Querido Raúl,
Sabes los grandes amores que tengo con El sur, de Víctor Erice. Pues hoy voy a hablarte de otros nuevos amores. Hace unos años, sin especial previo aviso por mi parte, vi El amigo americano de Wim Wenders. Me encantó y me dejó abierto a este autor alemán universal. Luego vi Hammet, preciosa en su rigor. Hace meses que esperaba París, Texas. Por fin ha llegado ese día. Desgraciadamente en una versión (mal) doblada.
Pero antes de hablar de ella, tengo que decirte que La luna de Bernardo Bertolucci me ha servido, viéndola por segunda vez, para echar un velo de niebla en sus películas anteriores: la mentira de hoy, desvela mentira en la «verdad» de ayer. En lo que viene, encontraras la razón.
El cine, ya te lo he dicho, es primariamente acción visual y auditiva, al menos en mi manera de verlo. Pero hay algo que es decisivo: el tiempo, que en él aparece como tiempo cronológico y ordenado de lo que dura su proyección, pero que es también -y sobre todo- tiempo que se convierte en historia. No hay cine sin tiempo, es decir, sin historia, sin que nos cuente una historia, y a la vez sin que nosotros -espectadores- la hagamos también historia nuestra. Una historia que es además relato. No hay cine sin relato.
Un espectro camina por el desierto. Lleva chaqueta y corbata, también una visera roja. Sucio, alucinado, perdido. Sigue caminos al azar: líneas férreas -porque en ese mundo el desierto es primero de arena, luego de asfalto, luego de sentimientos-, va en coche continuamente. Está perdido en el tiempo. Busca sus orígenes, su génesis: París, en Texas. Es una búsqueda por el recuerdo, un hacer memoria. No tiene presente, es como un fantasma, porque no tiene memoria. El suyo es un presente que se vacía en cada instante, lleno de inconexos instantes, sin continuidad -sin futuro, por tanto-, y es así porque su presente está vacío de pasado.
Es un espectro esquelético con una sola obsesión: caminar hacia adelante, siempre hacia adelante, sin sentido; no, con un único sentido, seguir líneas geométricas que marquen una dirección -vías férreas, carreteras, caminos, líneas de alta tensión-, como búsqueda de lo imposible, porque se busca en donde no está. Se ha cerrado la memoria para él. Por eso es casi un muerto viviente, porque somos carne enmemoriada.
En cuento es verdad lo que digo, al ver La luna por vez primera, me quedó la marca del escándalo. Porque el cine es historia, historia que lo es también del espectador. Dejé pasar tiempo, mucho, con las mayores aprehensiones. Le he vuelto a ver, y me he ido. Es demasiado claro que todo en ella se me aparece mentiroso, falso, ópera-de-cartón-piedra. En el cine es demasiado importante esa textura de la historia, del relato, para que podamos mentir con ella. La historia puede ser de infamias y mentiras, pero no puede ser una historia infame.
En París, Texas vamos recreando la memoria perdida del protagonista, por ello más animal alucinado que hombre. Lo genial en esta película es que esa memoria no viene como recuerdo -aunque recuerda tú la magnífica Recuerda de Hitchcock-, una mirada hacia el pasado en la que vemos lo que «acontenció» in illo tempore, causa inexistente del presente. Lo decisivo aquí es que el recuerdo se hace con la presencia -presencia del hermano, larga y cálida presencia, de la cuñada, del hijo prohijado por sus tíos años antes- y con la acongojante construcción de presente que descubre en lo que va siendo futuro lo que es pasado encarnado. El pasado, casi desaparecido como delgadez del presente, una foto y un nombre, el que da nombre a la película, va apareciendo en la historia porque se está haciendo futuro en el protagonista, a la vez que en nosotros. Futuro del reencuentro con el hijo. Futuro encadenado a ese futuro decisivo que se hace ya presente en la maravillosa conversación con la mujer a través del espejo. Ahí vemos cómo nace la libertad de una vida que se asume.
En esta historia vemos cómo van engranando tantos y tantos detalles visuales y auditivos que en la cronología de lo narrado se nos presentan. Desierto, carreteras, coches, grandes camiones, trenes que se cruzan, ruidos, bocinas, luces de moteles, crepúsculos y amaneceres, rascacielos, sonido de la guitarra. Presencia maravillosa de los actores, quizá de manera especial la primera -perdida la mirada siempre en una lejanía opaca- de Harry Dean Stanon y la del final prodigioso con la mujer reencontrada, Nastassja Kinski.
Es la gran epopeya del reencuentro con la profundidad de sentimientos que constituyen al ser humano, que se constituyen en historia, pero que lo hace en esa compleja realidad que llamamos tiempo. Es una historia de la humanidad lo que en esta película se nos ofrece. Y digo una historia de la humanidad, porque es la historia de la humanidad desde un único punto de vista, pero que, como las melodías orquestadas por Ravel o tocadas al órgano, arrastran consigo los ecos que se pierden en la lejanía del espacio y del tiempo.
Y me alegro que me haya salido también la palabra «espacio», porque, como recordarás, el espacio -largo, ancho, cerrado, pequeño, interminable, que nunca se para- es personaje clave de París, Texas.
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