Días antes de la partida todos nos preparábamos entre los nervios y la ilusión, para participar en la peregrinación que estábamos organizando. Las circunstancias quizás nos despistaban un poco y nos hacían olvidar cuál iba a ser nuestra actitud durante el viaje, éramos conscientes de que íbamos de peregrinos, pero eso no lo íbamos a interiorizar hasta que nos viéramos dentro de la peregrinación misma.
Por fin llegó el día 7 y dos autocares con 106 jóvenes y algún que otro cura partieron con destino a Roma. Al día siguiente otros tantos (S. Jorge) lo harían con el mismo propósito.
Las primeras jornadas fueron duras y cansadas, pero nos ayudaron para hacernos comprender que tendríamos que sacrificarnos un poco y no dejarnos llevar por la comodidad, puesto que nuestra condición no era la de turistas sino la de peregrinos, la oración comunitaria y la Eucaristía también contribuían a esto.
El día 9 llegamos a Florencia, no sin antes habernos perdido, pero esto ya no tenía importancia porque comenzaba a hacerse habitual. Todo el día siguiente lo dedicamos a disfrutar del arte que la ciudad ponía a nuestra disposición y por la tarde, con los pies un tanto "abatidos" por el trasiego, nos reunimos para celebrar la Eucaristía, aunque algún que otro despistado no lo pudo hacer por equivocarse de lugar de reunión. Iba a ser al día siguiente por la tarde cuando llegaríamos a Roma, siguiendo las pistas que Alfonsito y su autocar nos iban dejando como si del juego "En busca del tesoro" se tratara, pero por fin lo conseguimos y a las cinco estábamos reunidos en el castillo de S. Angelo por primera vez con el resto de los peregrinos que habían acudido a ganar el Jubileo. Todos juntos con antorchas y en procesión nos dirigimos a la plaza de S. Pedro, donde esperábamos con entusiasmo el saludo del Papa, y así fue, yo creo que estábamos tan entusiasmados que casi no nos dimos cuenta de las palabras que nos dirigió, pero sí comprendimos que nuestra peregrinación empezaba ahora a tomar un sentido concreto, nos uníamos en este momento y de una manera más viva y palpable a la Iglesia Universal y con ella íbamos a participar en la culminación del Año Santo de la a Redención: el Jubileo de los Jóvenes.
Los tres días siguientes de estancia en Roma fueron de gran actividad. Las mañanas estaban dedicadas a las reflexiones y Eucaristías, que junto con los jóvenes de habla hispana se celebraban en la basílica de S.Pablo sobre los temas de la alegría, la libertad... A todos nos sorprendió bastante la cantidad de participantes que éramos y nos sirvió para tomar conciencia de la responsabilidad tan grande que como cristianos tenemos ante las necesidades acuciantes que nos rodean, esperando nuestra firme respuesta. Era una lluvia de Gracia que estábamos recibiendo y no podíamos desaprovechar.
No menos impresionante fue el Via Crucis que el día 13 celebramos junto al Coliseo con la M. Teresa de Calcula. Rodeados de un gran silencio y una enorme multitud nos uníamos en oración y nos dábamos cuenta de que ésta debía ser el eje impulsor para llevar a cabo todo lo expuesto en las catequesis anteriores. El encuentro con el Papa al día siguiente, confirmaba todo esto y exigía de nuevo una respuesta personal de cada uno de nosotros.
La Eucaristía del Domingo de Ramos fue la culminación de nuestra estancia en Roma. Aquí ya no sólo jóvenes sino personas de todas las edades y nacionalidades celebramos el comienzo de la Semana Santa, con el gozo de haber ganado el Jubileo y dispuestos a celebrarla plenamente, ahora con más motivo que nunca.
Pero la peregrinación no había terminado y quedaba el camino de regreso en el que no puedo dejar de citar la estancia en el pueblo de Asís. Después de las grandezas de Pisa, Florencia, Roma y de sus enormes multitudes, la sencillez y la belleza de Asís nos llevaban hasta la persona de S. Francisco que aquí cobraba todo su sentido, haciéndonos comprender que las grandes obras no se pueden llevar a cabo si no salen de un corazón humilde y sencillo como era el de este Santo.
El resto del regreso y el viaje en barco sirvieron para ir asentando todo lo que de golpe habíamos recibido, para darnos cuenta de que ahora continúa nuestro peregrinar y que todo lo vivido no sirve para nada si no se concreta en una respuesta personal que el mismo Papa espera de nosotros y a la que Dios a través de él, nos ha llamado: "Abrid las puertas al Redentor" y dejad que Él os cambie el corazón.
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