«De él aprendí a vivir perdonando y amando». En medio de enfrentamientos y masacres, Elio Croce reconstruyó un pueblo, poniéndose sencillamente a su servicio. La voz de los que le conocieron
Casi todo está escrito en la tierra roja que cubre el viejo Toyota Land Cruiser, un crucero terrestre aparcado bajo un porche del St. Mary Lacor Hospital, en Gulu, al norte de Uganda, donde viven los acholi. Cuánta carretera indica esa polvareda, infinitos kilómetros por la sabana. Este todoterreno ha sido ambulancia para enfermos de ébola y para heridos de guerra y de conflictos internos, autobús escolar para los huérfanos del St. Jude Children’s Home, coche fúnebre para las familias que no tenían dinero para pagar el traslado del cuerpo de un ser querido, taxi gratuito para mujeres cargadas como bestias. Casi todo está escrito en ese cojín para el dolor de espalda que sigue en el respaldo del asiento, en esa gorra negra abandonada en el asiento de al lado, en ese rosario colgado del retrovisor, pues no había viaje que no empezara con una oración.
Dolor de espalda, gorra y rosario eran del hermano Elio Croce, comboniano laico, un gran hombre de Dios con corazón de niño, que acogía a todos y que sabía hacer de todo. Conducía un todoterreno, no un Aston Martin, pero si te fijas en sus fotografías era igual que Sean Connery.
Buen samaritano y constructor de catedrales. El samaritano siempre se hizo cargo de los más necesitados que encontraba: huérfanos, heridos, mutilados, discapacitados, enfermos. Nunca se retiraba. Ni siquiera cuando le llamaban para dar sepultura, con enorme riesgo para su integridad, a los muertos asesinados por los feroces soldados de la guerra, que los dejaban tirados como perros. El constructor edificó hospitales, almacenes, escuelas, orfanatos, plantas de riego, molinos, y hasta una iglesia preciosa, dando trabajo y enseñando a trabajar. Su refrán preferido era «Quien no vive para servir no sirve para vivir». Nunca consideró ninguna obra ni iniciativa como algo propio, sino de la Providencia. Con un método de verificación muy sencillo: si la obra es de la Providencia, saldrá adelante; si no, acabará.
Brother Elio sobrevivió a masacres y al ébola, pero el Covid se lo llevó al cielo el 11 de noviembre de 2020, a los 74 años, de los que cincuenta los pasó en Uganda.
Montanaro de nacimiento (Moena, en el Trentino) y de temperamento (pocas palabras, una coraza arisca y buen corazón), la chispa de su vocación saltó cuando empezó a sentirse atraído por el relato de historias de misioneros. Se diplomó como perito (como muchos de los jóvenes artífices del crecimiento económico de la Italia de los años sesenta) y se fue a Inglaterra a aprender inglés para prepararse para la misión, que comenzó en 1971 en Kitgum, territorio acholi, periférico y complicado, como responsable técnico del hospital. Justo allí comenzó a finales de los setenta la presencia de voluntarios de CL, sobre todo médicos italianos, con los que empezó a crecer el movimiento en Uganda. En 1986, Elio fue destinado a Gulu, una ciudad más grande, de 150.000 habitantes, a cien kilómetros de Kitgum. Allí asume la dirección técnica del St. Mary Lacor Hospital, creado por el matrimonio de Piero y Lucille Corti, y también gracias a él se convirtió en el hospital más importante y avanzado del norte del país.
Las etapas de su vida se suceden al ritmo de su “sí” a la provocación de la realidad, a las circunstancias con las que tiene que enfrentarse. Al llegar a Gulu, estalla la guerra civil. Un día le avisan de que en un campo de refugiados los rebeldes han causado una masacre, secuestrando a mujeres y niños para convertirlos en soldados y esclavas sexuales. Él se puso en marcha y en un gran descampado se topó con el horrendo espectáculo de sesenta mujeres masacradas junto a sus niños a base de golpes. Dieciséis de ellas aún estaban vivas. Las llevó al hospital, ocho se salvaron. El hospital “de excelencia” se convirtió en refugio para los desplazados que huían de los secuestros y violaciones. Cuando la noche empezaba a asomar, miles de niños llegaban después de recorrer diez kilómetros de distancia para dormir en este rincón más seguro. Luego salían por la mañana: night commuter, viajeros de la noche, los llamaba. «Llegamos a albergar a 32.000 en una noche», recordaba el hermano Elio en una entrevista, «una alfombra humana que cubría todo el espacio, terrazas, porches, césped, pórticos...». Cada noche, a las ocho, rezaban el Rosario todos, de cualquier etnia o religión, rezaban juntos a la Virgen por la paz.
Otra gran provocación para Elio fue Bernardette, una mujer acholi, viuda, que en 1982 se puso a recoger huérfanos, no solo de su etnia, también de los adversarios. Y por eso la respetaban. Bernardette le pidió ayuda a Elio para construir alojamientos. Elio dijo “sí” y nació el orfanato, al que llamaron “casa”, una morada familiar, St. Jude Children’s Home.
En 1992 muere Bernardette y brother Elio se encuentra con una pesada herencia que no quería. Pero vuelve a decir “sí” y la toma sobre sus espaldas. Esa obra alberga hoy a 90 niños, 20-30 con discapacidad, en casitas y alojamientos que Elio mandó construir, cada una de ellas acoge a una media de ocho, con una cuidadora, es decir, una madre no biológica pero, por lo demás, madre a todos los efectos.
Luego surgió la escuela para estos niños, y también para los de los pueblos cercanos. Solo en primaria son 450. También está la granja, varias hectáreas de terreno cultivado que, aunque no dan demasiados beneficios, alivian los gastos de la casa, dan trabajo y ofrecen formación profesional.
Para narrar la epopeya de la caridad que supuso la vida de brother Elio, una enciclopedia se quedaría corta. Así que dejemos que hablen los testigos.
Josephine Ogweda, subdirectora del St. Jude Children’s Home: «Hemos crecido siguiendo a este hombre, siempre en camino, nunca se cansaba, con un corazón disponible para acoger a cualquiera. Su presencia paternal era imponente para todos».
Anna Rita Corciulo, directora de programas del orfanato: «Para cualquiera, el hermano Elio era un testigo del amor de Dios. Encontrarse con él suscitaba siempre la misma pregunta: “¿Cómo puede ser así? ¿De dónde viene ese don que le permite esperar y tratar a los demás siempre con caridad?”».
Alfred Opiyo, 35 años, ingeniero, dueño de una ferretería en Gulu: «Mi padre fue asesinado cuando yo tenía cinco años. Un día me hablaron de un hermano comboniano que ayudaba a los huérfanos a cambio de que estudiaran. Decidí ir a conocerle. Tenía 14 años. Era lunes 13 de diciembre de 1999 y aquella mañana, delante de su casa, había un montón de gente que quería hablar con él. Nos escuchó a todos, y a todos ofreció un trabajo que hacer o una ayuda. Todavía recuerdo sus palabras: “Tu vida es como un huevo en tus manos. Tú eres el que tiene que cuidarlo. No existe honor alguno en la pereza”».
Martin Oyat, antiguo huésped en St. Jude, actualmente responsable del almacén y del molino en la granja: «Discutía mucho con él, casi hasta me peleaba con él. Pero nunca me guardó rencor, siempre estaba dispuesto a volver a abrazarme. Me educó para ser quien soy ahora: doy catequesis y, en plena pandemia, he decidido casarme».
Patrick Onencan sufre una grave variante de artritis reumatoide que desde hace años le obliga a estar en cama: «Para aliviar mis dolores, Elio me ayudaba con la compra de medicinas, vendajes y comida. A cambio me pedía que ofreciera mi enfermedad por la conversión del mundo entero. Conociendo mi devoción por san Pío de Pietrelcina, me compró un pequeño televisor para seguir los momentos de oración. De él aprendí a vivir perdonando y amando».
Vito Schimera, cirujano del Lacor Hospital, con dos hijos nacidos en Kitgum: «Elio era la personificación del ser “como niños” en el sentido evangélico. Se asombraba por todo. No habría tenido la misma capacidad de construcción si no hubiera mantenido esa actitud original de niño. Le fascinaba Un brillo en los ojos de Julián Carrón y pidió varios ejemplares para difundirlo».
Samuele “Sasa” Rizzo nació en 1978 en Kitgum, su esposa es ugandesa y tiene dos hijos nacidos en Gulu: «He tenido el privilegio de diez años de amistad. Tomaba café con Elio los domingos después de misa, veía cómo trataba a los niños cuando hacíamos la caritativa en el orfanato. Yo era un principiante, y él una referencia para mi vocación tanto personal como profesional. Con él veía la caridad en acto –un amor inexplicable si no fuera por amor a Cristo– que yo deseaba aprender».
Luego llegó la pandemia. Brother Elio pasó la primavera indemne. Pero en otoño, Seve (Matteo Severgnini, director de la Luigi Giussani High School de Kampala) recibió un mensaje de Elio: «Me han hecho el test del Covid. Soy positivo. Demos gracias a Dios». ¿Cómo que gracias a Dios? Seve solo lo comprende más tarde, cuando se recupera de su perplejidad inicial: «La grandeza de Elio no estaba en su capacidad para construir, sino en su voluntad para obedecer».
En noviembre llega la prueba final para Elio. Sus últimos dos mensajes fueron: «Abandonado a Su santa voluntad» y «Totus tuus». Todo estaba cumplido, todo estaba claro. Lo expresaba muy bien un hombre acholi que, en la misa de sufragio, dijo: «Si alguien me preguntara cómo es posible seguir a Cristo hoy, para mí la respuesta sería fácil: siguiendo a un hombre como Elio».
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