«Es una experiencia de plenitud lo que te mantiene en movimiento, no tu generosidad». Silvia Galbiati cuenta la vida de Masp en Almaty, una obra social sin ánimo de lucro donde trabajan católicos, musulmanes y no creyentes. Entre familias rotas, jóvenes discapacitados y niños abandonados. Una acogida sin límites. Recibida y ofrecida a otros
Silvia está inmersa en la redacción de un nuevo proyecto, cuando Alia irrumpe en su oficina: «Hoy es un día memorable. Con la ayuda del logopeda, ¡Tameris ha dicho una nueva sílaba!». La mujer kazaja está radiante. Cuando se va, Silvia se levanta para ir a mirar por la ventana: fuera solo hay un triste bloque de pisos, pero ella piensa en las montañas cubiertas de nieve en las estribaciones de la cordillera del Himalaya que ha visto de camino al trabajo bajo un cielo despejado, como sucede en Kazajistán cuando la temperatura está bajo cero. Luego recuerda el rostro de Nasgul, una colega musulmana que cuando murió su padre rezó el Rosario con ella; el de Olan, el conductor que la acompañó a los suburbios de la ciudad durante el confinamiento para llevar mascarillas y comida a las familias más necesitadas. «Estaba apesadumbrada por las preocupaciones y la alegría de Alia por el pequeño hito de su hija discapacitada me conmovió. Y me desplazó. Siempre hay algo bueno para mí que es más que todos los problemas y penurias. Es el gesto del Señor que nos toma de la mano. Así ha sido para mí desde que llegué a Almaty en 2002. Siempre ha sido así, empezando por mi familia, por el “sí” a la vocación en los Memores Domini y luego a la misión aquí, en Kazajistán», cuenta Silvia Galbiati, directora de Masp, una obra social sin ánimo de lucro afiliada a AVSI, que actúa en el ámbito socioeducativo. «Hoy estamos a 10 grados bajo cero. Desde el punto de vista arquitectónico, Almaty es feo. Solo grandes edificios anónimos de estética soviética. Lo que es hermoso son las personas. Y lo que aquí sucede. Deberías venir aquí y quedarte con nosotros».
En la entrada principal del Centro Juvenil, propiedad de la diócesis, leemos: «La experiencia del Misterio vuelve entre la multitud, entre la gente-gente». Dentro está la sede de Masp, pero para todos hay un único nombre: el Centro. Esa frase de don Giussani es el corazón de este lugar. «Todo el que llega es acogido en su necesidad, se siente amado como persona, más allá de la necesidad misma», continúa Silvia. «Experimentamos la caridad, un amor concreto que abraza todo lo que te rodea. Vale lo mismo para los que llegan pidiendo ayuda como para las treinta personas que trabajan aquí, católicos, musulmanes y no creyentes. Es para todos». Esta es la clave para poder contar lo que hacen aquí, además de los números y las actividades. Un elemento extra capaz de llenar la vida. Eso no lo explicas con muchas palabras, pero lo ves por doquier.
En la puerta de entrada, Nasgul, la coordinadora educativa, detiene a la niña que entra: «Lera, estamos bajo cero, ¿qué haces sin gorro?». La pequeña se pone la mano en la cabeza: «No pude encontrarlo. Mamá estaba dormida, regresó tarde. Estaba con un hombre extraño, cantaron y gritaron toda la noche…». La mujer la abraza: «No importa. Te buscaré uno nuevo, rojo y calentito. ¡Anda, vete, que los demás te esperan!». Los demás son los 80 niños que participan en las actividades extraescolares de Masp. Derivados por los servicios sociales o la escuela, tienen situaciones familiares dramáticas, viven en viviendas sucias, sus madres beben, rara vez toman tres comidas al día. «En Italia les retirarían de inmediato la patria potestad», explica Silvia. «Intentamos que vengan tanto como sea posible, vamos a recogerlos a casa si es necesario. Estamos con ellos, tratando de hacerles ver que hay un lugar donde son amados, que hay alguien que se preocupa por ellos».
Reciben a los niños e inevitablemente asumen el cuidado familiar. Como sucedió con Tatiana, una joven madre con problemas de alcohol y angustia psicológica. Para no dejarla en el lavadero de coches donde vive, la alojan con los dos niños durante unos meses en el interior del Centro. Le encuentran una serie de trabajos, pero ella los abandona o la echan. Como último recurso, un trabajador del Centro le proporciona una habitación climatizada con baño en una pensión. También le consigue otro empleo. Durante un mes todo va bien.
Pero una noche la lía parda y tiene que intervenir la policía. Para Silvia no hay nada más que hacer. Está muy enfadada. Habla de ello con sus compañeros, todos coinciden en que hay que echar a Tatiana, pero Nasgul interviene en la discusión: «No podemos dejar a esos niños solos. Dios no hace eso con nosotros». Se ponen de nuevo manos a la obra. Organizan un grupo extraescolar donde el niño más pequeño puede ir al menos dos veces por semana. Y pase lo que pase, el conductor lo recoge. A pesar de los fracasos, la rabia y las traiciones, Silvia está ligada a Tatiana «porque me recuerda siempre que Dios es misericordioso conmigo. Nunca me abandona».
Tatiana no ha cambiado, como tampoco la mayoría de las situaciones en las que viven los niños. A veces empeoran. Es un túnel sin salida. «Me gustaría que las cosas cambiaran, me los llevaría a casa, y en casos extremos lo he hecho, pero no es la solución. Estos años he entendido que lo que se me pide es decir “sí” a mi vocación, dentro de mi historia, de la que ellos forman parte. Al mirarlos, pienso: ¿quién sabe qué quiere Dios de ellos? Haciendo de todo, hacemos casi lo imposible para que se sientan mejor, pero dejando tiempo y espacio para que el Señor actúe. Ese es el corazón de la virginidad: un desasimiento que te permite permanecer dentro de las situaciones pidiendo que se manifieste su significado más profundo. Dios no renuncia a su amor por cada uno, no se despista, no quiere engañarnos. Siempre me lo ha demostrado». ¿Eso es la esperanza? «La esperanza la llevo dentro de mí, pero no nace de mí. Es Dios quien ha grabado su esperanza en mi corazón y me permite ver la felicidad de los niños en las horas que pasan con nosotros, cómo disfrutan de nuestra amistad. Es una experiencia de plenitud lo que te mantiene en movimiento, no tu generosidad. El impulso de la generosidad, a la larga, no se sostiene».
En 2008 el Ayuntamiento les pidió ayuda para realizar el censo de niños discapacitados. «Me extrañó esa petición, porque nunca había visto ninguno por las calles de la ciudad», explica Silvia. La verdad es que se quedan encerrados en casa, a menudo están solos con sus madres porque el marido y los familiares los han abandonado. Hay que sacarlos, darles un lugar donde puedan ser acogidos. Así, en ese mismo año, dentro del Centro se creó una clínica de rehabilitación con logopedas, psicólogos y fisioterapeutas (ver recuadro en la p. 49). Los niños crecen y la relación con las familias es cada vez más estrecha. Algunos preguntan: «La rehabilitación está bien, ¿pero cuál es el futuro para estos niños “especiales”?». Los cursos profesionales, originalmente creados para los adolescentes de los orfanatos, se adaptaron para niños discapacitados: sastrería, panadería, elaboración de lana hervida, taller de cerámica y madera. Los profesores no son especialistas en discapacidad, sino profesionales en su oficio.
Para algunos de ellos, trabajar con estos jóvenes es tan emocionante que están totalmente dedicados a la docencia. Sin embargo, para la mentalidad que existe en Kazajistán, insertarse en el mundo laboral sigue siendo muy difícil para estos chicos. Así que, hace dos años, nació la cooperativa de sastrería, donde nueve niñas discapacitadas confeccionan productos para la casa. La directora de una importante cadena de tiendas de ropa de hogar, al ver los manteles y las toallas, exclamó: «¡Son preciosos! Y qué felices están estas chicas». Unos días después, las puso en contacto con otros profesionales de tiendas importantes para que las pudieran ayudar en la venta. Y uno de ellos dijo: «Mis hijos deberían venir aquí y ver con qué gusto trabajan estas chavalas».
En junio, tras el confinamiento y el cierre casi total de actividades, reabrió el ambulatorio. Pero Ticon, de 18 años, con retraso mental severo y aquejado de gigantismo, no vuelve. La madre, destrozada por la muerte repentina de su otro hijo, no se levanta de la cama. «No quiere hablar con nadie», dice la abuela por teléfono. Un día, inesperadamente, llega Ticon. Silvia y Nasgul ven que al final de la avenida está la madre sentada en el coche. Van a su encuentro. Ella sale y dice: «Estoy muy enfadada con Dios. ¿Por qué ha pasado esto? Pero lo peor es que no puedo mirar a Ticon a la cara». La abrazan con fuerza: «Nosotros amamos a tu hijo. Si tú no puedes mirarlo, nosotros lo haremos por ti». La mujer llora: «Mi marido me ha dicho: “Puedes quedarte en la cama todo el día, pero al Centro tienes que ir”. Con vosotros puedo aprender a mirar a mi hijo a la cara».
La primera vez que Silvia lo conoce, Vasia tiene un año y medio, vive en una choza con su anciano padre. Cuando llegan los servicios sociales para internar al bebé en un orfanato, el hombre le entrega una Biblia con 12 dólares metidos en ella –el dinero que había recogido vendiendo botellas vacías– y les dice: «Por favor, dádselo cuando tenga 18 años». Silvia piensa: «Quién sabe dónde estaré yo y dónde estará él». Año tras año lo visita, en todos los institutos donde lo trasladan. Mantienen el contacto. Una vez incluso se lo lleva de vacaciones con la comunidad del movimiento. El día que le entrega la “herencia” de su padre, no dice una palabra. Después del orfanato, es él quien la visita a ella: cuando encuentra un trabajo y cuando lo pierde, para pedir dinero cuando está arruinado o para llevarle un regalo cuando le pagan. Pasan meses sin que aparezca, pero luego vuelve. «Me hubiera gustado que él, igual que los otros niños, tuviera una familia. Entonces pienso que en mí ha encontrado un hogar, que es una relación donde puede descansar, donde siempre puede volver para empezar a vivir de nuevo».
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