normal, casi obvio. «El misterio de nuestro ser, la fe... Nada se puede dar por supuesto. El otro día le saqué una foto a la fuente donde me bautizaron y me conmoví. Pensé: todo empezó aquí».
«Aquí» es la pequeña iglesia cerca de la casa familiar, donde pasa unos días de vacaciones («hacía cinco años que no venía a Italia») antes de regresar a Brasil. El padre Gianni la abandonó temprano para seguir una vocación «que forma parte de esas historias misteriosas, de los designios de Dios. Por aquel entonces había animadores vocacionales que recorrían las parroquias para conocer a los jóvenes y hablar de la vida consagrada». En su caso, fue uno del PIME. «Me llamó la atención, pero no sé decirte concretamente por qué. Entré sin saber que era un instituto misionero. Luego, a lo largo del camino, me di cuenta». ¿De qué? «De que lo que me fascinó fue descubrir al Señor. Y por lo tanto su amor por nosotros, por nuestra salvación. Al comienzo no me atrajo un plan o una imagen clara, sino Él. Y surgió en mí un gran deseo de que todos le conocieran. Cuando te apasiona Cristo y entiendes que hace tu vida más hermosa, quieres contárselo a todos. Así de sencillo».
Él también, nada más ordenarse sacerdote, empezó así, contándoselo a los muchachos. Los del pueblo de Sotto il Monte, en la zona de Bérgamo, donde le enviaron su primer año de sacerdote para que se hiciera cargo de los jóvenes. «Ayudaba en el seminario y luego iba a las parroquias para conocer a los chicos». Allí conoció por primera vez a don Luigi Giussani. Monseñor Aristide Pirovano, superior del PIME, que fue obispo en Brasil y gran amigo del fundador de CL, le invitó a dar algunas charlas. «Recuerdo las lecciones de Giussani sobre el Génesis, me llamaron mucho la atención». Allí conoció a un par de los diez hijos de la familia Nembrini: Eugenio, que estaba en el seminario, y Miriam, una de las hermanas. «Miriam venía a ver a su hermano al seminario. Nos hicimos amigos. Le pregunté: “Yo no soy de aquí, ¿puedes ponerme en contacto con algún grupo de jóvenes? Me presentó a los chicos de GS, Juventud Estudiantil, de la zona. Y luego a don Giussani».
El primer encuentro fue en casa de Giussani, en la vía Martinengo, en Milán. «¿Qué me llamó la atención? O seu jeito, decimos nosotros en Brasil: su forma de ser. Ímpetu y sensatez. Le dije: “He conocido a estos jóvenes que le siguen a usted, nos hemos hecho amigos. ¿Cómo puedo acompañarlos? No quiero entrar en conflicto con sus pautas”. Y él me dio el “librito marrón”, uno de los primeros textos de GS: “Léanlo juntos, trabajen sobre este texto”. Volví a Bérgamo y empecé a acompañarlos».

En realidad, también recuerda otra cosa de ese encuentro. «En un momento dado, me dice: “Vamos a tomar el té con mi superior”. No le entendí». Era el padre Romano Scalfi, que vivía en el piso de arriba. «Entramos y yo: “¡Pero eres tú!”. Lo conocía desde los años de la escuela secundaria. Venía por mi zona para celebrar la misa por la unidad de los cristianos y reunía a los jóvenes del lugar para hacer un coro. También me seleccionó a mí, como tenor. Y ese día nos volvimos a ver».
Corría el año 1973, fue el comienzo de un periodo no muy largo («siete, ocho meses: en todo caso, menos de un año»), pero decisivo. «Para mí supuso salir del cascarón del PIME, donde había entrado siendo casi un niño, y ampliar realmente el horizonte». El padre Gianni se ve de chófer ocasional para Giussani («recuerdo un viaje a Forlì, donde tenía que encontrarse con un grupo de sacerdotes, allí conocí al padre Francesco Ricci»); participar en algunas reuniones de responsables de CL («en Limone Piemonte, donde hubo una fuerte discusión sobre la Democracia Cristiana»); en un retiro en el puerto de Pianazze, en los Apeninos emilianos, «con el “grupo de la verifica”, los muchachos que luego ingresarían en el seminario o en un convento o en los laicos consagrados, los Memores Domini»; en la famosa asamblea organizada por los estudiantes universitarios de CL en el Palalido de Milán, donde entre la audiencia se encontraba también un Aldo Moro muy curioso. «Pero también recuerdo una reunión en el hotel Agip, en la circunvalación de Milán, donde Giussani le dijo a sus amigos que ya no era suficientes con los panfletos y los folletos: “Necesitamos comunicarnos mejor. Necesitamos una herramienta que llegue a todos, un espacio para los testimonios… ¡Hagamos una revista!”». Unos meses después nacería Litterae Communionis, la primera versión de lo que sería Tracce (la edición italiana de Huellas, ndt.).
Mientras tanto, relata el padre Gianni, «se me abrió un mundo. Vi en la carne la grandeza del cuerpo vivo que es la Iglesia. La centralidad de Cristo, que es todo en todos. Y un camino para llegar allí, para descubrirlo. Para darse cuenta de que toda la realidad es señal de alguien que te lo da todo. De lo contrario, sería como si, al encontrar un ramo de flores en tu casa, comenzaras a analizarlo en sus especies y cualidades, sin pensar en quién te lo envía y lo pone ahí para ti». Esta fascinación, este acento puesto «en la total razonabilidad de la fe, en un momento en que muchos, incluso en la Iglesia, dudaban de todo», lo marcará para siempre. Hasta el punto de que cuando, después de un período de enfermedad, en 1976 llegó el momento de partir para la misión –con destino Brasil–, el padre Gianni preguntó por «los nombres de los sacerdotes de CL que vivían allá. Y todos eran presencias imponentes: Pigi Bernareggi, Luigi Valentini, luego Massimo Cenci, Giuliano Frigeni…».
La misma amistad de aquí vivía allá, a diez mil kilómetros de distancia. En un mundo diferente y difícil en muchos sentidos, pero donde el impacto, dice, «fue sencillo y agradable: encontrar un pueblo, descubrirlo lentamente en su propia historia, lengua, tradiciones…». Ha conocido mucho de Brasil en estos más de cuarenta años. El primer período en Ibiporã, donde se presentaba ante los chicos de la parroquia más o menos así: «No tengo nada especial que deciros. Pero tengo amigos a los que, si queréis, podemos seguir juntos». No siempre salió todo como esperaba, «al principio hubo también cierta amargura al ver que lo que tenía en mi corazón no daba el fruto de una comunidad. Pero eso me enseñó a entrar aún más en la Iglesia. Lo más hermoso ha sido permanecer abierto a la obra del Espíritu. Me encontré con el movimiento, pero la fe puede crecer en cualquier lugar. La Iglesia es mucho más grande».

Esta libertad de espíritu le acompañó después a Jardim, en Mato Grosso, colindante con Paraguay («una zona ganadera donde se cultiva maíz y caña de azúcar»), o en Sergipe, cerca de Aracajú, donde ver a los amigos resulta más difícil «pero para ayudarme estaban el “libro del mes” y Huellas. La revista ha sido literalmente decisiva para mi comunión con el movimiento».
Lo sigue siendo cuando se traslada a Sao Paulo, donde le confían una parroquia a las afueras, «en la diócesis de Santo Amaro». Allí se estrecha aún más la amistad con otros sacerdotes, entre ellos el padre Vando Valentini. Y también se profundiza la relación con otro personaje importante de su historia, Claudio Pastro, el artista que decoró el santuario de Aparecida. «Fue mi primer amigo brasileño, lo conocí nada más llegar a Brasil. Recuerdo cuando empezó a trabajar en el santuario, estaba preocupado, decía: “Este lugar es inmenso, hay que rematarlo muy bien. He visto demasiados templos que no se han hecho bien, no son hermosos. Hay que rezar para que suceda algo”. Pues sucedió. Salió una especie de Biblia pauperum, un catecismo en imágenes, un lugar donde la belleza ayuda a la gente a quedarse en silencio ante del Misterio».
También al padre Gianni le ha pasado con frecuencia lo de quedarse allí callado. Ante la belleza y la pobreza. Ante la dignidad infinita del hombre y su dolor. «Una vez, una mujer se suicidó debido a una depresión posparto. Era joven, tenía dos hijas. Ella y su marido eran amigos míos. En el velatorio, vi al padre de esta mujer contando a sus familiares cómo la había encontrado. Hablaba y se renovaba el dolor. Me dije a mí mismo: aquí no se puede decir nada, es necesario el silencio. Estuve escuchando. Pasé toda la noche en vela con ellos. Fue como estar al pie de la cruz. Muchas veces, cuando celebro la Santa Misa y llego al “Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro...”, pienso que mi sacrificio no es nada ante el suyo. Trabajar, formar una familia. Y todos estos pobres...». Pero, al fin y al cabo, ese es el simple secreto del sacerdocio: el sacrificio mío y vuestro es «acoger la vida y entregarla por Él y, por tanto, por los demás. Es una forma de conocer a Cristo, de testimoniarlo en cualquier lugar».

Como el día que recibió a una mujer que quería abortar. «Era una prostituta de 26 años, con dos hijos y cinco abortos espontáneos a sus espaldas. Estaba embarazada de nuevo, de una niña. “Padre, debes hablar con esta mujer”. Yo pensaba para mis adentros: y qué le digo, no tengo suficiente fe». Le dijo: «Estás hecha para dar la vida». Y ella: «Está bien, quieres que lo traiga al mundo, pero ¿quién se lo queda?». Hoy comenta: «Al final, el Señor me dio a entender que tenía que ayudarla yo. Le miré en la cruz y le dije: “Mira, tú has muerto por ellos. Yo aún no. Si quieres salvarlos, dame los medios”». Nace el bebé. Luego vendrán dos más, de diferentes hombres. Y el padre Gianni siguió ayudándoles durante diez años, poniendo su dinero y el de algunos amigos que le ayudan, incluso desde Italia. «Ayudándola a ella me han demostrado que el Señor ha venido para todos, también para los pecadores. La vida es un milagro. Cualquier vida». Y para acoger al Señor, este solo pide una cosa: «La gratuidad total. La gratuidad es un pozo sin fondo. Tú haces todo lo que puedes, pero nunca sabes qué resultados tendrá. Es Otro quien cuida de ellos».

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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