Ya nada es siempre igual
«Otro día como cualquier otro». Así nos saludó una mañana una de nuestras hijas, que acababa de despertar. Quién sabe lo que tenía en mente: quizás otro día frente al ordenador para las clases, tal vez no poder ver a los amigos o no poder salir. No lo sé exactamente. Quería hacer algo por ella, para que ese día no fuera como los demás. Qué sé yo, una cena especial, una noche diferente, comprarle unos bollos que le gustan mucho... En un momento dado, me pregunté: ¿pero a mí qué me recupera una y otra vez? Porque, para qué negarlo, yo también en muchas ocasiones puedo decir lo mismo que mi hija: «Otro día como cualquier otro». Entonces recordé un episodio con mi hijo mayor. Durante su adolescencia nos dio algún que otro quebradero de cabeza y muchas veces mi esposa y yo nos dijimos: «Tenemos que hacer algo, tenemos que cambiarlo de colegio, tenemos que explicarle que debe cambiar de actitud…». No eran cosas malas, pero ninguna llegaba hasta la raíz del problema. Básicamente no pensé que un encuentro humano podría ser la respuesta a los problemas de mi hijo. Hace unos días, en el coche, empezó a contarme lo que le estaba pasando en la universidad. Me hablaba de las relaciones que ha empezado, de una experiencia de la que es cada vez más consciente, del asombro de sentirse amado. Y luego me dice: «¿Sabes, papá? En mi vida siempre he intentado conformarme con que las cosas me fueran bien. Y sigo así, pero mis amigos me dicen que estoy cambiando. Yo no me doy cuenta. No me queda todo claro y ciertas cosas no las entiendo. Pero ahora es diferente, vivo algo que no sé explicar». Me manifestaba su asombro ante lo que le estaba pasando. Es exactamente lo mismo que me permitió decir, en su momento, «sí» a la vida. Y lo que me permite recuperarme una y otra vez. Necesito hechos que me provoquen para decir mi «sí». Mi decisión no nació hace años, igual que no nace hoy, de mi fuerza de voluntad. Mi decisión nació, y nace hoy, del asombro que ante ciertas cosas me hizo decir: «Vaya, yo también quiero afrontar la realidad como estos». Solo por este asombro puedo esperar que mis días no sean «iguales unos a otros». Esto ciertamente no excluye la acción, de hecho puedo organizar «una cena especial». Pero el origen de mi posición ha cambiado y así todo se vuelve más interesante. Ya nada es siempre igual.
Rosario, Milán
El cumpleaños y el perdón
Cumplir 50 años no es nada especial en sí, especialmente en este momento tan difícil. En cambio, la noche de mi cumpleaños, mientras estaba en la mesa con mi familia, de repente llamaron a la puerta. Eran dos amigos que me traían mi postre favorito y una botella para brindar antes del toque de queda. Después, mi esposa y mis hijos me dicen: «Ven, te hemos hecho un regalo». Me llevan a la habitación y me encuentro en la pantalla conectados por Zoom los rostros de más de cincuenta amigos que habían quedado para felicitarme. Me conmoví y no podía articular palabra. Lo único que sentía con claridad en mi corazón era el hecho de haber sido elegido: a través de esos rostros Dios me había preferido y me prefiere ahora. En estos años han pasado tantas cosas, tantos momentos difíciles, en casa, en el trabajo, en la familia y, a pesar de mis grandes traiciones, estaban allí, el Señor estaba allí. Crece en mí una inmensa gratitud hacia Dios por no dejarme escapar de forma permanente de esta compañía, que resulta ser mi salvación. Le doy gracias todos los días por devolverme a los 50 esta disponibilidad, esta apertura de corazón inesperada y renacida en mí mirando esos rostros concretos. Esa noche no podía conciliar el sueño pensando que Dios nunca se cansa de mí, y en mi esposa, que Él quiso regalarme cada día durante estos largos años. Entonces me vino a la cabeza el párrafo de Crear huellas en la historia del mundo que habla de la familia. Ahora me pregunto: ¿qué quiere Dios de mí sino todo, tal como soy, con mis limitaciones, traiciones y fragilidad?
Simone, Perugia
El trabajo en una residencia de mayores
Soy una persona muy detallista e inclinada a mantener todo bajo control. Me siento perdida y asustada cuando algo está fuera de mi control, pero en esos casos me suele resultar más claro que existen dos formas de vivir cualquier tipo de situación, favorable o adversa: vivirlas sola o con Dios. El año pasado, trabajé ocho meses como asistente sanitario en una residencia de ancianos. Soy médico y nunca había vivido nada parecido. Todos los pacientes sufrían de demencia severa, y a la mayoría les gustaba golpearme o morderme mientras estaba intentando asearlos... ¡Todo un desafío! El despertador a las 5:30 de la mañana y los turnos de doce horas en un primer momento me dejaban exhausta, hasta el punto de que empecé a rezar los Laudes en el autobús pidiendo al Señor que me concediese entender el significado más profundo de todo esto y, sobre todo, Su voluntad. Cada vez que le pedía a Dios que me mostrara otra versión de la realidad, empezaba a ver una versión más sabrosa, con más colorido, donde yo no soy el centro, con mi victimización, mis limitaciones y mi necesidad de justicia, sino donde el centro es el otro, con sus propias necesidades e invocaciones. Entonces mi pregunta pasó de «¿por qué?» a «¿para quién?» iba a vivir ese día. Comprendí que soy un instrumento en las manos del Señor, que quiere usar mis manos, mis palabras, mi sonrisa y mi tiempo para alcanzar a esas personas, y que a través de esa obediencia, humildad y servicio Él quería salvarme. Comencé a saborear un gusto antes desconocido con mi trabajo y mis pacientes; a dedicar más tiempo a estar sentada hablando con ellos, incluso cuando la mayoría solo podía murmurar frases inconexas; a jugar con ellos durante los descansos, sin mirar el reloj esperando el momento de volver a casa. Me sentía auténtica, feliz y realizada. La justicia que le pedía a Dios se basa solo en mi relación filial y no tiene nada que ver con las recompensas humanas. Me notaba incluso menos cansada y con más energías para estudiar el examen de inglés para pasar eventualmente a ser médico del sistema nacional de salud... Hoy tengo un nuevo trabajo, nuevos pacientes y nuevo desafío, pero la misma pregunta por la mañana, la misma curiosidad y, por tanto, el mismo gusto.
Stella, Edimburgo (Inglaterra)
«¿Estoy tan seguro como mi hija?»
A finales de 2020 mi familia fue zarandeada por el Covid. Excepto mi hijo mayor y yo, todos se contagiaron con el virus. El día que ingresaron a mis padres, a quienes vi irse desde lejos sin ni siquiera poder abrazarlos, y con mi esposa confinada en una habitación, me quedé solo con Marta, mi hija, la más pequeña. Su confianza incondicional en mí me hizo pensar lo pertinente que era plantearme una pregunta: «¿Estoy seguro de Dios ahora? ¿Estoy seguro de que lo que está pasando conlleva realmente un bien para mí?». También me repetía, a mí mismo y a mi hijo mayor que estaba en Milán donde estudia en la universidad, atrapado en casa, solo, con la duda de que también podría haber contraído el virus, que Dios nunca nos ha abandonado y no lo haría tampoco en esta circunstancia. Me lo repetía como un paliativo, para exorcizar la situación, pero eso no cambiaba nada... Entonces empecé a ocuparme de lo que había que hacer: cocinar para el almuerzo y la cena, limpiar la casa, poner lavadoras, planchar, y así comencé realmente a experimentar el “ciento por uno aquí”. Lo había escuchado mil veces y nunca lo había experimentado todavía, porque una cierta idea de mí mismo me bloqueaba: pensaba que tenía que ser de cierta manera, que tenía que tener otro tipo de trabajo, otro carácter, tenía que, tenía que... Cuando le dieron el alta, mi madre regresó a casa siendo todavía positiva y yo, el único negativo, no podía acercarme a ella, no podía saludarla ni cuidar de ella. Me encontré aislado, sin poder acercarme a ninguno de los míos. Entonces mi esposa, con una gratuidad incondicional, se hizo cargo de todo. Luego llegó la noticia de la muerte de mi padre, que no pude volver a ver. Le conté a un amigo que había un hecho que me llamaba la atención: igual que un niño nace desnudo y su mamá lo recoge, así murió mi padre, desnudo y abrazado por su verdadero Padre. La experiencia de este tiempo ha cambiado todo en mí y en nosotros. Nuestra manera de ser familia, la forma de ir a trabajar, de mirar a los amigos, la forma de mirar la realidad. Todo esto ha dejado de ser fruto de un esfuerzo (por fin) para convertirse en un “sí” al Señor, tal y como inesperadamente decide visitarme. En la medida en que no huyes de la realidad, descubres quién eres y de Quién eres.
Giordano, Perugia
Esa invitación a una reunión
En 2013 me convertí en profesora de Ciencias de la Enfermería y siempre he intentado transmitir a mis alumnos el amor por el cuidado de los demás. En 2018 obtuve mi doctorado y decidí dejarlo todo para mudarme a Río de Janeiro. Allí no conocía a nadie, pero algo en mi corazón me decía que no debía rendirme. No fue nada fácil. Al comienzo del curso, perdí a mi padre, y además el dolor de dejar a mis hijos solos con mi madre me agotaba y me obligaba a cuestionarme el motivo y el propósito de lo que estaba haciendo. Durante una entrevista de trabajo, conocí a una profesora que tenía una mirada amable, acogedora, que me animó mucho. Algún tiempo después, me invitó a una reunión, que era la Escuela de Comunidad. Traté de organizarme para ir, pero nunca pude lograrlo. Hasta que llegó la pandemia. Esa profesora me invitó de nuevo y esta vez la reunión era online. Así que lo logré. A pesar de sentirme un poco lejos de esa forma de hablar, me sentí completamente satisfecha, mis reservas hacia la fe, determinadas por el cansancio y la experiencia de la pandemia, se fueron desmoronando. Después de esa primera reunión, comencé a pensar en lo que esas personas habían dicho a partir del libro Un brillo en los ojos. Era gente como yo, que hablaba de las luchas de la vida diaria, de la convivencia en la sociedad y de cómo mantener viva la relación con Dios. La semana siguiente estaba ansiosa por asistir. A pesar de todos los conocimientos adquiridos en mis estudios, nada me correspondía más que esas palabras. No me he perdido un encuentro desde entonces. La manera gentil, generosa y amable con que me reciben en el grupo y cómo la gente deja transparentar lealmente su humanidad y su deseo de vivir con Dios, me han conquistado. Es un lugar donde puedo anclar mi vida y la de mi familia. Por cierto, mis hijos y mi madre han venido a vivir aquí, conmigo...
Ángela María, Río de Janeiro (Brasil)
Clases online y Azurmendi
Soy profesora de secundaria y, como otros muchos, he sufrido por la decisión del Gobierno italiano de volver a dar clase a distancia. No hacía más que quejarme por no poder cambiar la situación y lo esperaba que acabara pronto para apagar el ordenador, abandonando así la maraña de trampas de mis alumnos y la presión de sus padres... No podía más. Entonces recibí un correo electrónico de un alumno mío, que entre otras cosas escribía: «Ha sido un momento muy difícil para mucha gente, y usted ha logrado estar cerca de nosotros incluso desde la distancia, y quería agradecérselo». Estas palabras me abrieron el corazón. Entonces comencé a leer el libro de Mikel Azurmendi, El abrazo, y a salir del atasco del último período. ¡Qué sorpresa leer el capítulo sobre la educación, donde encontré estas palabras que hablaban de mí!: «Quería ser profesor para que mi vida sirviera a los demás. Y he podido ver con sorpresa lo que Cristo puede hacer con un pobre como yo. He aprendido a mirar a los alumnos como un regalo, como una posibilidad más de amar, de entregarme. La fe nos permite vivir con esperanza, con la certeza de que cualquier situación conlleva una posibilidad de bien». Regresé animada al instituto, llena de gratitud, deseosa del bien de mis alumnos y de vivir a tope la enseñanza, tal como la realidad la está imponiendo y no como a mí me gustaría que fuera. Y los chicos se han dado cuenta. Después de una asamblea en clase, que los estudiantes suelen aprovechar para recoger todo tipo de quejas sobre diversos asuntos, los representantes de clase me dijeron: «Con respecto a su asignatura, queríamos decirle que nos damos cuenta de que usted siempre está disponible para ayudarnos, intenta siempre salir a nuestro encuentro y echarnos una mano». Una madre cuyo hijo tiene dificultad de aprendizaje, me escribió: «Ayer mi hijo solo hablaba de cómo usted le había recibido con una sonrisa al volver a verlo». Azurmendi tiene razón cuando nos recuerda que la vida está hecha para entregarla, porque no se puede “almacenar”. Además, cuando decides entregarla, recibes el ciento por uno.
Anna, Verona
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