Entre los motivos de gozo que un cristiano puede tener hoy en nuestra tierra está el de ver cómo se despierta la conciencia del pueblo cristiano a ser pueblo, a ser Iglesia. Se acaba así con un largo período en el que la palabra Iglesia fue violentamente constreñida a no referirse sino a los dirigentes de la Iglesia o a las personas consagradas. En román paladino,
a los obispos, los curas y las monjas. Todavía quedan resabios de esa forma de hablar, especialmente entre quienes, ignorantes de la fe, siguen acercándose a ella con una mentalidad decimonónica, pero también entre los cristianos.
El poderoso movimiento de vida y de renovación que hizo explosión en el concilio apenas empieza a producir sus frutos.
Es un gozo el ver cómo los cristianos de hoy se incorporan más y más a la programación y a la gestión de la vida parroquial o diocesana.
Ese movimiento ha de seguir, y crecerá, naturalmente, en los próximos años. No se puede ocultar, sin embargo, que ese no es más que el primer paso. La misión de los laicos no se agota en su colaboración con la jerarquía. Esa colaboración deja intacta la parte más propia, la más específica de su misión. Si se canalizase en esa dirección la incorporación de los laicos a su misión en la Iglesia, la renovación del concilio quedaría abortada. Se obedecería al concilio en el esfuerzo porque los laicos se integren de nuevo en la vida de la Iglesia, pero se traicionaría al concilio al concebir esa integración sobre todo como una extensión de la misión de la jerarquía.
Lo que se pide de nosotros es una verdadera revolución -conversión- en nuestro modo de pensar acerca de la Iglesia. La misión de la Iglesia es la evangelización del mundo. Y como son los laicos los que están en el mundo, esa misión compete fundamentalmente a los laicos. De cara a la misión, la tarea de los sacerdotes es absolutamente «ministerial»: hacer posible, por la palabra y el sacramento, que los laicos vivan la plenitud de su vocación, que lleven a cabo su misión. De cara a la misión, el «centro» de la Iglesia está en la «periferia». La Iglesia se funda en el don de Jesucristo, que se hace presente en la Eucaristía, pero la salvación se actualiza y se hace vida allí donde «el cuerpo de Cristo» (la Iglesia) se hace don para el mundo, y prolonga -«haced esto en memoria mía»- el amor crucificado de Cristo por el mundo. Y eso sucede en el límite exterior de la Iglesia, es decir, en la frontera entre la Iglesia y el mundo. Dicho con otras palabras, el misterio de la Iglesia se vive «desde» la Eucaristía, pero hay que vivirlo «en» el mundo.
Tal vez el reto más grande de los próximos decenios para nosotros sea precisamente éste. El de si los laicos vamos a asumir nuestra tarea y nuestra misión en el mundo. Y eso, no como individuos aislados, o como miembros de tal o cual grupo. Sino como laicos, es decir, como miembros de la Iglesia. En eso estamos.
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