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Huellas N.3, Mayo 1985

CINE

Cinema

Alfonos Pérez de Laborda

Querido Raúl,
Sabes los grandes amores que tengo con El sur, de Víctor Erice. Pues hoy voy a ha­blarte de otros nuevos amores. Hace unos años, sin especial previo aviso por mi par­te, vi El amigo americano de Wim Wen­ders. Me encantó y me dejó abierto a este autor alemán universal. Luego vi Hammet, preciosa en su rigor. Hace meses que espe­raba París, Texas. Por fin ha llegado ese día. Desgraciadamente en una versión (mal) doblada.
Pero antes de hablar de ella, tengo que decirte que La luna de Bernardo Bertolucci me ha servido, viéndola por segunda vez, para echar un velo de niebla en sus pelícu­las anteriores: la mentira de hoy, desvela mentira en la «verdad» de ayer. En lo que viene, encontraras la razón.
El cine, ya te lo he dicho, es primaria­mente acción visual y auditiva, al menos en mi manera de verlo. Pero hay algo que es decisivo: el tiempo, que en él aparece como tiempo cronológico y ordenado de lo que dura su proyección, pero que es también -y sobre todo- tiempo que se con­vierte en historia. No hay cine sin tiempo, es decir, sin historia, sin que nos cuente una historia, y a la vez sin que nosotros -espectadores- la hagamos también his­toria nuestra. Una historia que es además relato. No hay cine sin relato.
Un espectro camina por el desierto. Lle­va chaqueta y corbata, también una visera roja. Sucio, alucinado, perdido. Sigue caminos al azar: líneas férreas -porque en ese mundo el desierto es primero de arena, luego de asfalto, luego de sentimientos-, va en coche continuamente. Está perdido en el tiempo. Busca sus orígenes, su géne­sis: París, en Texas. Es una búsqueda por el recuerdo, un hacer memoria. No tiene presente, es como un fantasma, porque no tiene memoria. El suyo es un presente que se vacía en cada instante, lleno de incone­xos instantes, sin continuidad -sin futuro, por tanto-, y es así porque su presente es­tá vacío de pasado.
Es un espectro esquelético con una sola obsesión: caminar hacia adelante, siempre hacia adelante, sin sentido; no, con un único sentido, seguir líneas geométricas que marquen una dirección -vías férreas, carreteras, caminos, líneas de alta tensión-, como búsqueda de lo imposi­ble, porque se busca en donde no está. Se ha cerrado la memoria para él. Por eso es casi un muerto viviente, porque somos car­ne enmemoriada.
En cuento es verdad lo que digo, al ver La luna por vez primera, me quedó la mar­ca del escándalo. Porque el cine es histo­ria, historia que lo es también del espectador. Dejé pasar tiempo, mucho, con las mayores aprehensiones. Le he vuelto a ver, y me he ido. Es demasiado claro que todo en ella se me aparece mentiroso, falso, ópera-de-cartón-piedra. En el cine es de­masiado importante esa textura de la histo­ria, del relato, para que podamos mentir con ella. La historia puede ser de infamias y mentiras, pero no puede ser una historia infame.
En París, Texas vamos recreando la me­moria perdida del protagonista, por ello más animal alucinado que hombre. Lo ge­nial en esta película es que esa memoria no viene como recuerdo -aunque recuerda tú la magnífica Recuerda de Hitchcock-, una mirada hacia el pasado en la que ve­mos lo que «acontenció» in illo tempore, causa inexistente del presente. Lo decisivo aquí es que el recuerdo se hace con la pre­sencia -presencia del hermano, larga y cá­lida presencia, de la cuñada, del hijo pro­hijado por sus tíos años antes- y con la acongojante construcción de presente que descubre en lo que va siendo futuro lo que es pasado encarnado. El pasado, casi desa­parecido como delgadez del presente, una foto y un nombre, el que da nombre a la película, va apareciendo en la historia por­que se está haciendo futuro en el protago­nista, a la vez que en nosotros. Futuro del reencuentro con el hijo. Futuro encadena­do a ese futuro decisivo que se hace ya pre­sente en la maravillosa conversación con la mujer a través del espejo. Ahí vemos cómo nace la libertad de una vida que se asume.
En esta historia vemos cómo van engra­nando tantos y tantos detalles visuales y auditivos que en la cronología de lo narra­do se nos presentan. Desierto, carreteras, coches, grandes camiones, trenes que se cruzan, ruidos, bocinas, luces de moteles, crepúsculos y amaneceres, rascacielos, so­nido de la guitarra. Presencia maravillosa de los actores, quizá de manera especial la primera -perdida la mirada siempre en una lejanía opaca- de Harry Dean Stanon y la del final prodigioso con la mujer reen­contrada, Nastassja Kinski.
Es la gran epopeya del reencuentro con la profundidad de sentimientos que consti­tuyen al ser humano, que se constituyen en historia, pero que lo hace en esa compleja realidad que llamamos tiempo. Es una his­toria de la humanidad lo que en esta pelí­cula se nos ofrece. Y digo una historia de la humanidad, porque es la historia de la humanidad desde un único punto de vista, pero que, como las melodías orquestadas por Ravel o tocadas al órgano, arrastran consigo los ecos que se pierden en la leja­nía del espacio y del tiempo.
Y me alegro que me haya salido también la palabra «espacio», porque, como recor­darás, el espacio -largo, ancho, cerrado, pequeño, interminable, que nunca se para- es personaje clave de París, Texas.

 
 

Créditos / © Asociación Cultural Huellas, c/ Luis de Salazar, 9, local 4. 28002 Madrid. Tel.: 915231404 / © Fraternità di Comunione e Liberazione para los textos de Luigi Giussani y Julián Carrón

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