El Concilio Vaticano II fue y es una realidad determinada en el llamado «siglo de la Iglesia». Como todo Concilio se enmarca dentro de unas coordenadas, «está situado» y, por su propia esencia, goza de un sugestivo dinamismo.
Dinamismo que se explicita como una toma de postura, avalada por un trabajo anterior y una proyección de futuro, como puesta en ruta, en cumplimiento de un servicio de fe, esperanza y amor para un pueblo de Dios espectante y peregrino.
Trabajo anterior que procede de un estudio y reflexión teológicos que recoge la labor investigadora de muchos años; del carisma del magisterio sirviendo a la fe del pueblo cristiano, y del «sensus eclesiae», vivo, animador y placenta de toda gestación eclesial. Las conclusiones del Concilio, confirmadas por la autoridad del magisterio, son «conclusiones sacramentales», del sentido y hacer sinodal, conciliar de toda la Iglesia de Cristo.
Un dinamismo de futuro que se nos presenta y ofrece como punto de arranque que expone y es el Concilio en su toma de postura. Caminos abiertos: para la investigación, el avance dogmático y el vivir eclesial. Así el Concilio no es una mera consagración de verdades o doctrinas sino una apertura para que desde estas afirmaciones y nunca en contra de ellas, prosiga la vida de fe y comunión de todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
De este modo, la Iglesia siempre fiel al Espíritu como Templo suyo que es, cumple su ley y misión, fidelidad al pasado -como crecimiento de su vida- y fidelidad al hombre de hoy y a sus problemas existenciales que ello supone, como signo, todo ello, de la palabra y obra de salvación de la cual ella es sacramento universal, continuadora de la misión salvífica de Jesucristo.
La recepción del Concilio, sin olvidar este dinamismo vivo y orgánico del que hemos hablado, se impone como un derecho y deber para toda la comunidad cristiana. Zambullirnos y engolfarnos en la participación, animación y función transformadora que supone el encuentro con esta «realización del Espíritu», que es el Concilio, es sentir y vivir con la Iglesia, de la que formamos parte activa y responsable.
Urgir su realización es tarea en lo concreto y deber en los criterios. El uso del Concilio como arma arrojadiza o motivo de enfrentamiento responderá siempre más a un «juicio mundano» y a la falta de formación y obediencia al Espíritu, al que todos debemos convertirnos y someternos, que a una fidelidad o amor sincero y guardián de la pureza eclesial.
Si tiene importancia la urgencia de su realización, no menos la posee su verificación. Urgir, verificando.
En el sentir de la Iglesia, comunión del «hombre con Dios y de los hombres entre sí», comunidad viva y orgánica; y con un análisis concreto y evangélico, buscando la finalidad de la misión eclesial deberá enmarcarse esta verificación con autenticidad. Que no puede suponer ni «parón» ni «condena» sino «fidelidad» y «apertura» para la tarea cotidiana eclesial.
Acercarnos al Concilio Vaticano II es acceder a su significación materna en lo que de nutrición, estímulo y proyecto conlleva para la vida concreta de la comunidad eclesial.
De poco serviría su texto, en viento se quedaría, si sus palabras no nos hacen: crecer como hombres de Iglesia comprometidos con nuestro mundo y no sirven para alimentar nuestra fe, diálogo entre Dios y el hombre mediado por la Iglesia.
Seríamos cristianos quemados, siendo «luz del mundo», sí nuestro estímulo y motivación «conciliar» fuera un simple «arranque de caballo y parada de mulo», sin saber nada de lo que supone la búsqueda paciente de la verdad y la constancia en el compromiso.
En esfuerzo baldío quedaría nuestra tarea cotidiana y en cajas de amargura nuestras comunidades y movimientos cristianos si el proyecto conciliar no es asumido vitalmente. Este proyecto moriría, en aborto provocado, por no sentirnos caminantes, creadores empedernidos y obreros de una tierra nueva, fecundada por la semilla del Reino, presente entre nosotros en un continuo hacerse.
Identidad comunional, fidelidad en la comunión del todo y de todos, coherencia comunitaria, en definitiva: ser Iglesia en sentido evangélico con un anuncio liberador para el hombre contemporáneo, es afirmar con adultez de vida el Concilio Vaticano II.
La vuelta a las fuentes como decirse ella misma, proclamar la «Lumen Gentium» en el ágora del mundo, y el hombre como pregunta y destinatario, fueron el pan de cada día con el que el Concilio se alimentó jornada tras jornada, el trabajo cotidiano de la Iglesia misma.
Por eso, vivir la comunión eclesial en pluralidad de formas, enraizando así la propia y única fe eclesial en la universalidad del mundo y ser artífices de una cultura de comunión en nuestro propio medio es el gran reto que se nos exige para estar en línea de coherencia y agradecimiento con aquella comida de cada día.
El Concilio Vaticano II es llamada a vivir y exigencia por realizar.
Plantear otras batallas responden a otras banderías, otras entregas tienen sones diferentes, otros trabajos son claudicaciones y frustraciones de una militancia que nos llama a ser presencia en el mundo: presencia cristiana, presencia de comunión.
En palabras de Pablo VI: «La vida tiene necesidad de principios... Una vez admitido un principio, hay que tener la lucidez y el valor de sacar las conclusiones. El cristiano es un hombre coherente, un hombre de «carácter», ... esta coherencia cualifica la autenticidad del cristiano. El llevar este nombre, sin adherirse por otra parte a las exigencias que él comporta, significa doblez, fariseismo, tal vez utilitarismo y conformismo»...
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